DIEZ MIL KILÓMETROS DE VUELO SOBRE TERRITORIO RUSO
Volar sobre una ciudad como Berlín durante la noche es el espectáculo más grandioso que nos puede ofrecer la civilización. El espíritu humano lleva muchos siglos maravillándose ante el espectáculo del firmamento durante la noche; los poetas de todos los tiempos han cantado la grandeza del Creador cada vez que consideraban la inmensidad del cielo tachonado de estrellas, y puede decirse que el sentimiento de lo sublime en la Naturaleza subsistía ya sólo porque el espectáculo de la noche espolvoreada de luz seguía siendo
insuperable. Pero esto ha sido también superado.
El centro de Berlín es una gran masa incandescente; la Unter den Linden lo que querría ser la pobre y desteñida Vía Láctea; la rudimentaria arquitectura de las constelaciones hecha para sencillos pastores, no tiene ninguna importancia al lado de la difícil geometría de estos millones de lucecitas que brillan allá abajo describiendo el laberinto de las calles de la ciudad; la luz tenue e igual de las estrellas envidiaría las gemas riquísimas de estas estrellas urbanas en las que hay diamantes, zafiros, rubíes, amatistas, esmeraldas y ópalos.
Para el que está a ras del suelo, el nacimiento del día es un acontecimiento súbito; en unos segundos se hace la luz. Caminando hacia Oriente, a dos mil metros de altura, la mecánica celeste que determina el alba es un suceso mucho más lógico.
Hemos cruzado la frontera y estamos ya volando sobre territorio ruso sin haber advertido ninguna solución de continuidad. Menos en eso de las fronteras, la tierra es exactamente igual a como se la habían imaginado los cartógrafos; a cierta altura, y por determinados paisajes, volar es exactamente igual que pasar el dedo sobre el mapa. Se encuentra todo tal y como el cartógrafo lo había previsto. Ahora, incluso están los grandes letreros de las
ciudades escritos sobre el césped de los aeródromos. Todo exactamente igual. Menos las fronteras, que se ve en seguida lo falsas que son, lo que tienen de convencional e inexistente.
Se va entrando en Rusia sin transiciones, suavemente. Sólo se advierte que los tejados de las casas campesinas son más oscuros, más pobres, más viejos. En las repúblicas bálticas, los campesinos cubren sus casas con tejados brillantes de maderas blancas y barnizadas; ya en Rusia, la isba, la rica isba de la literatura mujikista, muestra su cubierta oscura de cañas y barro dando una inequívoca sensación de pobreza al paisaje.
No he visto ningún otro país en el que la población esté tan extendida, tan diseminada sobre la tierra. Cada quinientos metros un grupito de isbas, cada doscientos una cabaña; y así, leguas y leguas. Mientras en el resto de Europa la población se concentra en grandes ciudades, huyendo de los campos, aquí, éstos se hallan realmente habitados. El campesino ruso vive sobre el campo, a solas con él, sin ningún contacto con la ciudad, sin formar siquiera esos pequeños núcleos urbanos que son los pueblos agrícolas de Europa.
El pueblo, la pequeña villa rural, no existe. Aldeas, millones de aldeas de quince, veinte, cincuenta habitantes a lo sumo. Parece imposible que este pueblo, así diseminado, pueda ser gobernado jamás. La tradicional burocracia rusa, aquella formidable máquina que tanto sorprendía a los occidentales y que los soviets han heredado, se explica y justifica por esta fragmentación, esta atomización del pueblo extendido a lo largo de los campos.
El paisaje llega a ser desesperante. La sugestión de la inmensidad es tan persistente que ataca los nervios. Horas y horas de vuelo a una marcha de doscientos kilómetros no ofrecen el consuelo de un cambio de decoración, de un accidente en el terreno, de una ciudad. Nada. Bosques y campos de sembradura sobre una planicie interminable que marca netamente en la línea del horizonte la esfericidad de la Tierra.
La vida rudimentaria, intemporal, eterna, que revelan estas chozas miserables de los campesinos rusos no tiene más signo de actividad superior que las iglesias. Millares de iglesias con sus cúpulas brillantes que levantan sus agujas como único indicio de un anhelo espiritual. Se ve en seguida que hasta ayer mismo ha sido la religión la única actividad espiritual de estos millones de seres apegados al terruño, que se ven desde la altura del avión como hormiguitas que van arañando con la uña del arado la corteza del suelo. Las iglesias en el campo ruso son como la única flora espiritual de esta humanidad parda, del color de la tierra, tierra misma ella todavía. En sus cúpulas doradas o paredes y en sus muros cuidadosamente enjalbegados, ha puesto el campesino ruso toda su capacidad radiante, todo el pigmento de su alma.
Las iglesias van jalonando todo el campo. ¿Se comprende ahora la fuerza indestructible que tiene la religión entre esta gente, fuerza que ni siquiera la gran conmoción del comunismo ha podido neutralizar?
Pero quien sea estrictamente civil, tiene a su lado una sensación nada grata. Incluso irrita un poco su bizarría, su aplomo, ese aire impertinente del que sabe que es el amo. Claro es que, en fin de cuentas, esta impertinencia que en Rusia tiene hoy este buen hombre del pueblo uniformado es la misma que en el resto del mundo tiene cualquier banquero inglés o norteamericano. Con la diferencia a favor suyo de que su derecho a ser impertinente, su inequívoco aire de superioridad se lo ha ganado él mismo, y al otro, al yanqui borracho que venía antes en el avión, por ejemplo, esa superioridad se la están ganando penosamente unos coolíes o unos pobres indios.
viniendo del centro de Europa, no se concibe lo que en Rusia representa cualquier progreso industrial, cómo a los bolcheviques les entusiasma la máquina y cómo la desean; cómo se enorgullecen cuando la tienen y con qué profunda tristeza ven que en muchos años Rusia no podrá equipararse a las naciones industrializadas. El culto a la industria, el fetichismo de la máquina es una de las características del sovietismo.
Saben que el punto flaco del régimen es ése. Ante las necesidades industriales han tenido que ceder en casi todos los puntos fundamentales de la doctrina comunista. El marxismo no podía implantarse más que cuando la industria hubiese llegado a un grado de concentración del que Rusia dista mucho, y ante esta industria rudimentaria, dividida, insignificante, los procedimientos de incautación comunista fracasan fatalmente.
El bolchevique sueña con una industria norteamericanizada de grandes trusts sobre los que pudiera hacer presa fácilmente la garra del marxismo, y se encuentra con una atomización industrial que no hay modo de convertir al régimen comunista.
Por otra parte, sabe que el bienestar del obrero depende del progreso de la industria. A mayor rendimiento, más jornal, mejor vida. Y a mejorar la industria encamina todo su esfuerzo. Hay que conseguir a toda costa, como sea, el perfeccionamiento de las industrias; si hacen falta técnicos extranjeros, se traen y se pagan fabulosamente, prescindiendo de toda teoría comunista. El caso es que la industria rusa pueda pagar el bienestar del trabajador. Hoy, a pesar de la dictadura del proletariado, el obrero de la fábrica vive peor en Moscú que en Berlín, Londres o Nueva York.
Los enemigos profesionales del comunismo atribuyen esto al régimen imperante hoy en Rusia, y hacen de ello su mejor arma para combatirla. Nada más injusto. El comunista va hoy por todas las repúblicas de la Unión predicando con unción evangélica la necesidad de la industrialización, de la máquina, del perfeccionamiento técnico que traerá, al fin, el bienestar del trabajador.
Por eso este compañero mío de viaje se transfigura al contemplar las chimeneas humeantes de las fábricas de Jarcevo, como si tuviese la visión de una Rusia del porvenir en la que la ilusión comunista se hubiese realizado plenamente.
Hemos llegado a Moscú. Sus trescientas iglesias destacan sobre la masa informe de esta extraña ciudad. En el fondo, el sol que va ocultándose finge una alegoría comunista, una de esas alegorías rojas tan inocentes que tanto entusiasman a los bolcheviques.
PASEOS POR MOSCÚ
Apenas se pone el pie en Moscú, se tiene súbitamente, de una vez, la sensación de que aquello ha sido arrasado por la revolución. Se ve en seguida que el bolchevismo ha arrancado de cuajo todo lo anterior, no ya las instituciones de gobierno, sino las raíces más hondas de la vida privada rusa, los fundamentos de la familia, los estímulos personales, todo.
El bolchevique ha querido hacer tabla rasa de todo lo anterior. Esto donde se ve bien es en Moscú, donde no lo ha conseguido.
El comunismo, después de su triunfo en Petrogrado, fija su sede en la ciudad que indudablemente le era más hostil. Moscú no podía ser una ciudad comunista, y al advenimiento del régimen bolchevique se entabla una lucha a muerte entre la ciudad tradicional y el sentido revolucionario.
La revolución ha sacado de sus goznes las hojas de las contraventanas, ha llenado de desconchados las paredes, ha secado los árboles del patio, ha dejado que se desmoronase aquella balaustrada y ha metido tres familias — tres extrañas familias— en lo que antes era cochera de los señores. Pero todo sigue exteriormente igual. Dentro, en las estrechas habitaciones, hay hacinada una humanidad conmovida por la revolución que intenta vanamente acomodarse a las exigencias de los tiempos nuevos. En cada habitación, una familia; en cada familia, una guerra viva. El padre es nepman, el hijo comunista; la madre va todos los días a pedir al pope consuelo para sus tristezas.
Todas las casas que se construyen en Moscú tienen la misma arquitectura. Es esa arquitectura moderna de hormigón armado con grandes huecos apaisados, sin molduras ni cornisas, con las paredes lisas y las fachadas sin pintar: Le Corbusier. Pero este tipo de arquitectura moderna que en las ciudades modernas es tan decorativo, aquí, en el centro de Moscú, al lado de los viejos caserones moscovitas, junto a las cúpulas doradas de las iglesias y rompiendo los trozos supervivientes de las históricas murallas, es sencillamente horrible.
