(Extractos)
La organización del ejército rojo en Asturias
(Ahora, 24 de octubre de 1934)
Es cierto, rigurosamente cierto, que la rebelión ha tenido esta vez caracteres de ferocidad que no ha habido nunca en España. Ni siquiera durante la gesta bárbara de los carlistas hubo tanta crueldad, tanto encono y una tan pavorosa falta de sentido humano. Todo cuanto se diga de la bestialidad de algunos episodios es poco. Dentro de cien años; cuando sean conocidos a fondo, se seguirán recordando con horror. La revolución de los mineros de Asturias, fracasada, no tiene nada que envidiar, en punto a crueldad, a la revolución bolchevique triunfante. No creo que los guardias rojos de Lenin se echasen sobre la burguesía rusa con tan terrible ímpetu. Asturias en dos semanas ha quedado arrasada para mucho tiempo. Pasarán varios lustros antes de que pueda levantar cabeza si España entera no acude en su auxilio. Oviedo, la ciudad muerta, recuerda, apenas se entra en ella, aquellas ciudades del frente occidental devastadas por el fuego cruzado de dos ejércitos potentísimos. Más de sesenta edificios destruidos totalmente - la' mayor parte de ellos, en el corazón de la ciudad y el medio millar de muertos habido en el casco de la población y los alrededores dicen elocuentemente lo que ha sido la revolución.
El más duro apóstrofe contra los revolucionarios se lo he oído a un hombre que indudablemente estuvo con un fusil en las manos disparando contra la fuerza pública. En cambio, el más explícito reconocimiento del humanitarismo de algunos rebeldes me lo hacía con lágrimas en los ojos un rico hacendado al que han arruinado totalmente. Este hombre, que se pasó diez días sitiado en una casa, desde la que estuvo haciendo fuego bravamente contra los revoltosos, mientras estos cogían como rehenes a su mujer y a su hija y las amenazaban con ahorcarlas, me contaba cómo los guardias rojos que las custodiaban se apiadaron de ellas, y cuando, a punto de llegar las tropas, los cabecillas quisieron dar muerte a los rehenes, ellos se opusieron, y por salvarles la vida lucharon con sus propios partidarios.
Hubo uno de aquellos guardias rojos que, viendo la partida perdida en el seno del comité revolucionario, se fue a la prisión y sigilosamente entregó a los prisioneros varias armas, entre ellas una ametralladora, y les advirtió:
- Quieren mataros. Defendeos con estas armas. Cuando vengan a buscaros vended caras vuestras vidas. Es la única solución. Ya os ayudaremos.
Mientras tanto, el comité revolucionario organizaba
el titulado Estado comunista. De momento, la única tarea gubernativa consistía en requisar géneros. Empezaron mandando emisarios con vales a las tiendas; pero como los tenderos, si no se atrevían a oponerse, por lo menos ensayaban una resistencia pasiva bastante eficaz, terminaron extendiendo órdenes de requisa y llevándose los géneros a una cooperativa revolucionaria, a cuyas puertas empezaron a formarse las inevitables colas.
Dos revoluciones en quince días desatadas sobre la región asturiana (25 de octubre de 1934)
En las primeras intentonas de esta utópica revolución social que España está padeciendo no mataban a los guardias. Ni siquiera les hacían prisioneros. Ahora, ante los escombros humeantes de las casas cuartel de la Guardia Civil y los cadáveres de los guardias sacrificados, recuerdo aquellas horas de comunismo libertario en un pueblecito andaluz, La Rinconada, cuando los revolucionarios triunfantes perdían el tiempo en discutir si debían o no encarcelar a los vencidos defensores del Estado burgués, para decidirse, al fin, por soltarlos, consecuentes con sus teorías, que no les permitían convertirse en carceleros. Más tarde, cuando, después de lo de Casas Viejas, vino aquella otra intentona de La Rioja, ya entonces estaban decididos a matar a los guardias. Pero, a pesar de esta decisión, no lo consiguieron porque los guardias tenían unos fusiles y sa v bían usarlos certeramente. Cuando en San Asensio, A Briones, Raro, Cenicero y otros muchos pueblos riojanos los revolucionarios pusieron cerco a los cuartelillos de la Guardia Civil y aprendieron que los guardias no se rendían tan fácilmente ni sus vidas eran tan baratas como ellos habían creído, señalaron la táctica que habían de seguir en la próxima intentona los mineros asturianos.
