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Objetivo: París - Antony Beevor

Objetivo: París
(Extractos)

El 31 de julio, el 3. ejército del general Patton comenzó, en Avranches, la salida de Normandí­a. Su ala derecha envolvió a las fuerzas alemanas desde el oeste y llevó a los Aliados a Argentan, a 167 kilómetros de Parí­s.

Al parecer del general De Gaulle, existí­a una sola formación que mereciese el honor de liberar la capital de Francia: la Deuxième Division Blindée, la 2ª División blindada francesa, a la que se conocí­a como la «2e DB». Estaba al mando del general Leclerc, nombre de guerra de Philippe de Hauteclocque.

La 2e DB era mucho más numerosa que la mayoría de las divisiones, pues contaba con dieciséis mil hombres, equipados con uniformes, armas, camiones semioruga y tanques Sherman (todo proporcionado por los estadounidenses). Estaba constituida en su mayor parte por hombres que habí­an seguido a Leclerc desde Chad y habí­an cruzado el Sáhara para sitiar la guarnición italiana acantonada en Koufra y unirse por último a los británicos. Entre sus filas había miembros regulares del Ejército metropolitano, incluidos soldados de caballería de Saumur, españoles, marinos sin embarcación, árabes del Africa meridional, senegaleses y colonos franceses que nunca habí­an pisado con anterioridad el suelo de Francia. Una de sus compañías la 9ª, recibía el nombre de la nueve porque estaba llena de republicanos españoles, veteranos de batallas aún más cruentas. El batallón, como no podía ser menos, estaba capitaneado por Comandante Putz, el más respetado de todos los mandos de batallón con que contaban las Brigadas Internacionales. La división de Leclerc constituí­a una mezcla tan extraordinaria de gaullistas, comunistas, monárquicos, socialistas, giraudistas y anarquistas unidos por una misma causa, que el general De Gaulle no pudo menos de concebir una visión optimista en exceso del modo en que se unificarí­a la Francia de posguerra en torno a su liderazgo.

Cuando De Gaulle regresó a Francia desde Argel el 29 de agosto, hubo de afrontar una noticia sumamente inquietante: en París se habí­a iniciado un levantamiento, de inspiración sobre todo comunista, y los ejércitos aliados no estaban en situación de acudir en su apoyo.

Cierto grupo juvenil comunista del 18º arrondissement («distrito»), por ejemplo, enviaba a las muchachas de la agrupación a seducir a los soldados enemigos por la zona de Pigalle y atraerlos a un callejón en el que esperaban jóvenes camaradas varones que los molían a palos para después quitarles las armas.

Treinta y cinco jóvenes de la Resistencia cayeron de cabeza en una trampa al dejarse engañar por un agent provocateur que trabajaba para la Gestapo y prometió que les proporcionaría una remesa de armas. Cuando llegaron al lugar de encuentro se vieron rodeados por el enemigo, que los sometió a una brutal tortura en el cuartel general de la Gestapo, sito en la rue des Saussaies, antes de ejecutarlos.
De cualquier modo, el coronel Rol-Tanguy no se dejó impresionar por quienes le aconsejaban actuar con prudencia. Aquel día, los FTP dieron órdenes de requisar vehículos y blindarlos, y como si el Parí­s de 1944 pudiese compararse con el Madrid o la Barcelona de julio de 1936. Al día siguiente se sembró la ciudad de carteles que llamaban a la huelga general y «l'insurrection libèratrice».

Mientras se preparaban para partir, los alemanes hubieron de soportar las miradas tan directas como desdeñosas de los grupos de parisinos que habí­an pasado cuatro años fingiendo no verlos. Sin embargo, cierto destacamento de soldados no dudó en abrir fuego contra la multitud que se burlaba de sus integrantes en el bulevar Saint Michel. Sylvia Beach, fundadora de la librería Shakespeare & Company, describió a los parisinos que, jubilosos, agitaban a su paso escobillas de retrete.

Un grupo de soldados, siguiendo tal vez las órdenes de uno de sus jefes, se dedicó a cargar en una serie de camiones el contenido de las bodegas de vino del Cercle Interallié, un importante club privado. Otros vehí­culos militares y civiles, entre los que había incluso ambulancias y un coche fúnebre, acabaron hasta los topes de todo lo que pudiese tener algún valor: mobiliario de estilo Luis XVI, medicinas, obras de arte, piezas de maquinaria, bicicletas, alfombras enrolladas y alimentos. 