Las aceras están tomadas por centenares de vendedores ambulantes, puestecillos de baratijas, quioscos de refrescos, carros cargados con sandías y melones, encaramados en los cuales, los mismos campesinos venden su mercancía; limpiabotas a millares —únicamente en Sevilla hay tantos limpiabotas callejeros como en Moscú— y vagos profesionales recostados en las paredes.
Todo esto sobre un pavimento de guijarros que evoca el aspecto de las ciudades en mil ochocientos ochenta y al lado de unos caserones imponentes con las fachadas cubiertas de cal, en las que hay grandes desconchados que sus actuales moradores no se han cuidado de cubrir. Lo más destacado de Moscú es la falta de policía urbana, de urbanización. Tengo la seguridad de que la impresión desastrosa que muchos viajeros sacan de Rusia se debe principalmente a este defecto de los servicios municipales. Hay muchas gentes para quienes la civilización no es más que eso, y los soviets ganarían muchos adictos si, haciendo un esfuerzo, tuviesen un Cuerpo de guardias municipales uniformados decorosamente, y en vez de barrer las calles unas pobres mujeres cubiertas de andrajos, utilizaran en la limpieza pública un moderno servicio de relucientes automóviles. En definitiva, un poco de macadam y habría muchos más adictos al régimen comunista.
En general, es un pueblo mal vestido.
Hay, además, un fenómeno muy curioso. Durante los primeros años de la
revolución, fueron proscriptos inexorablemente todos los atavíos burgueses. Como por ensalmo, desaparecieron los chaqués y los esmóquines, los vestidos femeninos llenos de encajes y adornos y los sombreros con plumas y abalorios que por entonces se usaban. Todo esto era demasiado peligroso llevarlo en los años del comunismo de la guerra, y quedó cuidadosamente guardado.
Pero ha pasado el tiempo; el bolchevismo, firme ya, puede permitirse alguna tolerancia; hay un indudable renacimiento de los gustos burgueses como consecuencia de las inevitables concesiones a la burguesía, y aquella pobre gente de la clase media, que durante diez años ha tenido que vestirse con la sobriedad comunista, empieza a sacar tímidamente las viejas prendas tan amadas. El espectáculo es sorprendente. Después de diez años, nos encontramos de súbito en Moscú con una mujer vestida irreprochablemente a la moda que se llevaba en Londres o en París al final de la guerra. Estas pobres mujeres de la clase media creen que, después de los once años de régimen comunista, la moda de Occidente sigue siendo la misma y portan bizarramente sus toaletas anticuadas con una inconsciencia que da pena. ¡Pobre gente!
El comunismo, que aspira a ser tanto como un sistema económico, una norma moral, se preocupó desde el primer momento de proporcionar al pueblo, a más de lo indispensable, el modo de satisfacer la humana necesidad de esparcir el ánimo honestamente; la deshonestidad, para los comunistas, está fatalmente en todos los esparcimientos burgueses. Y sirviendo a esta necesidad, se construyeron varios parques de recreo en Moscú.
Uno de ellos, el más importante y el más típicamente comunista, es el titulado «Parque de la Cultura y el Descanso». Está emplazado en la orilla del Moscova y ocupa una vasta superficie en la que se han trazado parterres ingleses y macizos de flores encuadrados por anchas calles cubiertas de albero e iluminadas con potentes focos hasta última hora de la noche.
En este parque se han levantado unos cuantos edificios de audaz arquitectura moderna, decorados con colores radiantes, en los que hay exposiciones permanentes de la industria moscovita, muestras de los productos del campo y demostraciones gráficas por medio de cuadros estadísticos, dibujos comparativos, cifras y fotografías —todo el material de propaganda soviética— de la creciente prosperidad de Rusia bajo el nuevo régimen.
El culto al deporte es ya entre los bolcheviques una verdadera liturgia. Con cualquier pretexto, el joven comunista se aligera de ropa y se pone a hacer gimnasia allí donde le place.
A las orillas del Moscova acudía una gran muchedumbre de hombres y mujeres para bañarse. Estos bañistas consideraron que el taparrabos era un prejuicio burgués y lo suprimieron. Desnudos como su madre los pariera entraban en el agua y salían de ella, merodeaban por los jardines y se tumbaban al sol en los muelles. Pero un día pensaron que esto de andar desnudos por las orillas del Moscova y vestidos por el centro de Moscú era también un prejuicio burgués. En el desnudo no hay ninguna deshonestidad, y un buen comunista podía mostrar su desnudez en la Plaza Roja sin que nadie tuviera derecho a escandalizarse. Siguiendo este razonamiento, uno de aquellos bañistas del Moscova subió una mañana al tranvía y se presentó en las calles céntricas con su paradisíaco atavío. Según la propaganda comunista en cuestiones de moral, esto era perfectamente lícito, y tras aquel revolucionario se lanzaron otros muchos. Las calles de Moscú empezaron a verse salpicadas de ciudadanos perfectamente en cueros que subían a las plataformas de los tranvías y entraban en los restaurantes con la misma indiferencia que si portasen el más correcto chaqué.
Para evitar este grotesco espectáculo, las autoridades comunistas, que no podían invocar razones de moral, tuvieron que hacer una enérgica campaña sanitaria y decir a los practicantes del desnudo que su desnudez les exponía al contagio de terribles e innumerables enfermedades de la piel. Había que vestirse para subir a los tranvías e ir al cine, pero no por ningún prejuicio burgués, sino para reservarse de la sarna. Gracias a este arbitrio, Moscú no se convirtió durante el verano en una colonia centroafricana.
En los parques y jardines hay todavía cierta libertad. Esta propensión del ruso a desnudarse es inalienable. Pero, en fin, se contentan con quedarse en camiseta. En camiseta de sport hay mucha gente que hace la vida de sociedad en Moscú.
El Hotel Savoy es uno de los pocos signos del capitalismo que quedan en la Rusia soviética. De buena gana los bolcheviques lo hubieran hecho desaparecer; pero lo necesitan, es una de sus concesiones al capitalismo.
Esto, sin embargo, no nos permite creer que la vida comunista de los moscovitas tiene ninguna contaminación burguesa. Yo he llevado al Hotel Savoy a comunistas de Moscú que, al descubrir aquel ambiente burgués en la sede del comunismo, se maravillaban como si súbitamente hubiesen sido transportados a otra época.
Vestir, simplemente vestir, como sea, es ruinoso para la economía de estas gentes. Yo creo que la impresión desastrosa que mucha gente ha sacado de Rusia se debe a que es un pueblo de gente mal vestida.
Pero, además de esto, la vida del hombre civilizado exige una porción de pequeñas cosas sin importancia, de bagatelas, de naderías, que es imposible suprimir aun teniendo el más puro sentido comunista de la existencia. Y todo esto no podrá tenerse en Rusia durante mucho tiempo.
NIÑOS, MUJERES, POPES Y TENDEROS
Desde el triunfo del bolchevismo, el pope «bebe para olvidar». La tragedia de la iglesia ortodoxa dentro del régimen soviético es una tragedia disuelta en alcohol.
El partido comunista, siguiendo su táctica un poco jesuítica de siempre, cuando se topó de cara con la iglesia, no se atrevió a darle la batalla francamente. El pueblo ruso era, y sigue siéndolo, el pueblo más religioso del mundo. No se trata de una religiosidad militante, disciplinada y concreta, sino un difuso sentimiento religioso, mezcla de superstición y de idolatría, tan arraigado en el fondo del alma rusa que hasta los bolcheviques que se atrevieron con todo, se detuvieron prudentemente antes de atacarlo a fondo.
Pudieron haber suprimido al cura como suprimieron al comerciante, al patrono y, en general, a toda la burguesía. Los sótanos de la Checa habían probado ya su capacidad para eliminar una clase social entera, por fuerte y numerosa que fuese. Pero con el cura, acaso por temor a una explosión de ese difuso sentimiento religioso tan arraigado en el alma del pueblo ruso, tal vez porque los comunistas han puesto siempre un exquisito cuidado en evitar que se formase la aureola del mártir alrededor de sus víctimas, y la Iglesia es maestra sapientísima en la elaboración de mártires, el caso es que se siguió
otro procedimiento de eliminación: el de sitiarlos por hambre.
Se nacionalizaron todos los bienes religiosos: hasta los ornamentos del culto. El pope se encontró de la noche a la mañana con que no tenía más que la sotana que llevaba puesta.
¡Pobres popes rusos! Yo he visto a uno que llevaba todo el verano durmiendo bajo la bóveda del firmamento. En Moscú hay un pavoroso problema de viviendas, y la dictadura del proletariado distribuye las habitaciones de que se dispone según la utilidad social del que las demanda. El cura, según los bolcheviques, no desempeña en Moscú ninguna función necesaria, y no tiene, por tanto, derecho a habitación. Considerado como una superfluidad, el pope ve claramente que está condenado a perecer. Y consciente de su fin próximo, desesperado, se entrega a la bebida.
Para congraciarse con la dictadura del proletariado, algunos
popes izaban la bandera roja sobre las cúpulas doradas de sus iglesias, y en su propaganda intercalaban citas de Marx, Engels y Lenin a los versículos de la Biblia.
A pesar de todo, el pueblo sigue siendo religioso. Pero el pope ha perdido todo su prestigio. No hay paridad posible entre la significación social de un cura católico o protestante y un pope ruso.
