Contraste de nuestro ideal
El “eje diamantino”
Anteriormente hemos reconocido que los incrédulos suelen ser más hostiles que los católicos al espíritu racista de los países protestantes. Los expedientes de limpieza de sangre, por cuya virtud no se habilitaba en pasados siglos, para ciertas dignidades y cargos, sino a los que podían demostrar que no descendían de moros o judíos, parecen indicar un sentido racista no muy diferente del que tan fácilmente prevalece en los pueblos del Norte. Sólo teniendo en cuenta el espíritu misionero de la Monarquía española y la relativa facilidad y frecuencia con que los judíos conversos llegaban en España a ocupar sedes episcopales, se advertirá que la exigencia de la limpieza de sangre no procedía del orgullo de raza, sino del deseo de asegurar en lo posible la fidelidad del servicio mediante la pureza de la fe, en vista del gran número de conversos insinceros que había. Un pueblo que libraba, como la España de los siglos XVI y XVII, tan general batalla contra la infidelidad y la herejía, necesitaba asegurarse la sincera adhesión de sus agentes. Era natural, de otra parte, que los españoles se envanecieran de su obra imperial y universal. De esta vanidad y de la desconfianza respecto de la buena fe de los conversos surgió el lamentable por ser injusto, en muchos casos, pero sobre todo, porque contradecía el propósito misionero de nuestra historia, ya que no parece muy congruente que un pueblo se consagre a convertir infieles, empujado por un convencimiento previo de igualdad potencial de hombres y razas, si luego a de colocar a los conversos en situación de inferioridad respecto de los "cristianos viejos ". Lo que puede decirse en atenuación de este yerro es: Primero, que todas las aristocracias del mundo obligan a hacer antesala a las clases sociales que desean alzarse a ellas; segundo, que la España católica venía a construir una especie de gran aristocracia respecto de los judíos y moriscos; tercero, que los hombres no tienen el don de leer en los corazones para poder distinguir a los conversos sinceros de los insinceros; cuarto, que había necesidad de distinguirlos; quinto, que no hay ley concebida para provecho general que no resulte injusta en algunos casos; y sexto, que el mero hecho de que los expedientes de limpieza de sangre contradijeran, en cierto aspecto, el fundamental propósito misionero de España, no ha de hacernos olvidar este propósito, ni la especial repugnancia que los españoles han sentido siempre contra cualquier intento de vincular la Divina gracia en estirpes o progenies determinadas.
Los españoles no creyentes, por lo menos desde la conversión de los godos arrianos, se han manifestado siempre opuestos a la aceptación de supremacías raciales. En algunos de ellos no tiene nada de extraño, porque son "resentidos", hostiles a toda nuestra civilización, cuyos instintos les empujan a combatir a sangre y fuego nuestras aristocracias naturales y de sangre, no por espíritu igualitario y de justicia, sino sencillamente porque las jerarquías son el baluarte de las sociedades. Pero hay otros incrédulos, y éstos son los interesantes, que no han perdido con la fe la esperanza y el anhelo de que se haga justicia a todos los hombres, de que se les infunda la confianza en sí mismos, de que se les coloque en condiciones de poder desarrollar sus aptitudes, de que se les proteja contra cualquier intento de explotación o de opresión. De los espíritus que así sienten puede decirse que su concepto del hombre es idéntico al de los creyentes y al tradicional de España. Ello es gran fortuna, en medio de todo. Certeramente ha dicho el señor Sáinz Rodríguez que la división de nuestras clases educadas es la razón permanente de nuestras desdichas. En los Evangelios puede leerse que: "Todo reino dividido consigo mismo será asolado" ( Lucas, II, 17). Las desmembraciones e invasiones y guerras civiles que hemos padecido, desde que surgió en el siglo XVIII la división de nuestras clases educadas en creyentes y racionalistas, atestiguan el rigor de la sentencia. Pero creo más fácil restablecer la unidad espiritual entre los creyentes españoles y los descreídos que entre los católicos y los protestantes de otros pueblos. El que siga creyendo en la capacidad de los demás hombres para enmendarse, mejorar y perfeccionarse y en su propio deber de persuadirles a que lo hagan, de no estorbarles en la realización de ese fin y de organizar la sociedad de tal manera que les estimule a ello, conserva, a mi juicio, más esencias de la fe verdadera que aquella pastora evangélica, Sharon Falconer, de la novela de Sinclair Lewis, Elmer Gantry, que marchaba con la cruz en la mano por entre las llamas de su tabernáculo incendiado, en la seguridad de que el fuego no podía alcanzarla, porque ella, en su insano orgullo, símbolo del protestantismo y del libre examen, se creía por encima del bien y del mal y de la muerte. A poco que nuestros incrédulos de buena voluntad mediten sobre el origen de su espíritu de justicia y de humanidad, advertirán que sus principios proceden de los nuestros. A los descreídos, a los que no manejan los conceptos de libertad y de justicia sino con fines subversivos, sería inocente tratar de convencerles, pero a los que de buena fe se proponen con ellos dignificar y levantar al hombre, y se imaginan que la religión es un estorbo para sus ideales, no es imposible hacerles ver que su credo es de origen religioso, que sin la religión no puede mantenerse, y que sólo por la inspiración religiosa podrá realizarse.