Y aprovecharon bien la lección. Los mineros de Asturias, al levantarse en armas el día 5 de octubre, iban decididos a acabar con la Guardia Civil a todo trance. Se habían provisto de cantidades enormes de dinamita y en veinticuatro horas —cuarenta y ocho, a lo sumo- todas las casas cuartel de la cuenca minera habían sucumbido y sus heroicos defensores habían sido asesinados. Este designio de aniquilar a la Guardia Civil lo han logrado en Asturias los revolucionarios.
Con la población civil han cometido grandes tropelías, indudablemente; pero, desde luego, muchas menos de las que en buena lógica podía suponerse. Me atrevería a afirmar que casi todas las víctimas de la revolución lo han sido por motivos de venganza personal pura y simple, no porque la revolución triunfante se haya dedicado a la tarea de cortar las cabezas de sus odiados enemigos de la burguesía, según reza la tradicional amenaza.
El gobierno del nuevo Estado
Por lo visto, todo lo que tenían que hacer esos hombres, que no han vacilado ante el sacrificio de millares de vidas, era distribuir a su antojo esos papelitos con los que la gente hacía cola a la puerta de las tahonas y las zapaterías. Ha sido esto lo único que ha hecho el nuevo gobierno revolucionario, sin advertir que esta tarea era absolutamente superflua. El racionamiento de la población civil lo hicieron los bolcheviques en los primeros momentos de su revolución sencillamente porque había en Rusia una terrible escasez, y los víveres, ocultos por los especuladores desde hacía muchos meses, no podían distribuirse de otro modo. Es, sencillamente, pintoresco el complicado racionamiento de una población normalmente abastecida en las primeras horas de un movimiento revolucionario, cuando las tiendas, bien provistas, tenían sus puertas abiertas, y todo aquello respondía únicamente a un absurdo mimetismo, una grotesca simulación que convertía el movimiento en una tragicomedia bárbara.
Ya veríamos lo que hubiesen hecho los revolucionarios, que tan orgullosos se muestran de su sistema de bonos para la distribución de los víveres, cuando a los tenderos se les hubiesen acabado los géneros. De momento, mientras había pan en las panaderías y zapatos en las zapaterías, panaderos y zapateros los daban de grado o por fuerza, con la esperanza de que alguna vez acabaría aquello. Hubiera sido curioso saber qué planes tenían los comités revolucionarios de los pueblos para dar de comer a los vecinos cuando a los tenderos se les hubiesen acabado los géneros.
Rastreando pueblo por pueblo, no he encontrado más indicio de la actuación de los comités revolucionarios que este. Las masas sublevadas asesinaban a los guar. dias, encerraban en las Casas del Pueblo a los represen. tantes de la burguesía, que arbitrariamente trataban de fascistas; satisfacían con verdadera saña algunas venganzas personales, incendiaban tal o cual palacio o iglesia y luego se ponían a repartir bonos contra los tenderos. Al cura de La Felguera le quemaron la iglesia, y luego le mandaron cuidadosamente cada día los bonos de pan necesarios para él y para su hermana.
Publicar unos encendidos manifiestos plagados de imágenes literarias lamentables y con tal prosopopeya, que parece mentira que haya habido hombres que hayan asesinado y se hayan hecho matar por tales estímulos.
«Estamos creando una nueva sociedad», dice un manifiesto del comité revolucionario de La Felguera publicado el día. No he podido todavía encontrar un solo indicio de la gestación de esa nueva sociedad. No es que yo crea que pudiesen crearla; es que tengo la convicción de que ellos tampoco lo creían y no se molestaban en hacer nada para lograrlo.