Cuando abre su tiendecita no sabe qué nueva calamidad va a traerle el nuevo día. Puede esperar que de un momento a otro le confisquen sus pobres géneros, le insulte la muchedumbre o le encarcelen agentes de la GPU. El comerciante, este pequeño y humilde hombre de la tiendecita, es el paria de la Rusia soviética.
Empezó el régimen bolchevique por la abolición de todo el comercio privado. La persecución que entonces se hizo contra los comerciantes fue implacable. Los agentes de la Checa llegaron hasta el extremo de actuar como agentes provocadores del comercio ilegal para poder encarcelar a los comerciantes. Se disfrazaban de campesinos y tentaban la codicia de los comerciantes ofreciéndoles artículos a bajo precio para su reventa. Si el pobre comerciante se dejaba tentar por su indesechable afán de lucro y entraba a discutir la oferta, iba a dar inmediatamente con sus huesos en las prisiones de la Checa, de donde no salía ordinariamente sino para la deportación.
El nepman es el enemigo del proletariado, que al ejercer ahora la dictadura, no tiene ningún escrúpulo en cometer con él toda clase de injusticias sociales. Al nepman se le acorrala por todos los medios, se cargan sobre él todos los tributos, se le priva de toda existencia social, no tiene derecho al voto, se niega a sus hijos el acceso a las universidades.
De todas las actividades burguesas combatidas por el comunismo, es esta del comercio la que con más pujanza retoña siempre.
Pero el comerciante no desaparece nunca; se transforma en agente de compras al servicio de la cooperativa, y dentro de ella sigue trabajando, guiado única y exclusivamente por su afán de lucro personal, que al fin y al cabo encuentra el modo de satisfacerse. Así se da el caso de que la cooperativa del Estado, caída en manos de comerciantes, pierde toda su virtualidad, y el comprador advierte un día que ha de pagar tan caras las cosas en el establecimiento cooperativo como en la tienda privada.
Para evitar este retoñar incesante del espíritu burgués, los bolcheviques tendrían que hacer una revolución cada cinco años. La burguesía retoña siempre, y cada vez bajo disfraces más hábiles.
En los países monárquicos, ¿no se les hace monárquicos a fuerza de colocarles retratos de los reyes, y en los republicanos no se convierten a la república por la sola sugestión de las alegorías cromolitográficas?
Ha sido la mujer quien ha sufrido más duramente las consecuencias de la revolución. El tránsito del viejo régimen al régimen comunista se ha hecho principalmente a costa de la mujer. Y, caso curioso, es la mujer rusa la que defiende y, en gran parte, mantiene el comunismo.
Las primeras arremetidas del comunismo fueron contra todos los atributos de la feminidad. Se les quitaba el derecho a educar a sus hijos, se condenaban sus ancestrales virtudes domésticas, se despreciaba su fidelidad al marido y su humildad ante el pater familias, se iba, en la propaganda del comunismo, hasta los tibios rincones del hogar que ella había cuidado amorosamente para destruirlos implacablemente al grito de «son prejuicios burgueses».
El sentimiento revolucionario de la mujer, lo mismo entre las aristócratas que entre las aldeanas, es siempre superior al del hombre.
Súbitamente, la mujer rusa se encontraba en la calle, abandonada por el hombre y desprovista de sus seculares atributos, casi desnuda. Entonces no tuvo más remedio que sumarse a la revolución. Y lo hizo con el fervor que la mujer es capaz de poner en su esfuerzo cuando se cree investida de una misión providencial.
En 1924 había más de sesenta mil mujeres que formaban parte de los soviets rurales, y en la actualidad pasan de cien mil. Los congresos cantonales tienen unos veintitrés mil miembros femeninos, y mil doscientas mujeres trabajando en los soviets de los cantones. En la provincia de Moscú, el 20% de los presidentes de los soviets rurales son mujeres. En los comités ejecutivos provinciales el 21% de los miembros son también femeninos. (Perdón. He formado el deliberado propósito de no hacer en mi reportaje sobre Rusia una sola referencia a los datos estadísticos que tanto aman los bolcheviques, pero
en este caso las cifras eran elocuentísimas. No reincidiré).
En pago a esta colaboración, el comunismo ha dado a la mujer lo siguiente: mayoría de edad a los dieciocho años, con la plenitud de todos los derechos civiles; facultad de ser elegidas desde esa edad para todos los cargos de la Unión, transformación del matrimonio en un simple acto de registro, sin más finalidad que hacer constar oficialmente la comunidad de intereses de dos personas unidas libremente; divorcio a demanda de las dos partes o de una sola; separación de bienes; derecho de la mujer a conservar su apellido, a fijar el lugar de su residencia independientemente de la voluntad del marido. La ley establece, sin embargo, que los cónyuges se deben ayuda mutua en los casos de paro forzoso, de enfermedad o de incapacidad para el trabajo, y estas obligaciones no pueden eludirse ni aun por medio del divorcio. La poligamia está penada, y cada uno de los cónyuges tiene derecho a exigir del otro, antes del casamiento, un certificado médico de sanidad. Los hijos no son legítimos ni ilegítimos; todos son iguales, y sus padres están obligados a alimentarlos y educarlos —en tanto el Gobierno soviético no esté en condiciones de hacerlo —, contribuyendo por partes iguales. En caso de separación de los cónyuges, el que conserve consigo al niño tiene derecho a percibir del otro, sea el hombre o la mujer, una pensión alimenticia.
La mujer trabaja como el hombre y con el mismo salario; tiene acceso a todos los talleres, excepto a aquellos en que la labor se considera nociva para su salud. El trabajo de noche les está absolutamente prohibido, y tienen dos días de descanso al mes con salario; se les paga igualmente el salario durante ocho semanas antes del parto y ocho semanas después. Mientras amamanta al hijo, la obrera tiene derecho a dos interrupciones de media hora cada una durante la jornada de trabajo. Desde 1917 están abolidas las penalidades contra el aborto, aunque éste sólo se puede practicar en los establecimientos sanitarios oficiales, y para ello se tropieza siempre con ciertas dificultades burocráticas, a no ser en los casos en que lo consideren indispensable.
Todas estas conquistas dan un aire bizarro y satisfecho a las mujeres rusas. Cuando ellas se refieren a la vida de las mujeres en los países capitalistas, tienen el mismo tono conmiserativo que las nuestras usan para condolerse de las mujeres mahometanas, por ejemplo. Están tan orgullosas de sus conquistas, que por nada del mundo volverían al régimen anterior. Este fervor revolucionario es tal, que cierran los ojos a la realidad, y ni siquiera ven las terribles dificultades materiales con que tropiezan en la situación actual de Rusia para el desenvolvimiento de su vida. La crisis de trabajo, que de hecho invalida todas las sabias medidas de protección a las trabajadoras, la escasez de viviendas, que impide la formación de matrimonios, y el atraso de la industria, que le priva de lo más indispensable, incluso de vestirse y calzarse, no son para ella más que accidentes. Yo he visto a estas muchachitas comunistas pasear altivamente arrebujadas en una vieja chaqueta de hombre y con un trapo basto de tejido aldeano liado a la cabeza por todo atavío. Es maravilloso ver cómo han prescindido aun de lo que nosotros creíamos sustancial en la naturaleza femenina.
Claro es que esto es sólo en lo que se refiere a la minoría que hoy rige los destinos de Rusia. Pero esta minoría es, de hecho, lo único que hay en la masa amorfa de los millones de habitantes del territorio ruso. Ya sé que, además de estos millares de muchachitas comunistas que van en piernas o con calcetines porque no hay medias, hay muchos miles de mujercitas que darían todas las conquistas de la revolución por un par de medias de seda.
Y, en esto, va a darse un caso muy pintoresco. El Gobierno soviético está invirtiendo grandes sumas en la creación de fábricas de seda artificial distribuidas por todo el territorio ruso. Pero no porque se conduela de esta necesidad burguesa de las jovencitas de la Unión, sino simplemente porque las fábricas de seda artificial se pueden transformar rápidamente en un momento dado en fábricas de productos químicos para la guerra.
¡Prodigio de la Química que vincula la defensa armada de la revolución en la supervivencia de una fruslería gruesa: las medias de seda!
La espantosa mortandad producida en Rusia, primero por la guerra, después por la revolución y finalmente por el hambre de 1921, creó este pavoroso problema de los niños abandonados. El padre había sido asesinado por las balas de los alemanes, de los ejércitos contrarrevolucionarios o de la Checa; la madre había sucumbido de inanición, y por un verdadero prodigio de la naturaleza, el hijo subsistía.
Pero con ser espantoso el pasado de estos muchachos, su porvenir es mucho más espantoso aún. ¿Qué van a hacer, para qué van a servir en la sociedad humana unos hombres criados como las fieras? Yo confieso que, a despecho de todo sentimiento humanitario, he tenido, siempre que he pasado junto a una de estas bandas de golfillos, una desagradable sensación de miedo y de repugnancia, esa sensación tan clara para los cazadores que hace empuñar mecánicamente la escopeta cuando se advierte la proximidad de una alimaña.
Esta de los muchachos abandonados es la gran vergüenza del régimen soviético. Yo no cometo la injusticia de culpar de ella a los bolcheviques. Ellos han hecho todo lo que podían para evitarla. ¡Pero podían tan poco!
Bajaban las palomas en bandadas a buscar el sustento que la buena gente les ofrece. Agazapado detrás de una farola, un golfillo de diez o doce años a lo sumo acechaba. Súbitamente, como un gavilán, el golfillo ha saltado de su escondite, ha prendido en la garra una paloma y ha emprendido una carrera desesperada con su presa escondida en el pecho. La buena gente comunista que ha presenciado la escena se ha lanzado en persecución del golfillo. Un guardia rojo le ha intimado a que se detuviera inútilmente. Si le coge, el castigo hubiera sido ejemplar.