En el "eje diamantino", de Ganivet, en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos, podemos encontrar igualmente cuanto hay en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que no se contradice mutuamente y puede servirnos de norma y de ideal. Para que un hombre se conduzca de tal modo que siempre se pueda decir de él que se ha portado como un hombre, será indispensable que sea libre, lo que implica desde luego su libertad moral o metafísica. Pero, además, será preciso que no se le estorbe la acción exteriormente, lo que supone la libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello, habrá que construir la sociedad de tal manera que no impida a los hombres la práctica del bien. El respeto a la libertad metafísica nos llevará a un sistema político, en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la libertad del hombre para el mal, pero no deberá impedirle que haga el bien, porque esto es lo que quiere Ganivet cuando prescribe que el hombre debe portarse como un hombre, pues si portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien, no nos estaría diciendo cosa alguna, ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros como burros, etc. Pero en esta capacidad metafísica de que el hombre haga el bien libremente y en este deber político de respetarle esta capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales; de lo que se deduce el principio de igualdad, en cuanto practicable y efectivo, así como el de fraternidad se deriva del hecho de que todos los hombres se hermanan en la capacidad de hacer el bien y en el ideal de una sociedad en que la práctica del bien a todos los enlace y los hermane.
Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución francesa y aún sigue proclamando la revolución, en general. Francia los ha esculpido en sus edificios públicos. Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí. ¿Los habrá sentido incompatibles con su propio espíritu? ¿Sospechará vagamente que, en cuanto realizables y legítimos, son principios cristianos y católicos?
En el "eje diamantino", de Ganivet, en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos, podemos encontrar igualmente cuanto hay en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que no se contradice mutuamente y puede servirnos de norma y de ideal. Para que un hombre se conduzca de tal modo que siempre se pueda decir de él que se ha portado como un hombre, será indispensable que sea libre, lo que implica desde luego su libertad moral o metafísica. Pero, además, será preciso que no se le estorbe la acción exteriormente, lo que supone la libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello, habrá que construir la sociedad de tal manera que no impida a los hombres la práctica del bien. El respeto a la libertad metafísica nos llevará a un sistema político, en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la libertad del hombre para el mal, pero no deberá impedirle que haga el bien, porque esto es lo que quiere Ganivet cuando prescribe que el hombre debe portarse como un hombre, pues si portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien, no nos estaría diciendo cosa alguna, ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros como burros, etc. Pero en esta capacidad metafísica de que el hombre haga el bien libremente y en este deber político de respetarle esta capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales; de lo que se deduce el principio de igualdad, en cuanto practicable y efectivo, así como el de fraternidad se deriva del hecho de que todos los hombres se hermanan en la capacidad de hacer el bien y en el ideal de una sociedad en que la práctica del bien a todos los enlace y los hermane.
Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución francesa y aún sigue proclamando la revolución, en general. Francia los ha esculpido en sus edificios públicos. Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí. ¿Los habrá sentido incompatibles con su propio espíritu? ¿Sospechará vagamente que, en cuanto realizables y legítimos, son principios cristianos y católicos?
La capacidad de conversión
¿Hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el espíritu cristiano?
La libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de la falsedad y de la mentira.
El “principio del crecimiento”
Nueva York es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un tiempo puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a pertenecer a una confesión religiosa determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en las grandes ciudades; los neoyorquinos no están obligados a profesar religión alguna. Muchos no profesan ninguna. Son libres. La extensión del territorio les hace más libres de lo que los europeos podemos serlo en nuestros estrechos hogares nacionales. Y el resultado de todo ello es un índice de criminalidad el más alto del mundo, la disolución de la vida de familia y tan tremenda crisis económica y política que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha podido proclamar recientemente, en medio de la atónita atención de las gentes, que los Estados Unidos no pueden encontrar su salvación más que en un régimen fascista y dictatorial, que restablezca la disciplina social con mano dura.
La igualdad humana
La libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades. Y en vano se proclamará en algunas Constituciones, como la francesa de 1793, el pretendido derecho a la igualdad, afirmando que: "Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley". Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que lo son las hojas de un árbol. No hay dos iguales. Y la igualdad ante la ley no tiene, ni puede tener, otro sentido que el de que la ley debe proteger a todos los ciudadanos de la misma manera.
La inmensa cantidad de sangre derramada por la revolución rusa, en aras de este deseo de igualdad, no pudo impedir que Lenin confesara el fracaso del comunismo, al emprender su nueva política económica, y sólo resurgió la vida en Rusia cuando reaparecieron las desigualdades de la escala social, con ellas la esperanza de cada hombre de ascender todo lo más posible, y con la esperanza, la energía y el trabajo. Al cabo de la revolución no ha ocurrido, en esencia, sino que las antiguas clases gobernantes han sido depuestas de sus posiciones de poder y reemplazadas por otras. Pero aún gobernantes y gobernados, altos y bajos, gentes poderosas y gentes sin poder. Y como Rusia es, en el fondo, país cristiano, ha reaparecido también allí algo parecido a la vieja división entre las almas que se dan cuenta de lo que es el Cristianismo y las que no; sólo que a las primeras se las llama trabajadores conscientes, manuales o intelectuales, y son las que constituyen el partido comunista, de donde salen los gobernantes del país. Me imagino que si los comunistas guardan algún respeto a los que no lo son, ello se deberá a la posibilidad de que lo sean algún día, lo que cierra y completa la analogía y corrobora nuestro razonamiento.