Dos revoluciones en quince días
Los quince días que los revoltosos han sido dueños de los pueblos mineros han bastado para que fracasase la primera revolución y se hiciese una segunda. La primera estuvo dirigida por los socialistas; constituidos en todos los pueblos los comités revolucionarios a base de la Alianza Obrera, formando parte de ellos, por lo general, dos socialistas, dos sindicalistas y un comunista, se empezaron a repartir los bonos de víveres, se encarceló a los representantes de la autoridad y a algunos burgueses significados, se incendió alguna iglesia y se esperó el curso de los acontecimientos en los que ellos llamaban frentes de combate. La lucha iba mal para los revolucionarios. Las columnas militares estrechaban el cerco y los mineros que voluntariamente iban a pelear a la línea de fuego los primeros días, empezaban a desertar. La rebelión estaba dominada en toda España y las noticias eran desalentadoras.
Hubo, pues, dos revoluciones en quince días; es decir, hubo muchas más, porque en cada pueblo los titulados guardias rojos defendían un tipo de nuevo Estado absolutamente distinto. En Sama, por ejemplo, se implantó el socialismo integral. A tres kilómetros de allí, en La Felguera, lo que triunfaba era otra cosa: el comunismo libertario.
Hay que poner las cosas en su punto (26 de octubre de 1934)
La crueldad suficiente
Como buenos teorizantes del marxismo, los cabecillas de la revolución practicaron lo que ellos llaman «la crueldad suficiente». Asesinaron sin piedad a los guardias civiles porque, dado el espíritu de este cuerpo, necesitaban asesinarlos para tomar ellos el Poder. No asesinaron a más gente porque no era necesario. Este es su punto de vista. Una vez dueños de la situación en toda la cuenca minera, no se produjeron más crímenes; no los necesitaban para entregarse a aquella tarea de los vales y las requisas a la que se dedicaron.
Pero a los cuatro o cinco días de haberse instalado en los Ayuntamientos o en las Casas del Pueblo los comités revolucionarios hubo un momento de crisis en la revolución. España no secundaba el movimiento; las tropas venían; Oviedo resistía aún. En este instante, el dia 11 o el 12, los primitivos Comités revolucionarios se consideraron derrotados e iniciaron la desbandada. Acto seguido apareció en primera fila la fuerza revolucionaria de las juventudes, que tomó de las manos de los viejos dirigentes las riendas del movimiento. Estas juventudes, trabajadas por una propaganda soviética intensísima, conocían al dedillo la casuística de la táctica revolucionaria comunista y, según sus patrones rusos, fielmente seguidos, determinaron que era llegado el momento de salvar la revolución por el terror. Decretaron, pues, el terror, y la primera medida a ponerse en práctica, según sus textos, era el fusilamiento de los rehenes tomados a la burguesía. Tengo la impresión de que así se dispuso, no sé si por una orden superior o por tácito acuerdo de los nuevos comités de cada pueblo. Del 12 al 13 de octubre, si los revolucionarios hubieran sido esos autómatas de la revolución que ellos creían ser, hubieran perecido en Asturias centenares de seres: inocentes. Pero, felizmente para España, la calidad de español es todavía más fuerte que ese ciego doctrinarismo marxista que convierte a los hombres en autómatas. Cuando, según rezaba la tabla revolucionaria, los rehenes debían haber sido ejecutados, surgieron unos centenares de revolucionarios en los que fue más fuerte el sentido nacional de lo humano que el sometimiento a una táctica implacable, y se opusieron a que aquellos horrendos crímenes se perpetraran. Conozco detalladamente el curso de este episodio de la revolución en diez o doce pueblos. Los miembros del primer comité luchan con los del segundo comité para salvar la vida de los prisioneros. En todos lo consiguen, menos en uno, en Turón, donde la inhumana sentencia se cumple inexorablemente, y los rehenes -el director de la mina, unos capataces, unos religiosos y unos militares- son fusilados fríamente junto a las tapias del cementerio. He hablado largamente con el sepulturero de Turrón.