POLICÍAS, PERIODISTAS, SOLDADOS.
Los soviets tienen hoy la mejor Policía del mundo. Es tan buena, está tan maravillosamente organizada, que ni siquiera se advierte su existencia. Yo he recorrido Rusia de punta a punta, he andado a mi placer por ciudades importantes y por aldeas, he viajado solo, siempre solo, sin decir a nadie adonde iba ni con qué objeto, en avión, en ferrocarril, en auto y hasta en carro. Nadie me ha molestado nunca, ni me ha pedido un documento, ni me ha puesto la menor dificultad.
Tengo, sin embargo, la impresión de que se me han seguido los pasos y de que se ha sabido en todo momento adonde iba y con quién me entrevistaba. Sería cándido suponer lo contrario. Pero no me ha ocasionado ni la más mínima molestia; como si yo fuese el amo de Rusia. Por eso afirmo que la Policía soviética es la mejor del mundo.
Después he tenido ocasión de comprobar la omnipresencia de los agentes de la GPU. Lo ven todo y lo saben todo. Piénsese que no sólo sus directores sino muchos de sus agentes han sido cocineros antes de frailes; es decir, que han estado muchos años burlando a la Policía del zar o cayendo en sus garras. Son, indudablemente, la gente que estaba mejor preparada para organizar una Policía política. Imagínese lo que sería la Guardia Civil española si estuviese algún día en manos de los gitanos.
Como Policía política, la GPU es la mejor del mundo. Ahora bien, como Policía criminal es absolutamente ineficaz. Aún no ha podido reprimir el bandidaje en los campos y en los trenes, y ni siquiera responde de la seguridad del transeúnte que se aventura a horas avanzadas por las barriadas extremas de Moscú. No es su oficio, sencillamente.
El partido comunista no tiene por la Prensa ninguna simpatía. Los bolcheviques consideran el ejercicio del periodismo como la manifestación más clara del servilismo de los intelectuales a la burguesía. Esta enemistad está sobradamente justificada. Los leaders del bolchevismo han sido víctimas de las más furiosas campañas de la Prensa, y todavía son los periódicos dependientes económicamente de las empresas capitalistas los que mantienen en el mundo el cerco al comunismo. Cuando en los primeros días de noviembre de 1917 los bolcheviques eran dueños de Petrogrado, y los obreros, soldados y marinos, ejecutando las disposiciones del Comité Militar Revolucionario reunido en el Instituto Smolny, ocupaban triunfalmente las calles de la ciudad, todavía los periódicos de Petrogrado, fieles a la causa de la burguesía, más o menos disimuladamente, arremetían contra ellos ferozmente, y dando gritos de espanto ante lo que llamaban el fin de la civilización, azuzaban a la juventud intelectual y burguesa lanzándola al combate contra los proletarios.
Para los bolcheviques, la Prensa no merece ninguna consideración de índole moral; no es más que un arma de combate absolutamente inerme por sí sola, de la que se dispone desde el Poder como se dispone de las ametralladoras o de los carros de asalto. Se incautaron de ella del mismo modo que se incautaron de los depósitos de municiones, y no han tenido nunca la sospecha de que, actuando independientemente del Poder público, la Prensa pueda realizar ninguna función social.
A pesar de todos sus pecados, el periodismo es insustituible. El partido comunista no ha tenido más remedio que respetar su forma tradicional y darle una apariencia de libertad, aunque en el fondo lo tenga completamente sometido.
El soldado rojo desfila siempre cantando. Durante la marcha, se acompaña él mismo con una melopea triste y amenazadora formada por mil voces desiguales que van repitiendo unas terribles palabras de guerra. Cada pelotón de soldados canta su canción preferida; pero todas ellas tienen el mismo estribillo. Una frase que, al rato de estarla oyendo mientras los batallones pasan, llega a ser una obsesión: la guerra, la guerra, la guerra.
DESDE MOSCÚ AL CÁUCASO CÓMO SE VIAJA POR RUSIA
Los soviets no se han atrevido todavía a acometer el desarme de la población civil, pero reprimen con dura mano, por medio de los tribunales de justicia, todos los crímenes, principalmente los originados por la venganza y el odio entre las familias; aquí frecuentísimos.
El calzado es un privilegio reservado exclusivamente para el varón adulto.
El carricoche del aldeano se pone en marcha, llevándonos encaramados sobre unos haces de hierba. El tránsito por los caminos de Rusia es un arrastrarse penosamente con espantoso traqueteo sobre los surcos y los arroyuelos, con la impresión de que no se avanza un paso en aquella inmensidad. Para soportarlo, es preciso tener el sentido del tiempo que tiene esta gente. Su sentido del tiempo y sus riñones.
Para poder llegar cuanto antes a la estación de ferrocarril nos ponemos de acuerdo con la única persona inteligible que hay en Svorovska: un granjero alemán.
Toda Rusia, sobre todo el Sur, está poblada por estos alemanes que vienen a cultivar esta tierra feracísima que, a pesar de todas las trabas revolucionarias, les rinde pingües beneficios.
Ser comunista en Rusia es como pertenecer a una clase aristocrática. Los comunistas han formado desde luego una especie de aristocracia que es la que rige hoy los destinos de Rusia. El acceso a esta clase es tan difícil como el acceso a cualquier aristocracia. No es comunista todo el que quiere.
Se ha dicho, para demostrar la inconsistencia del régimen soviético, que los comunistas no pasan en Rusia de setecientos mil, pero este argumento es falaz. Si los comunistas abriesen la mano en la admisión de afiliados, si no fuesen tan duros en las depuraciones que hacen frecuentemente para excluir de sus filas a todos los que no les merecen una absoluta confianza, podrían volcar íntegro el censo de Rusia en el partido. Todo habitante de Rusia consideraría hoy como un privilegio el pertenecer al partido.
Tampoco quiere decir esto que toda Rusia sea comunista, no. Es que el comunista goza de una situación privilegiada que todo el mundo envidia.
El camarada Rojklin quitó el seguro a la browning, metió una bala en el cañón y nos invitó a subir a un furgón donde, parapetados detrás de la casilla de un guardafrenos, recorrimos un trayecto de veinticinco kilómetros en unas dos horas y media, viendo cómo por los techos de los vagones saltaban unas sombras nada tranquilizadoras.
EN LOS SANATORIOS DEL SUR LOS TRABAJADORES RESPONSABLES
Todos los viajeros del Sur de Rusia, incluso los de las líneas aéreas, han de hacer noche en este evacopunt, que es exactamente como el dormitorio de un cuartel o un hospital. Limpio, sí, pero descuidado, inconfortable, con ese ambiente desagradable de las cárceles, los cuarteles, los monasterios o los hospitales, que por muy modernos e higiénicos que sean dan siempre la sensación insufrible de la manada humana. Es lo peor del comunismo. Para soportarlo será preciso dotar a la gente de una nueva sensibilidad.
Yo creo que esta gente la tiene ya. El pudor de la intimidad, el escamoteo que de sus necesidades elementales y de su vida privada hace el hombre civilizado en relación con sus semejantes, no existe aquí. La vida en la Rusia comunista se hace auténticamente en común, en comunidad, y el hombre convive con el hombre tan íntimamente que no hay repliegue de su personalidad ni movimiento o necesidad fisiológica que se oculte a los ojos de los demás. Esta vida en común acaso aproxima más a los hombres, tal vez sirve para destruir ese falso sentido de la personalidad que se tiene estando encerrado en la celdita hermética del hogar; pero para llegar a esto, ya digo, hace falta una sensibilidad distinta de la que hoy tienen las masas burguesas.
Teóricamente, la diferencia del concepto de la vida que tienen el burgués y el comunista estriba en que uno cree que hay una parte de humanidad que es pecado exhibir, y el otro considera que todo lo humano debe mostrarse sin hipocresías. El burgués se avergüenza de ser como es, y ahorra a sus semejantes el espectáculo de su parte impura; considera que hay un sector de su existencia que es perfectamente vitando, y lo oculta. El comunista, por el contrario, no tiene vergüenza de nada. Así es el hombre y así debe manifestarse.
Hay que admitir que el hombre es mejor cuanto más desnudo está. Yo creo que la humanidad no será absolutamente humana mientras no saque a la luz del día ese fondo turbio, inexplorado, cerrado bajo siete candados morales que hay en ella. Pero yo tengo todavía una sensibilidad exacerbada, un pudor de herencia inmediata, un arrastre de viejas supersticiones que me hace rechazar el contacto con el hombre tal como es, en estado de naturaleza.
En la Rusia comunista, uno se siente saturado de humanidad, ahíto de vaho humano. Y esto, aunque parezca extraño, son muy pocos los hombres de nuestro tiempo capaces de soportarlo.
Todos esos tipos de intelectuales, artistoides, platónicos amantes de la humanidad que en Occidente sienten veleidades comunistas se horrorizarían si vieran de cerca lo que es la vida comunista. Y no lo digo en daño del comunismo, sino de ellos.
El Gobierno soviético, apenas terminada la guerra civil, se incautó de todas esas posesiones particulares y las transformó en sanatorios para la clase trabajadora. Aparte los grandes establecimientos termales, que no han hecho más que cambiar de huéspedes, hay muchos centenares de fincas particulares que han sido transformadas en casa de reposo para los obreros. En ellas siguen incluso los mismos criados del antiguo barine que hoy prestan sus servicios al tobarich carpintero, minero o albañil que el Gobierno de Moscú les manda. Como había millares de estas fincas, y donde antes vivía un solo señor hoy se acomodan holgadamente veinte o treinta trabajadores, que cada dos o tres meses se renuevan, la cifra de obreros que gozan de esta asistencia social es realmente considerable.