La fe y la experiencia
De otra parte, los hombres son los hombres y cambian poco en el curso de los siglos. Los de nuestro siglo XVI no eran muy distintos de los españoles de ahora. ¿Cómo una España menos poblada, menos rica, en algún sentido menos culta que la de ahora, pudo producir tantos sabios de universal renombre, tantos poetas, tantos santos, tantos generales, tantos héroes y tantos misioneros? Los hombres eran como los de ahora, pero la sociedad española estaba organizada en un sistema de persuasiones y disuasiones, que estimulaban a los hombres a ponerse en contacto con Dios, a dominar sus egoísmos y a dar de sí su rendimiento máximo. Conspiraban al mismo intento la Iglesia y el Estado, la Universidad y el teatro, las costumbres y las letras. Y el resultado último es que los españoles se sentían más libres para desarrollar sus facultades positivas a su extremo límite y menos libres para entregarse a los pecados capitales; más iguales por la común historia y protección de las leyes, y más hermanos por la conciencia de la paternidad de Dios, de la comunidad de la misma misión y de la representación de un mismo drama para todos: la tremenda posibilidad cotidiana de salvarse o perderse.
Ahora están desencantados los españoles que habían cifrado sus ilusiones en los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Se habían figurado que florecerían con esplendidez al caer las instituciones históricas, que, a su juicio o a su prejuicio, estorbaban su desenvolvimiento. Un desencanto de la misma naturaleza se encuentra siempre que se estudia el curso de otras revoluciones.
La España misionera
Una obra incomparable
No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España, porque hemos incorporado a la civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo nuestra influencia. Verdad que en estos dos siglos de enajenación hemos olvidado la significación de nuestra Historia y el valor de lo que en ella hemos realizado, para creernos una raza inferior y secundaria. En el siglo XVII, en cambio, nos dábamos plena cuenta de la trascendencia de nuestra obra; no había entonces español educado que no tuviera conciencia de ser España la nueva Roma y el Israel cristiano.
Pero todavía hicimos más y no tan sólo España (porque aquí debo decir que su obra ha sido continuada por todos los pueblos hispánicos de América, por todos los pueblos que constituyen la Hispanidad):no sólo hemos llevado la civilización a otras razas sino algo que vale más que la misma civilización, y es la conciencia de su unidad moral con nosotros; es decir, la conciencia de la unidad moral del género humano, gracias a la cual ha sido posible que todos o casi todos los pueblos hispánicos de América hayan tenido alguna vez por gobernantes, por caudillos, por poetas, por directores, a hombres de raza de color o mestizos. Y no es esto sólo. Un brasileño eminente, el Dr. Oliveira Lima, cree que en los pueblos hispánicos se está formando una unidad de raza gracias a una fusión, en que los elementos inferiores acabarán bien pronto por desaparecer, absorbidos por el elemento superior, y así ha podido encararse con los Estados Unidos de la América del Norte para decirles:
"Cuando entre nosotros ya no haya mestizos, cuando la sangre negra o india se haya diluido en la sangre europea, que en tiempos pasados y no muy distantes, fuerza es recordarlo, recibió contingentes bereberes, númidas, tártaros y de otras procedencias, vosotros no dejaréis de conservar indefinidamente dentro de vuestras fronteras grupos de población irreductible, de color diverso y hostiles de sentimientos.”
"Cuando entre nosotros ya no haya mestizos, cuando la sangre negra o india se haya diluido en la sangre europea, que en tiempos pasados y no muy distantes, fuerza es recordarlo, recibió contingentes bereberes, númidas, tártaros y de otras procedencias, vosotros no dejaréis de conservar indefinidamente dentro de vuestras fronteras grupos de población irreductible, de color diverso y hostiles de sentimientos.”
Ya en 1510 nos encontramos en la Isla Española con P. Bernardo de Santo Domingo, preocupados de la tarea de recordar, desde sus primeros sermones, que en el testamento de Isabel la Católica se decía que el principal fin de la pacificación de las Indias no consistía sino en la evangelización de sus habitantes, para lo cual recomendaba ella, al Rey, su marido, D. Fernando, y a sus descendientes, que se les diera el mejor trato. También aducían la bula de Alejandro VI, en la cual, al concederse a España los dominios de las tierras de Occidente y Mediodía, se especificaba que era con la condición de instruir a los naturales en la fe y buenas costumbres. Y fue la acción constante de las Ordenes Religiosas la que redujo a los límites de justicia la misma codicia de los encomenderos y la prepotencia de los virreyes.
La piedad de estos primeros frailes dominicos fue la que suscitó la vocación en Fr. Bartolomé de Las Casas y le hizo profesar en la Orden de Santo Domingo, hasta convertirle después en el apóstol de los indios y en su defensor, con una caridad tan arrebatada, que no paraba mientes en abultar, agrandar y exagerar las crueldades inevitables a la conquista y en exagerar también las dulzuras y bondades de los indios, con lo cual nos hizo un flaco servicio a los españoles, pues fue el originador de la Leyenda Negra; pero, al mismo tiempo, el inspirador de aquella reforma de las leyes de Indias, a la cual se debe la incorporación de las razas indígenas a la civilización cristiana.