También se dieron violentos tiroteos en otras partes de Parí­s: las fuerzas de la Resistencia tendían emboscadas a los vehículos de la Wehrmacht, y sus ocupantes respondían al ataque. En la margen izquierda del río, frente a la isla de la Cité, la lucha se tornó en particular encarnizada. En total hallaron la muerte cuarenta alemanes aquel día, en tanto que setenta fueron heridos; los parisinos pagaron con ciento veinticinco muertos y casi quinientos heridos.' La Resistencia habí­a empezado la batalla con tan poca munición que apenas si les quedaban reservas a la caída de la tarde.

El alto el fuego no se respetó, debido en parte al caos en que se hallaban sumidas las comunicaciones; aunque el edificio resistió, de algún modo, durante dos dí­as merced a la tolerancia o la deferencia del general alemán. Los insurgentes, llevados de un peligroso optimismo, consideraron este hecho equivalente a una prueba de la victoria. Los continuos ataques no sólo provenían de grupos demasiado exaltados de jóvenes comunistas los gaullistas, en su empeño por restaurar la «legalidad republicana», necesitaban tomar tantos edificios como les fuera posible. El 20 de agosto, los dirigentes del Consejo Nacional de la Resistencia se apoderaron del ayuntamiento, en el transcurso de un operación que dejó fuera a los comunistas de manera deliberada.

Durante los cuatro días que siguieron, los alemanes acribillaron los muros de la Casa Consistorial con fuego de ametralladora; pero en ningún momento llegaron a efectuar un ataque decidido, lo que hubieron de agradecer los insurgentes, por cuanto no contaban más que con cuatro ametralladoras y un puñado de revólveres.

El 21 de agosto se reunía el Consejo Nacional de la Resistencia para hablar de la tregua en una sesión tensa y amarga en la que prevalecía la opinión de los comunistas. Al final se decidió cancelar el alto el fuego al dí­a siguiente, y los gaullistas se vieron de nuevo obligados a seguir a los comunistas con tal de evitar una guerra civil.

Desde la llegada de las primeras noticias del levantamiento en París dos dí­as antes, al general Leclerc le había resultado difí­cil reprimir su impaciencia y su frustración. Sus comandantes estadounidenses no daban muestras de estar dispuestos a avanzar en dirección a la ciudad. Eisenhower pretendía dejar la capital francesa en manos de los alemanes durante algunas semanas más, lo que permitiría a Patton perseguir al enemigo derrotado a través de la Francia septentrional, y tal vez incluso atacar a la derecha hasta llegar al Rin aprovechando su desorganización momentánea. Si los norteamericanos debí­an liberar París y responsabilizarse por ende de alimentar la ciudad, no dispondrían ni del combustible ni de los transportes necesarios para respaldar el avance de Patton. No obstante, para Gaulle y Leclerc, Parí­s constituía la puerta del resto de Francia y un levantamiento encabezado por los comunistas podría desembocar, según temí­an, en una nueva Comuna de París, lo que llevarí­a a los estadounidenses a intervenir para imponer su AMGOT a la nación.


La primera llamada a la insurrección por parte de los comunistas franceses de París se había producido dos semanas antes de que el general Bor-Komorowski hubiese iniciado el malhadado levantamiento de Varsovia ante los avances del Ejército Rojo. Con todo, el apremio por hacer la revolución surgido en Francia durante el verano de 1944 se originó como una reacción espontánea en el interior de las filas comunistas, y no como realización de un plan trazado por el Kremlin. La cúpula política oficial del Partido Comunista francés perdió toda autoridad sobre los acontecimientos. Maurice Thorez se hallaba en Moscú, y su lugarteniente, Jacques Duclos, escondido en el campo, ejercía muy poca influencia sobre el brazo armado del partido, los FTP. Paralizado por la ineficacia de las comunicaciones y por las propias medidas de seguridad draconianas de los comunistas, Duclos se vio incapaz de controlar a Charles Tillon y los otros dirigentes de los FTP, que como la mayoría de sus seguidores, tenían la intención de transformar la resistencia en una revolución.