Una de las cosas más características del comunismo puro —es decir, del comunismo de provincias, no el de Moscú— es la implacable supresión de toda frivolidad. Nada de bailarinas, ni de cupletistas, ni de prestidigitadores, ni de números cómicos. Música sinfónica a todo pasto y agua mineral.
Esto de la coquetería femenina es, sin embargo, una supervivencia burguesa. La comunista auténtica no se atavía más que con su propia belleza. La moral comunista —que para los burgueses no es más que una deliciosa o terrible inmoralidad— les permite exhibirse con la falda por el muslo, el pecho, la espalda y los brazos absolutamente desnudos. En cuestión de moralidad, el comunismo no prescribe más que lo que cuesta dinero.
La posición del comunista ante el burgués es indeclinable. Que pague, que sufra, que reviente. Podrán los comunistas, si los necesitan, pactar con los burgueses, aprovecharse de sus virtudes, utilizarlos para el desempeño de esas funciones en las que estaba educada la burguesía capitalista, pero siempre, en todo momento, la vida de Rusia, tal como está organizada por los bolcheviques, se encamina a la extirpación del burgués.
En los días que he estado recorriendo los sanatorios del Cáucaso he visto la ruina fisiológica que son muchos de los edificadores del socialismo. Efectivamente, pocos son los trabajadores responsables que no tienen que venir a estos sanatorios durante alguna temporada para reparar sus fuerzas. El desgaste que la labor gubernamental produce hoy en Rusia, no hay fortaleza humana capaz de resistirlo.
En la Rusia zarista, como en la de ahora y la de siempre, los acontecimientos no tienen ese desenvolvimiento normal que hay en Occidente. Hay en Rusia un arrastre de razas distintas de la nuestra que da a la vida un sentido incomprensible para nosotros. El comunismo, que es una creación occidental, se encuentra con esa barrera infranqueable, y los hombres que luchan por introducirlo tienen que hacer cada día, cada hora, un esfuerzo que está por encima de las posibilidades humanas.
Yo, que no soy comunista, quisiera saber qué fuerza ideológica hay actualmente en el mundo capaz de provocar un heroísmo semejante.
LA CIUDAD BLANCA Y LA CIUDAD NEGRA DE BAKÚ
Esta ciudad negra de Bakú, denegrida, enrarecido el aire por las emanaciones de la nafta, invadida por los detritus y el humo de las refinerías, poblada por una muchedumbre harapienta que no ha conocido jamás ninguna de las ventajas de la civilización, con casas como muladares y hombres como bestias entrapajadas, llenos de roña y de miseria, es uno de los espectáculos que le avergüenzan a uno de ser hombre, y que, cuando no se está en Rusia, hacen nacer en uno el sentimiento comunista.
Si toda esa gente que ha ido a Rusia pagada por los Gobiernos capitalistas para hacer campaña en contra del Gobierno de los soviets, en vez de quedarse en Moscú, hubiese venido aquí, con sólo describir las dos ciudades de Bakú, la ciudad blanca y la ciudad negra, hubiese conmovido al mundo en contra del régimen comunista.
Cuando se espera que los fracasos y concesiones de la teoría marxista — impuestos únicamente por el fracaso de la revolución mundial— traigan aparejada la ruina del régimen soviético, se olvida que no es sólo el comunismo lo que mantiene en Rusia a los bolcheviques. Éstos son hoy el Gobierno nacionalista más fuerte que hay en Europa. La intervención extranjera, que a raíz de la revolución atizó la guerra civil, no sirvió más que para exaltar el nacionalismo ruso y poner incondicionalmente al lado de los comunistas a todas las fuerzas nacionales.
Hay un caso clarísimo: en Bakú se está erigiendo un monumento a los veintiséis comisarios del pueblo muertos allí por los ingleses durante la guerra civil. Estos veintiséis comisarios del pueblo, que murieron en defensa de un ideal revolucionario, han ido perdiendo con el tiempo el verdadero sentido de su heroísmo, y hoy, en vez de mártires del marxismo, son glorificados por el pueblo ruso como héroes de la independencia nacional. La gran fuerza del comunismo ruso radica hoy en el nacionalismo más exaltado.
A la entrada de la explotación hay una imagen de Lenin pintada y recortada en madera. Esta silueta y la bandera roja ondeando sobre el pabellón de las oficinas son las únicas señales de que allí no impera el régimen capitalista. Dentro, las condiciones de trabajo son las mismas que en cualquier explotación capitalista, el aspecto de los obreros idéntico, la disciplina igual, más dura aún, si cabe.
En los diez años que han transcurrido después de la revolución, no se ha pensado en el mejoramiento del obrero, sino en el mejoramiento de la producción. Producir más, mejor y más barato ha sido el lema de los directores soviéticos. Ya vendrá después el mejoramiento del obrero.
Es más; mientras se mantienen unos jornales insuficientes para proporcionar una vida siquiera tolerable al trabajador, se pagan sueldos enormes a los directores técnicos de las explotaciones. En esto, Lenin dio la norma sin ninguna vacilación: hay que proporcionarse a toda costa el personal técnico capacitado para dirigir las explotaciones industriales; pagando lo que sea, consintiendo las desigualdades más irritantes, de cualquier modo. Siguiendo esta consigna, los soviets han procurado atraer a ingenieros alemanes y norteamericanos, a los que pagan espléndidamente. Estos técnicos gozan en el régimen comunista de todos los privilegios y exenciones. Prescindiendo de todo doctrinarismo, hay que tenerlos contentos porque son indispensables; lo primero es el perfeccionamiento industrial; después vendrá el mejoramiento de la clase trabajadora.
Esta desigualdad de trato va creando en Rusia una nueva burguesía: la de los técnicos, los hombres que saben que sus conocimientos son indispensables para el desenvolvimiento del régimen, esta nueva burguesía, fomentada y mimada por el Gobierno soviético, es peor aún que la anterior. Es el elemento corruptor más grande que hay dentro del régimen comunista. Gente sin ninguna solidaridad con la obra revolucionaria, que aspira únicamente a enriquecerse aprovechándose de las necesidades de la dictadura del proletariado y que está siempre dispuesta a mezclarse en los manejos del capitalismo.
Mientras los pozos de petróleo de Bakú rindan las toneladas necesarias para el abastecimiento del mercado, el régimen comunista está asegurado. A los soviets no les importa estar en franca guerra con el mundo capitalista mientras tengan en sus manos la mayor parte del petróleo que se consume.
Ahora bien: todo se acabaría súbitamente si Rusia descuidase su producción petrolera o la pusiese en manos extranjeras. Por eso, lo importante es mantener y aumentar las explotaciones. Aunque haya que tolerar una clase social enemiga del comunismo, como es la de los técnicos, y aunque el trabajador tenga que soportar unos años más el régimen de explotación capitalista.
Tatiana Alejandróvna deja un momento los remos para hablarme de la acción de los comunistas entre los musulmanes.
—Hemos hecho —me dice— una campaña formidable. No sabe nadie lo que era la vida en las aldeas musulmanas. En Occidente se tiene la idea de que el harén es un lugar de placer fastuosamente decorado, en el que llevan una vida regalada y triste unas bellas mujeres. Es una visión literaria, de opereta. Ustedes no pueden imaginarse lo que era un harén, la cueva inmunda, la pocilga donde vivían hacinadas esas pobres mujeres mahometanas, llenas de miseria, hambrientas, convertidas en arpías.
»Nosotras las comunistas —agrega Tatiana Alejandrovna muy orgullosa— hemos acabado con eso. El harén está prohibido por el Gobierno soviético, y nosotras mismas hemos ido a sacar de él a esas pobres mujeres y a enseñarles que hay una vida mejor, más clara, más alegre. Ha sido preciso que anduviésemos con un gran tacto, porque no se pueden atacar directamente los prejuicios religiosos de esa gente. Hay que ir dando la vuelta. Por ejemplo: los soviets no se han atrevido a prohibir los velos. Las musulmanas pueden seguir tapándose la cara, según los mandatos de su religión. Pero como se las llevan a trabajar a la calle, a las fábricas y a las tiendas, los velos van cayendo poco a poco. Cuesta trabajo, sin embargo, arrancar estas viejas preocupaciones. Se da el caso pintoresco de que por las calles de Bakú circulan muchas jovencitas musulmanas con zapatos de tacón alto, medias de seda y falda por encima de la rodilla, pero con la cara muy tapada, eso sí.
Es nuestra táctica ante las preocupaciones religiosas —me dice Tatiana Alejandróvna sonriendo—; las religiones eran muy fuertes en Rusia. Si los comunistas las hubiésemos atacado de frente, no habríamos conseguido más que provocar un levantamiento general del espíritu religioso en contra nuestra, que seguramente nos hubiera sido fatal. Ha sido más eficaz irles minando el terreno arteramente.
EN GEORGIA A TRAVÉS DE LA CORDILLERA DEL CÁUCASO LA MISIÓN CIVILIZADORA DE LOS COMUNISTAS
Por su alejamiento, el régimen de autonomía concedido a todas las repúblicas soviéticas le ha favorecido quizá más que a otras comarcas. El suelo es rico, los naturales se sienten con más libertad que antes, hablan su lengua nativa —turca, armenia o caucásica— y la lucha política no existe. El aspecto de la ciudad es bastante grato. La gente viste mejor —sospecho que por el comercio exterior, que seguramente se hace de contrabando por la frontera de Armenia— y las casas están mejor conservadas, más cuidadosamente enlucidas de lo que suelen estar en la Rusia comunista. Estas casas de Tiflis tienen casi todas grandes galerías acristaladas que recuerdan el panorama de Vitoria.