La piedad de estos primeros frailes dominicos fue la que suscitó la vocación en Fr. Bartolomé de Las Casas y le hizo profesar en la Orden de Santo Domingo, hasta convertirle después en el apóstol de los indios y en su defensor, con una caridad tan arrebatada, que no paraba mientes en abultar, agrandar y exagerar las crueldades inevitables a la conquista y en exagerar también las dulzuras y bondades de los indios, con lo cual nos hizo un flaco servicio a los españoles, pues fue el originador de la Leyenda Negra; pero, al mismo tiempo, el inspirador de aquella reforma de las leyes de Indias, a la cual se debe la incorporación de las razas indígenas a la civilización cristiana.
La acción de los Reyes
Este Estado teocrático -el más ignorante, el más supersticioso, el más inhábil y torpe, según el juicio de la Prensa revolucionaria- acaba por lograr lo que ningún otro pueblo civilizador ha conseguido, ni Inglaterra con sus hindús, ni Francia con sus árabes, ni Holanda con sus malayos en las islas de Malasia, ni los Estados Unidos con sus negros e indios aborígenes: asimilarse a su propia civilización cuantas razas de color sometió. Y es que en ningún otro país ha vuelto ha producirse una coordinación tan perfecta de los poderes religioso y temporal, y no se ha producido por una falta de una unidad religiosa, en que los Gobiernos tuvieran que inspirarse.
Estas cosas no son agua pasada, sino un ejemplo y la guía en que ha de inspirarse el porvenir. Pueblos tan laboriosos y sutiles como los de Asia y tan llenos de vida como los de Africa, no han de contentarse eternamente con su inferioridad actual. Pronto habrá que elegir entre que sean nuestros hermanos o nuestros amos, y si la Humanidad ha de llegar a constituir una sola familia, como debemos querer y desear y éste es el fin hacia el cual pudieran converger los movimientos sociales y históricos más pujantes y heterogéneos, será preciso que los Estado lleguen a realizar dentro de sí, combinando el poder religioso con el temporal, al influjo de este ideal universalista, una unidad parecida a la que alcanzó entonces España, porque sólo con esta coordenación de los poderes se podrá sacar de su miseria a los pueblos innumerables de Asia y corregir la vanidad torpe y el aislamiento de las razas nórdicas, por lo que el ejemplo clásico de España no ha de ser meramente un espectáculo de ruinas, como el de Babilonia o Nínive, sino el guión y el modelo del cual han de aprender todos los pueblos de la tierra.
Estas cosas no son agua pasada, sino un ejemplo y la guía en que ha de inspirarse el porvenir. Pueblos tan laboriosos y sutiles como los de Asia y tan llenos de vida como los de Africa, no han de contentarse eternamente con su inferioridad actual. Pronto habrá que elegir entre que sean nuestros hermanos o nuestros amos, y si la Humanidad ha de llegar a constituir una sola familia, como debemos querer y desear y éste es el fin hacia el cual pudieran converger los movimientos sociales y históricos más pujantes y heterogéneos, será preciso que los Estado lleguen a realizar dentro de sí, combinando el poder religioso con el temporal, al influjo de este ideal universalista, una unidad parecida a la que alcanzó entonces España, porque sólo con esta coordenación de los poderes se podrá sacar de su miseria a los pueblos innumerables de Asia y corregir la vanidad torpe y el aislamiento de las razas nórdicas, por lo que el ejemplo clásico de España no ha de ser meramente un espectáculo de ruinas, como el de Babilonia o Nínive, sino el guión y el modelo del cual han de aprender todos los pueblos de la tierra.
El Concilio de Trento
El 26 de octubre de 1546 es, a mi juicio, el día más alto de la Historia de España en su aspecto espiritual. Fue el día en que Diego Laínez, teólogo del Papa, futuro general de los Jesuitas, -cuyos restos fueron destruidos en los incendios del 11 de mayo de 1931, como si fuéramos los españoles indignos de conservarlos- ...pronunció en su Concilio de Trento su discurso sobre la "Justificación".Ahora podemos ver que lo que realmente se debatía allí era nada menos que la unidad moral del género humano. De haber prevalecido cualquier teoría contraria, se habría producido en los países latinos una división de clases y de pueblos, análoga a la que subsiste en los países nórdicos; donde las clases sociales que se consideran superiores estiman como una especie inferior a las que están debajo y cuyos pueblos consideran a los otros y también a los latinos con absoluto desprecio, llamándonos, como nos llaman, "dagoes", palabra que vendrá tal vez de Diego, pero que actualmente es un insulto.
Se le ocurrió pensar en un Rey que ofrecía una joya a aquel guerrero que venciese un torneo. Y sale el hijo del Rey y dice a uno de los que aspiran a la joya: "Tú no necesitas sino creer en mí. Yo pelearé, y si tú crees en mí con toda tu alma, yo ganaré la pelea". A otro de los concursantes el hijo del Rey le dice: "Te daré unas armas y un caballo; tú luchas, acuérdate de mí, y al termino de la pelea yo acudiré en tu auxilio". Pero al tercero de los aspirantes a la joya le dice: "¿Quieres ganar? Te voy a dar unas armas y un caballo excelentes, magníficos; pero tú tienes que pelear con toda tu alma".
La primera, naturalmente, es la doctrina del protestantismo: todo lo hacen los méritos de Cristo. La tercera la del Catolicismo: las armas son excelentes, la redención de Cristo es arma inmejorable, los Sacramentos de la Iglesia son magníficos; pero, además, hay que pelear con toda el alma; esta es la doctrina tradicional de nuestra Iglesia. La segunda: la del aspirante al premio a quien se dice que tiene que pelear, pero que no necesitará esforzarse demasiado, porque al fin vendrá un auxilio externo que le dará la victoria, al parecer honra mucho los méritos de Nuestro Señor, pero en realidad deprime lo mismo el valor de la Redención que el de la voluntad humana.