Leclerc decidió al fin, desde su cuartel general, cerca de Argentan, enviar un reducido destacamento hacia Versalles la noche del 21 de agosto; y lo hizo sin el permiso de su comandante de cuerpo estadounidense. Este acto menor de insubordinación militar acrecentó las sospechas que albergaba una serie de oficiales de Estados Unidos de que los gaullistas estaban haciendo su propia guerra por Francia y no la de los Aliados contra Alemania.

EL coronel ordenó a toda la población de la capital, hombres, mujeres y niños, a disponer barricadas allí donde pudiesen con objeto de impedir a los alemanes cualquier movimiento, lección aprendida en Barcelona al principio de la guerra civil española.

Tal como observó Galtier-Boissière, la lucha en la ciudad revestía un carácter mucho más civilizado que en las zonas rurales, por cuanto los combatientes tenían la posibilidad de irse a comer con el fusil a cuestas. Contaban, además, con otra ventaja: «Todo el vecindario te observa y aplaude desde las ventanas». No faltaban, empero, los que no hacían ningún caso de los tiroteos que los rodeaban. Algunos tomaban el sol sobre el dique de piedra del Sena, en tanto que los golfillos se sumergian en sus aguas para combatir el calor. Asimismo, podían verse insólitas figuras sentadas inmóviles sobre sillitas de lona, pescando en el río al tiempo que los carros alemanes atacaban la Jefatura de Policía a unos centenares de metros, en la isla de la Cité, atraídos por la comida gratis que representaba una perca sacada del Sena. La escasez de provisiones era tal que cuando alguna bala perdida abatía a un caballo, las amas de casa no dudaban en salir corriendo a la calle con fuentes esmaltadas y cortar tajadas de carne de su cuerpo sin vida.

Cualquier soldado alemán que cometiese la imprudencia de salir en solitario o en pareja acababa muerto o rodeado. El  objetivo primordial consistía en incautar armas y vehículos.

Al amanecer del día siguiente, miércoles, 23 de agosto, la 2e DB se puso en marcha, en dos columnas que seguían rutas paralelas y con la mayor velocidad que le permitía la intensa lluvia, en dirección este, desde Normandía hacia la Île-de-France. El calor estival había cesado en el peor momento, y los tanques y camiones semioruga de la división se deslizaban en el firme resbaladizo de las carreteras. Leclerc iba en cabeza; le quedaban ciento cuarenta kilómetros para alcanzar Rambouillet, población situada en las cercanías de una línea de frente muy poco definida.

Hemingway

Al llegar allí esa misma tarde, los oficiales de su división se encontraron con una curiosa colección de soldados irregulares, de entre los cuales el más pintoresco era Ernest Hemingway. Oficialmente, Hemingway se encontraba en Francia en calidad de corresponsal de guerra de la revista Collier's, aunque estaba más interesado en representar el papel de soldado profesional. Se hallaba rodeado de algunos rufianes bien armados reclutados en la zona, y daba la impresión de querer recuperar las oportunidades que había perdido en España siete años atrás.

Hemingway y su grupo de fifis irregulares habían estado  haciendo un reconocimiento de las rutas que llevaban a París durante los últimos días, bien que sirviéndose de métodos muy  poco sutiles. Los hombres, triunfantes, llevaron al hotel a un grotesco soldado alemán de corta edad, un rezagado capturado en un tramo no muy distante de carretera al que habían atado las manos a la espalda. Hemingway pidió a Mowinckel que lo ayudase a subir al prisionero a su habitación, donde podrían interrogarlo con facilidad al tiempo que se tomaban otra cerveza, «Voy a hacer que hable», aseguró. Llegados al dormitorio, el novelista pidió a su compañero que lo arrojase sobre la cama y añadió: «Quítale las botas. Vamos a chamuscarle los dedos de los pies con una vela».

Mowinckel lo mandó a hacer puñetas antes de liberar al soldadito. Hemingway, sin embargo, sí que prestó a Mouthard una pistola automática para ejecutar a un traidor.

Los siguientes en llegar fueron un grupo de corresponsales de guerra estadounidenses. Sus componentes se mostraron resentidos al saber que Hemingway actuaba de comandante local de Rambouillet. Cuando el periodista de Chicago Bruce Grant hizo un comentario muy poco complaciente acerca de «el general Hemingway y sus maquis», el aludido no dudó en dirigirse a él para derribarlo de un golpe.

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