Para subir a la montaña de Gandeguili, desde donde se divisa uno de los panoramas más hermosos del Sur de Rusia, los comunistas han construido un magnífico funicular eléctrico. Durante la noche, millares de personas suben a la montaña y se desparraman por los restaurantes populares allí instalados para comer, beber y divertirse honestamente. Honestamente, porque los soviets no consienten ningún esparcimiento deshonesto, aunque su deshonestidad es distinta de la de los burgueses. Por ejemplo: de estos cabarets está absolutamente desterrado el baile; hay muchos comunistas que consideran los bailes modernos como de una gran deshonestidad: «El charlestón —me dice mi simpática camarada— es la reproducción de la cópula en posición vertical; nada de placeres burgueses».
En sustitución del jazz-band, estos restaurantes del Sur de Rusia tienen unas orquestillas turcas que producen una algarabía muy semejante a la música de los negros que triunfan en Occidente.
Cuando salgo del patio y voy paseando de nuevo por las calles de Tiflis, tan calladas, tan serenas, pienso que la revolución comunista, los diez años de régimen soviético, no son más que una alucinación, un rapto de locura, de unos cuantos delirantes. La vida sigue su curso inalterable a despecho del dramático esfuerzo de un puñado de idealistas.
Pero al desembocar en la plaza principal de la ciudad, desde lo alto de una farola cae incansable el sonido bronco de un altavoz que repite por milésima vez el discurso de uno de los leaders del partido. Son las doce de la noche. En la gran plaza hay apenas dos docenas de personas que pasan indiferentes, pero el aparato de radiotelefonía sigue diciendo incansable las ventajas del sentido comunista de la existencia. Es la gota de agua.
Estos delirantes habrán cambiado un día hasta la entraña de la vida rusa.
Hasta hace pocos años este viaje se hacía en coche o en caballería exclusivamente, y se tardaban de ordinario cinco o seis días en recorrer los doscientos kilómetros que por la línea del aire hay de uno a otro lado de la cordillera. Bajo el régimen soviético se ha mejorado considerablemente esta pista militar, y hoy se puede hacer el viaje en automóvil. Esto de que se puede hacer es relativo; lo hacen los rusos, que son la gente más audaz del mundo.
Lo hacen a diario, en unos automóviles viejos, con unos frenos y unos motores que no funcionan sino por un prodigio de habilidad de sus mecánicos. En estas condiciones se lanzan por los zigzagueantes caminos de las montañas al borde de unos precipicios de dos mil metros, salvan las torrenteras saltando sobre guijarros del lecho con el agua hasta el cubo de las ruedas y se precipitan por pendientes de veinte o treinta kilómetros, en las que no hay diez metros en línea recta. Esta travesía del Cáucaso por este camino y con estos automóviles sólo son capaces de hacerla normalmente los rusos. A los amantes de las emociones fuertes, a esos automovilistas denodados que aman el peligro y lo buscan, yo les recomendaría que viniesen al Cáucaso y recorrieran el Camino Militar en estas máquinas.
Hay que rendirse a la evidencia. Los bolcheviques son unos teorizantes insoportables, han dictado millares de disposiciones gubernamentales que no se cumplen, se han equivocado, tropiezan, se caen, rectifican... Por encima de todo, como prodigio de voluntad, una voluntad heroica capaz de vencer tanto las dificultades exteriores como la propia incapacidad, existe hoy en Rusia una obra de Gobierno puramente soviética que ha llegado a la entraña misma del país.
No; la revolución comunista no es una revolución hecha sobre el papel y mantenida por la Policía, como sostienen los países capitalistas.
La tribu de los heusur, formada hoy por unos doce mil individuos, habita las gargantas del Cáucaso —«heusur» quiere decir literalmente «habitante de las gargantas»— en saklias diseminadas por todas las montañas a pocos kilómetros del Camino Militar. A pesar de lo frecuentado que está hoy este Camino Militar, los heusur se mantienen completamente apartados de la civilización. Hacen la misma vida salvaje que hacían cinco siglos atrás. Habitan en saklias de piedra, sin puertas ni ventanas, que durante los meses de invierno cubre por completo la nieve. Aislados del mundo, sepultados bajo la nieve, los heusur viven días y días sin salir de aquella estrecha cárcel, donde constantemente arden unos grandes leños bajo la vigilancia de un miembro de la familia, designado por turno, que cuida de que no se extinga el fuego mientras los demás duermen. La humareda del hogar, que difícilmente sale al exterior a través de la capa de nieve, hace que casi todos los individuos de la tribu padezcan terribles enfermedades de los ojos.
Mi compañero de viaje, un ruso que domina todos los dialectos caucásicos, interroga al mendigo heusur sobre las costumbres de su tribu. La más terrible es la que se sigue con las mujeres antes del alumbramiento. Hay entre los heusur la creencia de que la mujer en el periodo de gestación es una criatura impura, cuyo contacto debe evitarse a toda costa. Así pues, desde el momento en que se advierte su estado, la mujer heusur es expulsada de la saklia y confinada en una cabaña lejana, a la que nadie puede aproximarse. Valiéndose de una especie de pértiga, se le introducen diariamente los alimentos en la cabaña, y allí permanece la infeliz hasta el momento de dar a luz. Cuando éste llega, la pobre ha de valerse por sí misma, sin que nadie pueda auxiliarla. El marido, que está rondando a lo lejos la cabaña donde su mujer sufre los dolores del parto y oye sus gritos de dolor, no puede hacer otra cosa que disparar al aire su escopeta para ahuyentar a los malos espíritus que en el momento del alumbramiento hacen sufrir a la infortunada.
Hace poco, un sorprendente cortejo de montañeses cubiertos de andrajos, sobre los que relucían unas milenarias armaduras y unos cascos guerreros, llegó a la plaza principal de Tiflis. Parsimoniosamente, los jefes de aquella tropa descabalgaron y pidieron parlamentar con el Gobierno de la plaza. Eran los heusur, que habían oído el nombre mágico de Lenin y bajaban, al fin, de sus montañas para entrar en negociaciones con los bolcheviques.
Parece ser que llegaron a un acuerdo fácilmente. Y así, va a darse el caso de que aquellos montañeses pasarán automáticamente de la barbarie feudal al bolchevismo, que ellos han adoptado como la forma más excelsa de la civilización. ¡Para que los sociólogos hablen después de las leyes de la evolución!
Con absoluta libertad van juntos por los caminos de la inmensa Rusia, durante días y días, chicos y chicas de diez a quince años. No hay ni la sombra de una autoridad sobre ellos. Pueden hacer cuanto les venga en gana.
Este sistema educativo tiene, como es natural, sus inconvenientes; sobre todo en el aspecto sexual, las consecuencias de la educación comunista espantan a todo aquel que tenga un resto siquiera de moral burguesa.
LOS REVOLUCIONARIOS UNA VEZ HECHA LA REVOLUCIÓN
Todo Moscú está lleno de iconografía revolucionaria. En los escaparates de todas las tiendas, en los quioscos de periódicos, en las vallas de los solares, en todas partes se encuentran siempre las caras de los leaders de la revolución, reproducidas millares de veces por esta horrible litografía rusa, de un mal gusto que crispa los nervios.
No hay modo, sin embargo, de encontrar un retrato de Trotsky en toda Rusia. El trotskismo es el culto más perseguido hoy. Se ha llegado hasta el extremo de suprimir la cabeza de Trotsky en los grupos fotográficos en que aparecía Lenin rodeado de todos sus colaboradores; al cuerpo de Trotsky se le ha puesto, recortada, la cabeza de otro leader cualquiera. He visto, incluso, que los trotskistas más fervientes ni siquiera en lo más escondido de su hogar, ni en la cabecera de su cama, se atreven a tener la efigie de Trotsky, y a los que por devoción indestructible la conservan, para evitar el verse denunciados, la tapan durante el día con un paño blanco, y únicamente cuando se quedan solos y atrincherados en la intimidad de su alcoba se atreven a descubrirla.
Pero a pesar de todo...
Con un muchacho comunista que me sirve de intérprete en mis andanzas por Moscú, me he acercado una vez a un quiosco de periódicos para comprar fotografías de los leaders revolucionarios.
—¿No tiene usted a Trotsky?
—Trotsky —me ha dicho el vendedor con un acento bastante significativo — es el único leader revolucionario que no se vende.
Todo esto hizo que el cerco que el Gobierno de Moscú tenía puesto a la persona de Trotsky se estrechase cada vez más. Los miembros de la oposición llegaron a temer por su vida. Realmente, Trotsky es de esa clase de hombres que sólo pueden inutilizarse con la muerte.
Respondiendo a esta alarma, las agencias periodísticas de los Gobiernos burgueses hicieron circular fantásticos rumores sobre un intento de asesinato de Trotsky cometido por los agentes de la GPU. Esto es absurdo. Salvaguardaba la vida de Trotsky la íntima devoción que por él sienten hasta sus más enconados adversarios políticos. El Gobierno de Moscú era el más interesado en que a Trotsky no le pasase nada. Si a Trotsky le hubiese sobrevenido, mientras estuvo prisionero de la GPU, alguna enfermedad que le hubiese costado la vida, los ciento cuarenta millones de ciudadanos de la Unión habrían creído a ojos cerrados que había sido víctima de un atentado, y ésta hubiera sido la más formidable plataforma de la oposición.
El partido comunista, que mide exactamente el valor de propaganda que esto tiene, conserva al campesino Mijaíl Ivánovich en lo que podemos llamar presidencia de la República, y le obliga a recibir diariamente a docenas de obreros y campesinos, cuyas quejas tiene que escuchar y contestar cumplidamente. Cada campesino que sale del despacho de Kalinin, después de haberle visto y hablado, vuelve a su aldea con la impresión de que, efectivamente, la revolución ha servido para que los campesinos estén gobernados por un campesino y los obreros por un obrero.