La primera, naturalmente, es la doctrina del protestantismo: todo lo hacen los méritos de Cristo. La tercera la del Catolicismo: las armas son excelentes, la redención de Cristo es arma inmejorable, los Sacramentos de la Iglesia son magníficos; pero, además, hay que pelear con toda el alma; esta es la doctrina tradicional de nuestra Iglesia. La segunda: la del aspirante al premio a quien se dice que tiene que pelear, pero que no necesitará esforzarse demasiado, porque al fin vendrá un auxilio externo que le dará la victoria, al parecer honra mucho los méritos de Nuestro Señor, pero en realidad deprime lo mismo el valor de la Redención que el de la voluntad humana.
Las misiones guaraníes
Ejemplos de lo que se puede emprender con este espíritu nos lo ofrece la Compañía de Jesús en las misiones guaraníes. Empezaron en 1609, muriendo mártires algunos de los Padres. Los guaraníes eran tribus guerreras, indómitas; avecindadas en las márgenes de grandes ríos que suelen cambiar su cauce de año en año; vivían de la caza y de la pesca, y si hacían algún sembrado, apenas se cuidaban de cosecharlos; cuando una mujer guaraní necesitaba un poco de algodón, lo cogía de las plantas y dejaba que el resto se pudriese en ellas; ignoraban la propiedad; ignoraban también la familia monogámica; vivían en un estado de promiscuidad sexual; practicaban el canibalismo, no solamente por cólera, cuando hacían prisioneros en la guerra, sino también por gula; tenían sus cualidades: eran valientes, pero su valor les llevaba a la crueldad; eran generosos, pero una generosidad sin previsión; querían a sus hijos, pero este cariño les hacía permitirles toda clase de excesos sin reprenderlos nunca... Allí entraron los jesuitas sin ayuda militar, aunque en misión de los reyes, que habían ya trazado el cuadro jurídico a que tenía que ajustarse la obra misionera.
Nunca hombres blancos habían cruzado anteriormente la inmensidad de la selva paraguaya y cuenta el P. Hernández, que al navegar en canoa por aquellos ríos, en aquellas enormes soledades, más de una vez tañían la flauta para encontrar ánimos con que proseguir su tarea llena de tantos peligros y de tantas privaciones. Y los indios les seguían, escuchándoles, desde las orillas. Pero había algo en los guaraníes capaz de hacerles comprender que aquellos Padres estaban sufriendo penalidades, se sacrificaban por ellos, habían abandonado su patria y su familia y todas las esperanzas de la vida terrena, sencillamente para realizar su obra de bondad, y poco a poco se fue trabando una relación de cariño recíproco entre los doctrineros y los adoctrinados.
Nunca hombres blancos habían cruzado anteriormente la inmensidad de la selva paraguaya y cuenta el P. Hernández, que al navegar en canoa por aquellos ríos, en aquellas enormes soledades, más de una vez tañían la flauta para encontrar ánimos con que proseguir su tarea llena de tantos peligros y de tantas privaciones. Y los indios les seguían, escuchándoles, desde las orillas. Pero había algo en los guaraníes capaz de hacerles comprender que aquellos Padres estaban sufriendo penalidades, se sacrificaban por ellos, habían abandonado su patria y su familia y todas las esperanzas de la vida terrena, sencillamente para realizar su obra de bondad, y poco a poco se fue trabando una relación de cariño recíproco entre los doctrineros y los adoctrinados.
El caso es que a mediados del siglo XVIII aquellos pobres guaraníes habían llegado a conocer y gozar la propiedad, vivían en casas tan limpias y espaciosas como las de cualquier otro pueblo de América; tenían templos magníficos, amaban a sus jesuitas tan profundamente, que no aceptaban un castigo de ellos sin besarles la mano arrodillados, y darles las gracias; acudieron animosos a la defensa del imperio español contra las invasiones e irrupciones paulistas, del Brasil; contribuyeron con su trabajo y esfuerzo en la erección de los principales monumentos de Buenos Aires, entre otros la misma Catedral actual... Y solamente por la mentira, hija del odio, fue posible que abandonaran a los Padres.
Ello fue cuando aquella Internacional Patricia, de que ha hablado mi llorado amigo D. Ramón de Basterra, se apoderó de varias Cortes europeas y decidió la extinción de la Compañía de Jesús, como primer paso para aplastar "la infame". Esta Internacional Patricia envió a Buenos Aires a un gobernador llamado Francisco Bucareli, totalmente identificado con sus principios. Bucareli temió que los indios impidieran que los jesuitas se marcharan el día de aplicar la orden de expulsión de la Compañía, que ya llevaba consigo, y para poder ejecutarla sin tropiezo tuvo la ocurrencia de hacer que los mismos Padres Jesuitas le enviaran inocentemente a Buenos Aires varios caciques y cacicas, y lo primero que hizo con ellos fue vestirlos con los trajes de los hidalgos del siglo XVIII, bastante historiados en aquel tiempo, lo mismo en España que en París, y decirles que ellos eran tan grandes señores como él mismo, y los demás gobernadores y los obispos, los sentó en su mesa, les hizo oír con él misa en la Catedral, les convenció de que no debían dejarse gobernar por los jesuitas. Y de esta manera consiguió que aquellos pobres incautos indios perdieran el respeto y el cariño que habían tenido a los Padres. Por otra parte, las precauciones de Bucareli eran inútiles, porque los jesuitas aceptaron la orden de salir de los dominios españoles con la impavidez, con la resignación, con la fuerza de voluntad que ha caracterizado a la Orden en todo tiempo. El lenguaje que empleó Bucareli con los indios, era el mismo, en el fondo, con que la serpiente indujo a Eva a comer de la fruta del árbol prohibido: "Eritis sicut dii" :Seréis como dioses. Si abandonáis a los Padres Jesuitas, seréis iguales a ellos o más grandes aún.