Lo que no debe quedar vivo bajo los escombros (27 de octubre de 1934)
Lo que no puede ser
Pero esto no quiere decir que los revolucionarios, vencidos por la fuerza de las armas, se consideren moralmente vencidos, que sería lo único que acabaría definitivamente con esta pesadilla de la utópica revolución social, que desde hace tres años sacude a España estúpidamente. Ese ademán del guardia rojo que, al darse por vencido, tiende un cigarro a su enemigo y le despide diciendo «otra vez será», no es posible. Tengo a la vista los manifiestos editados el día 18 por el comité provincial revolucionario de Asturias y por algunos comités locales, en los que se leen frases como estas: «Estimamos necesaria una tregua en la lucha, deponiendo las armas en evitación de mayores males...»; «es un alto en el camino...»; «nos creemos, por el momento, vencidos, pero no eliminados para continuar actuando y laborando para un golpe más certero...»; «rendidas por completo las fuerzas de combate y agotada la munición, nuestra única misión es deponer por un tiempo prudencial nuestra actitud y seguir en la siembra, laborando y abonando...».
No, esto no puede ser. A que no sea debe tender desde ahora mismo la acción del gobierno, de este y de todos los que puedan sucederle, de la derecha y de la izquierda, de Fulano o de Mengano. Esto, no.
Cuando escribo tengo a la vista el pavoroso aspecto de las calles céntricas de Oviedo. Da la impresión de na ciudad en ruinas, devastada por un ejército invasor un seísmo espantoso. Manzanas enteras de soberbios hicios se han venido abajo por la explosión de toneladas de dinamita. ¿Cómo ha sido posible que esto llegara a producirse? ¿Es que va a ser posible otra vez algún día?...
El martirio de Oviedo bajo el imperio de la dinamita (Ahora, 28 de noviembre de 1934)
No creo que haya habido una ciudad en la que una revolución haya hecho tantos destrozos como la rebelión de los mineros ha causado en Oviedo. Las referencias que se tienen de la lucha revolucionaria en las calles de Petrogrado y Moscú en 1917, de las devastaciones de la guerra civil en Ucrania y de las revoluciones comunistas en Alemania y Hungría no acusan un porcentaje tan elevado de edificios destruidos, de tesoros artísticos perdidos y de vidas humanas sacrificadas. Costó mucho menos implantar el bolchevismo en las calles de Moscú de lo que ha costado a Oviedo resistir a los mineros. Aquellos famosos diez días «que conmovieron al mundo» fueron positivamente menos espantosos que los diez días de la revolución en Oviedo.
Este récord de destrucción lo explica sobradamente una cosa: la dinamita. Las cantidades de dinamita de que han dispuesto los revolucionarios son fabulosas. En cualquier rincón de Asturias, en la última aldehuela, aparecen todavía camiones cargados de toneladas de dinamita. Si toda ella la hubiesen utilizado, no habría quedado en Oviedo piedra sobre piedra.
Cuando llegue la hora de aquilatar las responsabilidades últimas de lo ocurrido en Asturias, esta de la dinamita será una de las que más estrechamente deberá depurarse. La gente se preocupa de los alijos de armas, de las compras de fusiles en el extranjero y de los saqueos de las fábricas militares; pero acepta como un hecho lógico y natural que los mineros tuviesen esas cantidades ingentes de dinamita, olvidando que el martirio de Oviedo no hubiera sido posible sin las reservas de explosivos de que disponían los revolucionarios.
Yo no sé cómo puede evitarse que los mineros tengan la dinamita que se les antoje en un momento dado; pero estoy absolutamente seguro de que si se quisiera se evitaría. Lo contrario es resignarse a que una ciudad, una región, un país entero estén a merced del coraje de unos millares de mineros arrastrados por una estúpida propaganda revolucionaria.
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