Pero, como todo hombre representativo, tiene algo de mito, de ficción. Los campesinos que hacen cola a la puerta de su despacho pueden hacerse la ilusión de que es aquel campesino que está dentro el que les gobierna, pero cualquiera que conozca un poco la máquina del partido comunista sabe que el aldeano Kalinin, el venerable Kalinin, no es más que un símbolo manejado diestramente por los leaders de la revolución.
Para mantener en toda su pureza el ideal comunista, sería preciso hacer una revolución cada cinco años. Esta es la gran tragedia del bolchevismo, insoluble mientras no se realice el sueño de la revolución mundial. La necesidad de mantener el régimen soviético en Rusia fuerza a los comunistas a pactar con los Gobiernos capitalistas y a favorecer el nacimiento y desarrollo de nuevas burguesías que ponen sitio, apenas nacidas, a las plazas conquistadas por la revolución. El comunista mismo, por grande que sea la pureza de su ideario, al poco tiempo de estar dedicado a la labor gubernamental, cae en un oportunismo político que le aleja fatalmente de los objetivos de la revolución. Así se ha creado esa burocracia del partido, que es hoy un formidable elemento conservador.
El triunfo de Stalin sobre Trotsky es principalmente un triunfo policiaco.
Los bolcheviques están curados de espanto en eso de las represiones por medio de la Policía, y el Gobierno de Moscú se ha tirado a fondo contra la oposición. Trotsky, la gran figura de la revolución, está expulsado del territorio soviético como un apestado, y en Siberia hay más de dos mil trotskistas deportados. Para darse una idea de lo dura que ha sido la represión, me aseguraba un leader de la oposición residente en Leningrado —donde hay un fuerte núcleo trotskista— que el Gobierno de Moscú ha utilizado para la deportación incluso lugares que el Gobierno del zar no se había atrevido a utilizar nunca por considerarlos demasiado inhóspitos.
La situación moral de los revolucionarios de sangre adictos al trotskismo, ante esta represión del Gobierno soviético, es realmente conmovedora. Hombres agotados en la lucha por la revolución contra los esbirros del zarismo, que creían haber conquistado con el triunfo del régimen soviético el derecho a la paz, se han visto de nuevo perseguidos, encarcelados, sometidos a registros domiciliarios, deportaciones y confiscaciones, lanzados de nuevo a la lucha revolucionaria, más feroz ahora que nunca, porque el Gobierno de Moscú, que conoce el temple de estos hombres, no puede tener con ellos ninguna tibieza.
Es el triste sino del revolucionario de sangre. Por poca que sea la comprensión y la solidaridad que se tenga con la conducta de estos hombres que en aras de un ideal revolucionario sacrifican sus vidas, el ánimo se sobrecoge ante el heroísmo con que ya viejos, quebrantados por toda una vida de sufrimientos, se lanzan de nuevo con ímpetu juvenil a combatir lo que ellos mismos crearon y en sus mismas manos se ha vuelto contra ellos.
UNA SÍNTESIS, SEGURAMENTE ARBITRARIA, DEL PANORAMA SOVIÉTICO
El poder soviético está definitivamente consolidado. No creo que exista ya en toda Europa un solo político capaz de creer honradamente esas patrañas contrarrevolucionarias que las agencias periodísticas subvencionadas por los Estados burgueses lanzan cada día anunciando la inminente caída del Gobierno de Moscú.
Pero la consolidación del régimen soviético se ha hecho a costa del sacrificio de las teorías comunistas. La dictadura del proletariado ha tenido que dar un paso atrás y quedarse en una suerte de capitalismo de Estado muy semejante al que se esboza en Alemania, por ejemplo, con el cual los Gobiernos burgueses pueden transigir y pactar tranquilamente. La revolución mundial no es ya más que una aspiración romántica de los idealistas del partido, a la que el Gobierno dedica cada vez menos dinero. Éste es el sentido de la victoria de Stalin sobre Trotsky.
Un formidable nacionalismo fomentado hábilmente por el Gobierno de Moscú en todas las repúblicas de la Unión es hoy el verdadero sostén del régimen que no ha querido quedarse a merced de una problemática revolución mundial.
Aparte la renuncia a la teoría de la «revolución permanente» que postulaban Trotsky y sus amigos, el Gobierno de Moscú ha ido evolucionando por etapas sucesivas, y en la actualidad se ha restablecido la libertad del comercio interior, en los campos se ha concedido a la burguesía el derecho a arrendar sus tierras y a contratar el trabajo de los obreros, se ha restaurado el derecho de herencia, se ha abierto nuevamente a los hijos de los burgueses el acceso a la enseñanza superior, se ha devuelto a los campesinos el ejercicio de sus derechos electorales y en las fábricas se ha limitado la intervención de las células obreras a la función de controlar el cumplimiento de las leyes de trabajo. Todo esto tiende eficazmente a la consolidación del régimen.
Y es que, aunque parezca mentira, doce años después de la revolución, todavía se desconoce la verdadera trascendencia que ha de tener en el mundo la dictadura del proletariado. En Rusia, esto no hace falta ser profeta para asegurarlo, no habrá ya nunca una restauración monárquica, ni cabe soñar en la sustitución del socialismo imperante por ningún régimen liberal o democrático a la manera occidental.
Hay indudablemente unas etapas de transformación de la dictadura del proletariado que se irán cubriendo penosamente, en medio de terribles luchas, con marchas hacia atrás y hacia delante. El programa comunista será muchas veces vulnerado, se harán concesiones al capitalismo todo lo que sea necesario; pero la revolución seguirá su marcha.
Hoy existe en Rusia una generación que no concibe la existencia sino dentro del régimen comunista.
En el momento actual, ésta es la verdadera situación. Los bolcheviques no han conseguido sino aquello que los socialistas van logrando en los países capitalistas por medio de un procedimiento evolutivo. ¡Y para conseguir tan poco han sido necesarias esas infamias, esos crímenes de la Checa, las matanzas de Arkángel, el hambre, la guerra civil, el bloqueo, los niños abandonados y el Ejército Rojo!
No; pensar que la revolución comunista, porque no haya podido mantener sus conquistas y porque haya tenido que emplear procedimientos de represión verdaderamente inhumanos, pueda ser liquidada con un borrón y cuenta nueva y pasar a la Historia como un movimiento de regresión a la barbarie, es una insensatez que no puede caber en ninguna cabeza medianamente organizada.
Cuando los bolcheviques se lanzaron acaudillados por Lenin a la conquista del Poder, la idea comunista no había madurado lo suficiente, y el pobre pueblo ruso ha padecido las consecuencias de esta precipitación y las seguirá padeciendo todavía durante mucho tiempo. El obrero de Moscú seguirá viviendo peor que el de Londres, Berlín o París. Pero el porvenir es suyo.
La dictadura del proletariado ha planteado en Rusia un problema cuya existencia no se sospecha siquiera en los estados capitalistas: el problema del derecho al trabajo. ¿Tiene todo el mundo derecho a trabajar? ¿Quiénes son los únicos que pueden gozar del privilegio del trabajo?
Mientras se creía que el trabajo no era más que una maldición divina y el trabajador era considerado en el seno de las sociedades burguesas como el ser desgraciado sobre el que se descarga el peso de esta maldición, era fácil atribuir a todo el mundo la obligación de trabajar; pero ahora que el trabajo es un privilegio, y el trabajador, por el hecho de serlo, entra a formar parte de una casta aristocrática que se reserva todos los derechos de la ciudadanía, surge el problema de saber quiénes son los seres privilegiados que tienen derecho a trabajar. Hoy en Rusia todos quisieran ser trabajadores. ¿Lo pueden ser todos? Indudablemente, no.
La condición excelsa del trabajo, que en los países burgueses no es más que una figura retórica, en la Rusia de los soviets es una realidad tangible. El trabajador es un ser superior que goza de todos los privilegios sociales, que se atribuye la misión providencial de dirigir al resto de la humanidad y se reserva, como premio a su indiscutible superioridad, todas las ventajas de orden material que la civilización pueda reportarle. La revolución no ha conseguido todavía hacer disfrutar a los trabajadores de ninguna ventaja de orden material; el obrero vive en Rusia tan mal como en cualquier país capitalista, y muchas veces peor. Pero la superioridad moral, los privilegios de índole espiritual están indudablemente en su mano. Un obrero de Bakú trabaja más horas al día que uno del Ruhr o de Riotinto; se alimenta acaso peor, está más derrotado, si cabe; pero tiene la convicción de que el mundo está en sus manos, de que es él quien gobierna, y de que no hay más obstáculo a su voluntad que la resistencia de la Naturaleza a ser dominada por el hombre. Todo lo que se cuenta de los procedimientos represivos del Gobierno de Moscú, de la tiranía del partido comunista, de los manejos inquisitoriales de la Policía soviética, es absolutamente cierto. Pero todo esto no roza siquiera los derechos del trabajador. En la Constitución rusa no aparecen por ninguna parte los Derechos del Hombre; sólo se encuentra presidiendo la Constitución del Estado la «Declaración de los Derechos del pueblo trabajador y explotado».
Sólo una parte de la población, la más noble, la más culta, tiene derecho al trabajo. El resto tiene que ser considerado por ahora como una masa parasitaria a la que los trabajadores tienen que nutrir.
Económicamente, la situación es la misma que antes del triunfo del bolchevismo. El trabajador tiene que producir para él y para los que son incapaces de producir. La diferencia estriba en que antes eran los incapaces, los parásitos, quienes gobernaban, y ahora son los trabajadores los que producen, quienes tienen en sus manos el cetro del mundo. Esto solo ya puede valer por todas las víctimas de la revolución.