Durante algunos años, en efecto, como a los Jesuitas sucedieron los Franciscanos, no menos heroicos que ellos, las Doctrinas continuaron, aunque, naturalmente, no tan bien como antes, porque los nuevos Padres eran primerizos en aquellos territorios y no conocían a sus indios; pero después faltó también a los Franciscanos la protección de las autoridades nuestras, contaminadas de furor masónico. El resultado es que al cabo de treinta años, las doctrinas desaparecieron, los indios volvieron al bosque, los templos construidos se cayeron, las casas de los indígenas se vinieron abajo y el número de aquellas pobres gentes disminuyó rápidamente, porque se vieron obligadas a luchar inermes contra la feroz Naturaleza, que acabó por consumirlos. Tal es el fruto de las palabras del diablo para los que las creen.
Ello fue cuando aquella Internacional Patricia, de que ha hablado mi llorado amigo D. Ramón de Basterra, se apoderó de varias Cortes europeas y decidió la extinción de la Compañía de Jesús, como primer paso para aplastar "la infame". Esta Internacional Patricia envió a Buenos Aires a un gobernador llamado Francisco Bucareli, totalmente identificado con sus principios. Bucareli temió que los indios impidieran que los jesuitas se marcharan el día de aplicar la orden de expulsión de la Compañía, que ya llevaba consigo, y para poder ejecutarla sin tropiezo tuvo la ocurrencia de hacer que los mismos Padres Jesuitas le enviaran inocentemente a Buenos Aires varios caciques y cacicas, y lo primero que hizo con ellos fue vestirlos con los trajes de los hidalgos del siglo XVIII, bastante historiados en aquel tiempo, lo mismo en España que en París, y decirles que ellos eran tan grandes señores como él mismo, y los demás gobernadores y los obispos, los sentó en su mesa, les hizo oír con él misa en la Catedral, les convenció de que no debían dejarse gobernar por los jesuitas. Y de esta manera consiguió que aquellos pobres incautos indios perdieran el respeto y el cariño que habían tenido a los Padres. Por otra parte, las precauciones de Bucareli eran inútiles, porque los jesuitas aceptaron la orden de salir de los dominios españoles con la impavidez, con la resignación, con la fuerza de voluntad que ha caracterizado a la Orden en todo tiempo. El lenguaje que empleó Bucareli con los indios, era el mismo, en el fondo, con que la serpiente indujo a Eva a comer de la fruta del árbol prohibido: "Eritis sicut dii" :Seréis como dioses. Si abandonáis a los Padres Jesuitas, seréis iguales a ellos o más grandes aún.
Durante algunos años, en efecto, como a los Jesuitas sucedieron los Franciscanos, no menos heroicos que ellos, las Doctrinas continuaron, aunque, naturalmente, no tan bien como antes, porque los nuevos Padres eran primerizos en aquellos territorios y no conocían a sus indios; pero después faltó también a los Franciscanos la protección de las autoridades nuestras, contaminadas de furor masónico. El resultado es que al cabo de treinta años, las doctrinas desaparecieron, los indios volvieron al bosque, los templos construidos se cayeron, las casas de los indígenas se vinieron abajo y el número de aquellas pobres gentes disminuyó rápidamente, porque se vieron obligadas a luchar inermes contra la feroz Naturaleza, que acabó por consumirlos. Tal es el fruto de las palabras del diablo para los que las creen.
Filipinas y el Oriente
Más suerte tuvieron los misioneros españoles en las Filipinas. Allí fue posible que continuara la obra de las Ordenes Religiosas todo el siglo XVII y hasta el término del siglo XIX. Es penoso, en parte, recordarlo, porque nosotros, los hombres de mi tiempo, llegamos a la mayoría de edad cuando acontecieron aquellas malandanzas de las sublevaciones coloniales. Nos familiarizamos y simpatizamos con aquella figura heroica del pobre Rizal que, arrepentido, decía pocas horas antes de ser fusilado: "Es la soberbia, Padre, la que me ha conducido a este trance". Rizal era un artista bastante completo: poeta, novelista, pintor, escultor y, también, músico. Pensador no lo era. De haberlo sido se habría preguntado de dónde había venido a su espíritu la justificación de su deseo y pretensión de que su país, Filipinas, figuraba en el concierto de las naciones libres y soberanas de la tierra, y de que su raza, la tagala, fuera también una de las razas gobernantes.
Y es que si se suprimen los dogmas de la Religión Católica, si se acaba con la creencia de que todos descendemos de Adán y Eva, y si se borra la idea de la posibilidad de que todos los hombres se salven, porque la Providencia ha dispensado una gracia suficiente, de un modo próximo o remoto, para su salud, no quedará razón alguna para que las distintas razas puedan creerse dotadas de los mismos derechos, para que los tagalos no sean nuestros esclavos, para que los hombres no nos odiemos como perros y gatos. La fraternidad de los hombres sólo puede fundarse en la paternidad de Dios.
