El absurdo debate de las dos revoluciones comunistas
Federico Jiménez Losantos (Memoria del comunismo)
El prestigio sagrado que en las izquierdas de todo el mundo adquirió la guerra de España, último lugar en que fueron felices porque se fingían inocentes, alumbró un debate absurdo que, por falta de extranjeros a mano y rechazo de la mano de obra historiográfica nacional, ha durado décadas: ¿guerra o revolución? ¿Comunismo o anarquismo? ¿Se cargó la guerra de Stalin una revolución estupenda, ácrata, libertaria y simpatiquísima, salida de la entraña de un pueblo secularmente oprimido que se daba el gustazo de poner todo patas arriba? ¿Hundieron la revolución aquellos anarquistas de trata que, tras quemar el dinero, fueron incapaces de luchar contra Franco?
Que los comunistas de Bakunin y los de Marx, o sea, los de la CNT y el PSOE, y los de Stalin y Trotski, o sea el PCE y el POUM, y los no del todo socialistas pero sí del todo izquierdistas, como Azaña, se peleen por culpar a otro de la derrota ante el bando nacional es bastante lógico. Al fin y al cabo, todos estuvieron en una situación de poder en los dos años y medio de guerra y todos fueron derrotados por los nacionales, que eran, como diría Lenin con una intención en su último artículo, menos pero mejores.
Pero la asunción de la ideología o, al menos, de la fraseología comunista ha llevado a notables historiadores a debatir durante décadas si lo que hubo en España fue una lucha entre revolución roja y contrarrevolución blanca (que evidentemente es lo que hubo), o revolución roja y contrarrevolución también roja, pero menos. Si en vez de ponerse en el lugar de los verdugos se hubieran puesto en el de las víctimas, no se habrían hecho la pregunta. ¿Qué más le daba a la monja violada y asesinada, al católico que había sido concejal de la CEDA y lo mataron ante sus hijos, al pequeño propietario rural al que le quemaron la cosecha con él dentro, al juez que cumpliendo la ley había condenado a un pistolero y el pistolero se vengó matándolo ante sus hijos, que la última imagen de su torturador, violador o asesino fuera acompañada por las siglas UHP, FAI, PSOE, PCE, POUM o ERC?
Evidentemente, había una diferencia esencial entre la revolución de los comunistas de Bakunin y de Trotski (la CNT y el POUM) y la de los comunistas de Marx, Lenin y Stalin (PSOE y PCE), que era quién la dirigía, quien mandaba la revolución. Pero todos, también los que luego lamentaron, en la logia o las memorias, las atrocidades de la guerra, hicieron exactamente lo mismo: prohibir a media España el derecho a ser tan libre como la otra media, y si no lo aceptaba, el derecho a vivir. Eso no se produjo en la derecha: nadie llamó en los dos partidos mayores, el Radical y la CEDA, a imponer la revolución burguesas o católica y exterminar al proletariado.
El terror rojo español tenía como modelo a Robespierre y a Lenin, pero Robespierre era el modelo, y este bebía tanto de Marx como de Bakunin, como creo haber demostrado en páginas anteriores. Esa es la cuestión básica en la guerra de España: que hubo gente, mucha gente, en España y el extranjero que se creyó con derecho a matar españoles, como Robespierre siglo y medio antes, y Lenin hacía menos de dos décadas. No a imponer un modelo político, del que carecían, sino a robar y a matar. Unos robaban para matar a la burguesía, otros mataban para robar, y todos acabaron matando a los que iban a misa o tenían una buena casa, o les habían quitado una novia o cualquier otra cosa imperdonable.
Lo malo es que, setenta años después, haya mucha gente que siga pensando lo mismo: que estuvo bien, en realidad requetebién, matar a los enemigos políticos para proteger… lo de siempre: la mentira comunista. En 1936, la democracia no existía; los partidos del Frente Popular de 1936 ya la habían abandonado en 1934, e incluso entonces, Azaña y los republicanos de izquierda solo aceptaban una República en la que mandasen ellos, al modo masónico PRI mexicano, y sus aliados socialistas y comunistas la entendían como un paréntesis burgués ante de cancelar las “libertades burguesas” y empezar a construir de verdad el régimen comunista, a lo Bakunin y Netchaev o a lo Lenin… y también Netchaev, no solo alejados sino contrarios a las libertades de los regímenes liberaldemocráticos europeos o americanos.
Por eso, cuando el 18 de Julio empezaron los crímenes políticos, en nada distintos a los de Asturias en 1934 y los de toda España desde febrero de 1936, los supuestamente demócratas y republicanos, es decir, Azaña, Martínez Barrio y el que Furet llama “blando” Giral (que heredó la Presidencia del Gobierno tras el colapso nervioso y dimisión de Caseres Quiroga y decidió abolir el monopolio de la violencia por el Estado repartiendo armas a las milicias del partido), respaldaron de forma pública, aunque privadamente los condenaran, los miles de asesinatos de supuestos enemigos políticos. La República contra la que atentaron en 1934, un golpe en el que fundaron la legitimidad del Frente Popular de 1936, ni existía ni podía existir. Que todavía se mantenga el mito se debe, sobre todo, a la eficacia de la propaganda soviética y al neocomunismo del siglo XXI.
Pero en parte, se debe a los que en aras de la reconciliación nacional y de la recuperación de una idea nacional española que condenara, el guerracivilismo y asociase a la izquierda al proyecto político de España, hicimos -y me incluyo- desde los primeros años de la democracia una recuperación muy poco crítica de ciertas figuras republicanas, como Azaña.
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