De la obra revolucionaria, el viajero no ve más que las resquebrajaduras, las fallas, el albergue incómodo, el tren que no llega, el taxi caro, la falta de urbanización en las calles, la ausencia de confort en las casas, el hacinamiento de seres en las viviendas, la suciedad de las comidas en los restaurantes cooperativos... La reconstrucción de la sociedad deshecha por la revolución sobre la base de la dictadura del proletariado escapa a su comprensión. Y esta reconstrucción, no terminada aún, es, a pesar de todas las fallas, una obra formidable.
La propaganda anticomunista, que de manera tan inteligente sostienen los países capitalistas, hace aparecer a los bolcheviques como a los representantes del espíritu del mal en la tierra. El mismo conde de Keyserling cree explicárselo todo cuando dice que Lenin y sus discípulos son de espíritu «satánico».
TODAVÍA DENTRO Y YA DESDE FUERA
Leningrado da hoy una impresión de ciudad deshabitada. Es, aumentada — en Rusia todo hay que multiplicarlo por veinte—, la misma impresión que produce Potsdam. Mientras Moscú, con el comunismo metido en las entrañas, es como una marmita puesta a hervir en la que va cociéndose el bolchevismo a fuego lento, Leningrado, abandonado, un poco clausurado, aparece en ese momento crítico en que una ciudad viva pasa a convertirse en una ciudad relicario. Leningrado empieza a darse a la Historia. Dentro de poco será como Toledo, Valencia o Brujas. Una ciudad muerta.
Los bolcheviques no se han atrevido a tocarlo; hasta la estatua de Pedro el Grande continúa en su puesto. Se han limitado a cambiar los rótulos: Leningrado en vez de Petrogrado, Detscoeselo (ciudad de los niños) en lugar de Tsarcoeselo (ciudad del zar), Avenida del Veinticinco de Octubre en vez de Perspectiva Nevsky, etc., etc.
Después de cambiarle los rótulos, los bolcheviques se han ido a Moscú. Desde allí, los leaders del comunismo lanzan sus discursos de propaganda, que unos potentes altavoces de radio colocados en lo alto de la catedral de San Isaac dejan caer día y noche sobre la ciudad desierta. No importa que los barrios populares de Leningrado estén rebosantes de una muchedumbre trabajadora, ni que el enjambre burocrático de los soviets haya tomado posesión de los palacios de los grandes duques. La ciudad de Pedro era, sobre todo, la ciudad aristocrática; era, más que nada, la corte, el zarismo, los diplomáticos, los generales, los príncipes, los millonarios, y la imponente legión de sus servidores. Extirpado todo esto, Leningrado da una impresión neta de caja vacía, de casa desalquilada.
Cuando he regresado a Alemania, después de mi viaje por Rusia, ha venido a verme una dama de la antigua aristocracia moscovita que hoy vive penosamente en Berlín. Quería que yo le hablase de la situación actual de Rusia, de cómo se desenvuelve la vida de Moscú, de las transformaciones operadas en la ciudad, y más que nada en los palacios, los parques, los teatros y los salones en los que se deslizó su juventud.
Empezó esta dama diciéndome que no tenía ninguna esperanza de poder volver a Rusia —la vida ha sido bastante dura con ella en los diez últimos años, y tiene que agarrarse heroicamente a la realidad—; pero yo tengo la convicción de que me buscaba, como busca a todo el que vuelve de Moscú, con la ilusión de hallar un apoyo a su esperanza. La pregunta que esta pobre señora no se atreve a hacer es la de: ¿cuándo cae el régimen bolchevique? ¿Falta mucho todavía?
Me ha parecido lo más piadoso decirle rotundamente la verdad. El régimen soviético podrá sufrir todas las alternativas que determinen las circunstancias, tendrá que hacer concesiones, gastará a sus hombres, se modificará cuanto sea preciso, pero como tal régimen, está definitivamente consolidado. Después de diez años de experiencia comunista no será posible en Rusia ningún otro Gobierno.
—¡Pero, si ellos mismos —me dice esta dama— se acusan unos a otros de «thermidorianos» y contrarrevolucionarios! ¡Si son ellos, precisamente ellos los que dicen a cada momento que la obra de la revolución está en inminente peligro! No son agentes capitalistas, sino los jefes bolcheviques los que anuncian el desastroso fin del régimen. Yo he leído algunas de las cartas que clandestinamente envía Trotsky a sus partidarios desde el destierro. Bien claro dice que se está llegando al final de la liquidación. Lea usted los mismos discursos de los leaders de la situación. Todos dan la impresión de una inminente catástrofe...
Diez años de régimen comunista han creado en Rusia un sentido comunista de la existencia que imposibilita toda vuelta al régimen burgués. Ya no es posible.
—Yo no creo en eso del sentido comunista de la existencia. El pueblo ruso es el más apegado a sus tradiciones. Los bolcheviques no conseguirán arrancarle nunca sus viejas virtudes. A mí me consta que todavía en alguna de mis antiguas posesiones del Cáucaso los campesinos rezan primero por el zar y después por mí. Mire usted: aún recibo yo cartas de una de mis viejas criadas. Es una pobre mujer nacida en la sombra de nuestra familia que no sabrá nunca volverse contra nosotros, sus amos. Esta mujer está casada con un revolucionario y tiene un hijo que es agente de la GPU. Creo que tanto el marido como el hijo me fusilarían sin ningún escrúpulo; sin embargo, ella a escondidas, me escribe todavía como a su natural señora, doliéndose de los crímenes que se han cometido con nosotros, consolándome, dándome esperanza para el porvenir... No toda Rusia es comunista.
Indudablemente. El comunismo es una insignificante minoría. No llega a un millón de afiliados en un país de ciento cincuenta millones de habitantes. Pero su fuerza es indestructible. El millón de comunistas es el millón de personas que hay en Rusia; el resto es ganado.
No tiene nada de extraño que esa pobre vieja, nacida y criada en la servidumbre, sea fiel hasta la muerte a sus señores. Ella no concibe la vida comunista, como su hijo no concibe la vida anterior. Han pasado diez años. Hay ya una generación, la que tiene en sus manos el porvenir de Rusia, que se ha educado en el nuevo régimen. En los momentos más difíciles de la revolución, Lenin, haciendo concesiones a la burguesía, claudicando ante el kulak y el nepman, a los que se veía forzado a dar vida, sonreía diciendo: «Si me dejan a la juventud en mis manos durante diez años, yo haré imposible toda reacción».
Así ha sido. La gran revolución comunista no ha sido sólo una revolución política, social y económica: ha sido una revolución moral. Podrán perderse mañana todas las conquistas políticas y económicas de la revolución. Para reconquistarlas, para asegurar la continuidad de la obra revolucionaria y garantizar que no se volverá nunca al régimen anterior, existe una juventud comunista, con una moral comunista, una juventud que ha sido sometida desde la infancia a la acción catequista más formidable del mundo.
El régimen bolchevique no deja lugar a dudas sobre su naturaleza, finalidad y procedimientos. El burgués o intelectual que va a Rusia con la mejor voluntad de comprender y amar, lleno de fervor revolucionario, saturado de literatura mujikista y de humanitarismo, se encuentra con un estado de opinión hostil a todo lo que le es más querido, cogido por una disciplina de clase estrecha, implacable, falta de humanidad y de inteligencia. Nada de humanitarismo ni de sensiblería; nada de literatura, Tolstoi es un pobre santón, un viejo tonto, con unas barbazas que sólo sirven para el reclamo. Dostoievski, un cochino literato lleno de taras fisiológicas y de prejuicios burgueses.
Nada de Democracia, ni de Derechos del Hombre, ni de Libertad. La pregunta de Lenin: «¿Para qué sirve la libertad?», se la tiran a uno a la cara tan pronto como formula una leve objeción a la dictadura. En la Rusia bolchevique no hay más que la tiranía de una clase social sobre las otras, y dominándolo todo, los instrumentos de esta tiranía: el Ejército Rojo y la Policía política, la GPU.
UNA NACIÓN ADOLESCENTE
En cuanto se pasa de Francia, el español empieza a ser una rareza, un tipo exótico casi desconocido. En cada ciudad importante de Centroeuropa hay, sin embargo, por lo menos un español; se trata siempre de un catalán o un valenciano que tiene una tienda de vinos en la que vende unos líquidos coloreados y explosivos a los que cuelga arbitrariamente unas etiquetas con los colores nacionales que dicen «Jerez», «Málaga», «Manzanilla», «Solera». Estos españoles suelen ser todos desertores del ejército o gente que ha tenido «una mala hora» y no quiere cuentas con escribanos y alguaciles castellanos. Pero son, eso sí, unos fervientes patriotas. El retrato del rey, y ahora el del general Primo de Rivera presiden, invariablemente, sus comercios.
LA CABEZA PARLANTE O EL VERDADERO MONSTRUO DE LAS BARRACAS DEL PRATER
La germanización vuelve a ser ostensible; se mete por los ojos apenas se baja de la cabina del avión.
Viena da la impresión de estar deseando fervientemente unirse a alguien.
Alemania ha conquistado a Rusia. He tenido la paciencia de ir preguntando a todo el mundo durante el tiempo que he estado en la URSS qué nación era la que más admiraban, y de cada diez ciudadanos soviéticos interrogados, ocho respondían que Alemania y dos que los Estados Unidos.
Europa se americaniza, se charlestoniza. Los negros han tomado París, y Berlín es una colonia yanqui. Viena es lo único europeo que queda en Europa.
Y es que Viena y sus muchachitas es una de las pocas cosas que nos van quedando del viejo espíritu europeo después del tirón hacia la selva que nos están dando los americanos.
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