La civilización filipina es obra de nuestras Ordenes Religiosas, muy especialmente de la de Santo Domingo, y de su magnífica Universidad de Santo Tomás, de Manila, con sus 350 profesores, sus 3.500 alumnos, sus siete u ocho Facultades, en las que ha puesto su mejor espíritu y sus mejores maestros. Gracias a esta obra de cultura superior, ha sido imposible que los norteamericanos pudieran tratar a los filipinos como los holandeses a los malayos, o los ingleses a los hindús, o los franceses a los árabes o a los moros. Los norteamericanos se han encontrado con un pueblo que, penetrado de la idea católica, quiere su justicia y su derecho, y que del pensamiento de que un hombre puede salvarse, deduce que le es posible el mejoramiento en esta vida, por lo que también podrá equivocarse, rectificarse, progresar y convertirse en una de las razas gobernantes de la tierra. Y como los norteamericanos se resistirán a admitir esta idea, en tanto que domine entre ellos la de una gracia o justificación especial, en que se basa la creencia de la superioridad de unas razas sobre otras, y como mientras los filipinos se hayen protegidos por la bandera de la Unión, no pueden cerrarles las puertas de California, ni evitar que sus estudiantes se conviertan frecuentemente en los alumnos mejores de las Universidades del Oeste -cosa que repugna a los norteamericanos, pero que nunca nos repugnó a nosotros, los españoles católicos- parece que prefieren concederles la independencia, para no verse obligados a codearse con ellos.
La civilización filipina es obra de nuestras Ordenes Religiosas, muy especialmente de la de Santo Domingo, y de su magnífica Universidad de Santo Tomás, de Manila, con sus 350 profesores, sus 3.500 alumnos, sus siete u ocho Facultades, en las que ha puesto su mejor espíritu y sus mejores maestros. Gracias a esta obra de cultura superior, ha sido imposible que los norteamericanos pudieran tratar a los filipinos como los holandeses a los malayos, o los ingleses a los hindús, o los franceses a los árabes o a los moros. Los norteamericanos se han encontrado con un pueblo que, penetrado de la idea católica, quiere su justicia y su derecho, y que del pensamiento de que un hombre puede salvarse, deduce que le es posible el mejoramiento en esta vida, por lo que también podrá equivocarse, rectificarse, progresar y convertirse en una de las razas gobernantes de la tierra. Y como los norteamericanos se resistirán a admitir esta idea, en tanto que domine entre ellos la de una gracia o justificación especial, en que se basa la creencia de la superioridad de unas razas sobre otras, y como mientras los filipinos se hayen protegidos por la bandera de la Unión, no pueden cerrarles las puertas de California, ni evitar que sus estudiantes se conviertan frecuentemente en los alumnos mejores de las Universidades del Oeste -cosa que repugna a los norteamericanos, pero que nunca nos repugnó a nosotros, los españoles católicos- parece que prefieren concederles la independencia, para no verse obligados a codearse con ellos.
El fin de las misiones
El liberalismo prohibe a los ingleses mezclarse en la religión, ideas y costumbres de los hindús. Ello parece cosa muy bonita y aun excelsa; pero es en realidad muy cómoda y egoísta.
Toda la India o la mayoría de su pueblo, está envejecida y debilitada por abusos sexuales. Muchos niños se casan a la edad de cinco, seis u ocho años, y por eso 20.000 ingleses pueden dominar a 350.000.000 de indios.
Comparad la India con las Filipinas y ahí está, en elocuente contraste, la diferencia entre nuestro método, que postula que los demás pueblos pueden y deben ser como nosotros; y el inglés de libertad, que a primera vista parece generoso, pero que, en realidad, se funda en el absoluto desprecio del pueblo dominador al dominado, ya que lo abandona a su salacidad y propensiones naturales, suponiendo que de ninguna manera podrá corregirse.
Ahora nos explicamos el orgullo con que Solórzano Pereira habla en el siglo XVII de la acción misionera de España, así como la persuasión de sus compatriotas, que veían en España la nueva Roma o el Israel moderno. Claro que Solórzano sustentó una tesis que la Santa Sede hizo perfectamente en no aceptar. En vista de que los españoles habíamos realizado esa magnífica obra misionera, Solórzano proclamaba nuestro Vice-vicariato, y en aquellos momentos, en efecto, no cabe duda de que España ejercía algo muy parecido al Vice-vicariato en el mundo. Lo que no podía imaginarse Solórzano era que ciento cincuenta años después, España estuviera gobernada, como lo estuvo en tiempos de Carlos III, por ministros masones, que iban a deshacer nuestra obra misionera.
