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Azaña, Presidente - El camino al 18 de julio - Stanley G. Payne

          


          Las Cortes comenzaron sus trabajos regulares el 15 de abril, dos meses después de las elecciones. Por primera vez Azaña presentó su programa legislativo, en el que destacaban las reparaciones a los insurrectos reprimidos después de su levantamiento. No mostraba el menor esfuerzo por conceder indemnizaciones por la destrucción de la propiedad a gran escala que habrían practicado los revolucionarios en Asturias, ni de compensar a las familias por las numerosas víctimas, por lo que se convirtió en una propuesta dirigida a poner la justicia al revés. El programa también incluía la completa restauración de la autonomía catalana y la reforma de los reglamentos de las Cortes, tanto para acelerar el proceso legislativo como para elegir a los miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales y al presidente del Tribunal Supremo, con el fin de asegurar el predominio izquierdista en las más altas instancias judiciales. El objetivo era lograr la “republicanización” de todas las instituciones, incluida la administración de la justicia.


Azaña admitía que la economía se encontraba en malas condiciones y afirmaba que sería necesario recortar gastos en ciertas áreas, no especificadas, mientras se aumentaban los ingresos mediante la tributación progresiva, lo que permitía pagar la aplicación de las obras públicas y la aceleración de la reforma agraria. Hablaba como si el deterioro de la economía fuera un producto de la naturaleza y no el resultado directo de las acciones del Frente Popular


No realizó esfuerzo alguno por afrontar el problema de la violencia política y el desorden generalizados; por el contrario, lo abordó como si él fuera una especie de observador filosófico y no el responsable máximo, presentando los habituales clichés “leyendanegristas” tan estimados por las izquierdas: “Ya sé yo que estando arraigada como está en el carácter español la violencia, no se la puede proscribir por decreto…”. Añadió que el Gobierno no había reprimido ciertos excesos debido a la “piedad y misericordia”, de modo que, si cabía atribuir la violencia a una idea abstracta llamada el “carácter español”, el jefe del Gobierno podía lavarse las manos con toda tranquilidad, como de hecho hacía. 



Por parte de las derechas respondieron Calvo Sotelo y Gil-Robles, aunque el primero, en nombre de la derecha radical, exigía un cambio drástico de régimen, mientras el líder de la CEDA aceptaba el Gobierno existente y pretendía influir en él para moderar sus políticas. El discurso de Calvo Sotelo fue una de las declaraciones maratonianas típicas de la época, cuyo texto y apéndices ocuparon once páginas en el Diario de las Sesiones de las Cortes. Así presentó el primero de una serie de informes sobre los actos de violencia y destrucción en España, afirmando que entre el 15 de febrero y el 1 de abril, 74 personas habían sido asesinada por motivos políticos y 345 habían resultado heridas. Asimismo se habían incendiado 106 iglesias, de las que 56 habían quedado arrasadas. Puesto que el Gobierno no presentó estadísticas que refutaran estos datos, bastantes historiadores las consideran en esencia correctas, como de verdad parecen ser. A continuación, Calvo Sotelo citó algunos discursos de portavoces revolucionarios en los que declaraban que estos actos violentos eran el comienzo de la destrucción revolucionaria, lo que también era esencialmente correcto. 


Gil-Robles tomó la palabra entre los habituales gritos y tumultos, y afirmó que la CEDA ofrecería su apoyo parlamentario para llevar a cabo reformas sociales constructivas, si bien estas no parecían ser el objetivo principal de las izquierdas. Hizo una advertencia contra el intento del Gobierno de gobernar solo para una mitad del país:


“Una masa considerable de la opinión española que, por lo menos, es la mitad de la nación, no se resigna a morir, yo os lo aseguro”,


Dirigiéndose a Azaña añadió:


“Yo creo que S.S. va a tener dentro de la República otro sino más triste, que es el de presidir la liquidación de la República democrática… Cuando la guerra civil estalle en España, que se sepa que las armas las ha cargado la injuria de un Gobierno que no ha sabido cumplir con su deber frente a los grupos que se han mantenido dentro de la más estricta legalidad”. 


Esta sesión fue la ocasión para que José Díaz, secretario general del Partido Comunista, declarase en un discurso que Gil-Robles “morirá con los zapatos puestos”. Era la típica amenaza de asesinato político de los portavoces revolucionarios, aunque a Martínez Barrio le pareció una afirmación excesiva para ser pronunciada en una sesión de las Cortes. Llamó al orden a Díaz y decretó que la declaración no figurase en las actas. 


Al día siguiente, el Parlamento volvió a reunirse en una atmósfera sobrecargada devino al cortejo fúnebre del guardia civil De los Reyes, que, en un momento dado, amenazó con pasar frente a las Cortes. Azaña empleó su retórica acostumbrada, atribuyendo toda la culpa de la violencia a la derecha y a su “profecías”. Con desprecio y sin asumir la menor responsabilidad personal, declaró: “Yo no me quiero lucir sirviendo de ángel custodio a nadie. Pierdan SS.SS. el miedo y no nos pidan que les tienda la mano. ¿No querían violencia, no les molestaban las instituciones de la República? Pues tengan violencia”. 


Palabras muy extrañas para ser pronunciadas por un primer ministro de una democracia occidental, pero la República revolucionaria ya no era una típica democracia occidental. Palabras especialmente hipócritas en la boca de alguien como Azaña, famoso por su preocupación y su miedo en lo que a su seguridad personal se refería. De todos los discursos de Azaña, quizá este pudo haber sido el más imprudente. Decir que los cinco años de actividad de la CEDA dentro de la legalidad constitucional solo demostraban que “querían la violencia” era de lo más delirante e incendiario. El espectáculo de un presidente del Gobierno parlamentario invitando a la oposición a tomar parte en una guerra civil no tenía precedentes, aunque las amenazas por parte de los presidentes del Congreso y de otros portavoces de las izquierdas continuarían hasta el 18 de julio. 


Azaña subrayó la importancia de mantener la unidad delas izquierdas y prometió que no haría nada que pudiera abrir “una brecha”. Con esto reafirmaba la esencia de su política: solidaridad con los revolucionarios contra viento y marea. Para evitar un conflicto con ellos, ya había cancelado las elecciones municipales y pronto aceptaría una política de coerción violenta para controlar los resultados de las elecciones especiales en Cuenca y Granada. Esta postura impidió una reconciliación de los moderados e hizo casi inevitable el fracaso de lo que quedaba de la democracia republicana. En este proceso no hubo ninguna decisión más importante que la que estaba tomando Azaña. 


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