Entonces empezó también a propagarse una teoría que ha destruido el prestigio de las misiones en los dos siglos últimos; la de que los hombres salvajes son superiores a los civilizados. Todo el ideario rusoniano, que ha hecho prevalecer la democracia y el sufragio universal, se funda precisamente en esta creencia de que el salvaje es superior al civilizado, de que el hombre natural es superior al que Rousseau creía deformado por las instituciones de la vida civilizada. De ello se dedujo que no hace falta que pasen los hombres por las Universidades para que sepan gobernar, que el juicio de cualquier analfabeto vale tanto como el del mejor cameralista, y que para gobernar no son necesarias las disciplinas que van formando el espíritu político y la capacidad administrativa de los hombres. Naturalmente, si los salvajes son superiores a los civilizados, ya no hacen falta nuestras misiones, sino las suyas, en todo caso, para que vengan a hacernos salvajes a nosotros. De ahí vino el decaimiento del espíritu misionero, que duró algún tiempo; pero al mostrarnos la realidad que numerosas tribus son antropófagas, que no conocen ninguna clase de vida honesta, que son mentirosas y ladronas, y que necesitan ser civilizadas para conducirse de un modo que podamos calificar de humano, aunque estén, de otra parte, familiarizadas con todos los vicios sexuales y con el uso de narcóticos, que solemos creer propios de pueblos decadentes, se ha vuelto poco a poco, a reconocer la necesidad de resucitar el espíritu misionero en el mundo.
Entonces empezó también a propagarse una teoría que ha destruido el prestigio de las misiones en los dos siglos últimos; la de que los hombres salvajes son superiores a los civilizados. Todo el ideario rusoniano, que ha hecho prevalecer la democracia y el sufragio universal, se funda precisamente en esta creencia de que el salvaje es superior al civilizado, de que el hombre natural es superior al que Rousseau creía deformado por las instituciones de la vida civilizada. De ello se dedujo que no hace falta que pasen los hombres por las Universidades para que sepan gobernar, que el juicio de cualquier analfabeto vale tanto como el del mejor cameralista, y que para gobernar no son necesarias las disciplinas que van formando el espíritu político y la capacidad administrativa de los hombres. Naturalmente, si los salvajes son superiores a los civilizados, ya no hacen falta nuestras misiones, sino las suyas, en todo caso, para que vengan a hacernos salvajes a nosotros. De ahí vino el decaimiento del espíritu misionero, que duró algún tiempo; pero al mostrarnos la realidad que numerosas tribus son antropófagas, que no conocen ninguna clase de vida honesta, que son mentirosas y ladronas, y que necesitan ser civilizadas para conducirse de un modo que podamos calificar de humano, aunque estén, de otra parte, familiarizadas con todos los vicios sexuales y con el uso de narcóticos, que solemos creer propios de pueblos decadentes, se ha vuelto poco a poco, a reconocer la necesidad de resucitar el espíritu misionero en el mundo.
En España, en parte, por la obra del P. Gil, en Oña, y por la del P. Sagarminaga, al fundar en Vitoria la cátedra de métodos modernos misioneros, indudablemente se ha rehecho la eficacia catequista y en estos cuarenta años han vuelto a hacerse cosas grandes en tierras de Ultramar por nuestras Ordenes Religiosas. Y hoy podemos enorgullecernos de que en alguna región española, como Navarra, el número de vocaciones misioneras es tan grande como en el siglo XVI.
La vuelta de las misiones
No ha de olvidarse la obra que se realiza por los misioneros españoles en el Extremo Oriente. Han salvado la vida de millares de niñas, cuyo infanticidio es en China muy frecuente.
Ahora está el mundo revuelto. Acabo de leer un libro de un autor japonés, el Dr. Nitobe, que termina con la profecía de que al final de todas las guerras y revoluciones del Extremo Oriente se alzará la Cruz sobre el horizonte. Pero hay también quien cree que no será una Cruz lo que se alce, sino la hoz y el martillo. Esta es, a mi modo de ver, la alternativa. Las soluciones intermedias son cada vez menos probables. O la Cruz, de una parte, diciendo a los hombres que deben mejorar y que pueden hacerlo, y situando delante de sus ojos un ideal infinito, o la hoz y el martillo, asegurándonos que somos animales, que debemos atenernos a una interpretación puramente material de la Historia, que tripas llevan pies, que no hay espíritu, que el altar es una superstición y que debemos contentarnos con comer, reproducirnos y morir. Los que me lean ya sé que habrán tomado su partido. Lo grave es que queden tantas gentes en España que crean de buena fe que los religiosos estaban pagados por los Gobiernos monárquicos, que cada uno de ellos recibía un sueldo del Estado, que son los enemigos de la cultura y de la sociedad. Esto, a mi juicio, quiere decir sólo una cosa, y es que hay que dedicar buena parte de nuestra energía misionera a reconquistar nuestro pueblo. De otra parte, no me cabe duda de que tan pronto como se efectué esta labor de reconquista -y tiene que realizarse, porque hay muchos hombres que comprendemos la necesidad de consagrar a ellas nuestras vidas- y a medida que se vaya efectuando, el alma española volverá a soñar con descubrir nuevas Américas y con llevar a todos los hombres la esperanza de que puedan salvarse, lo mismo que nosotros, lo que significa en lo humano que pueden perfeccionarse y progresar, persuadido de esta Catolicidad o universalidad es la quinta esencia de nuestra Religión Católica, su parte más fuerte y más segura o, cuando menos, la que ejerce mayor influencia sobre nuestras almas superiores.
Los españoles de América
El éxito de los aldeanos
Es hecho sorprendente que en América prosperen más, salvo excepciones, los españoles procedentes de aldeas que los que van al nuevo mundo de nuestras ciudades, y más los menos educados que los cultos.
En parte se acierta cuando ello se atribuye a que los campesinos están acostumbrados a mayores privaciones y soportan mejor la vida de trabajo y de ahorro, indispensable en los primeros años, como base de posible prosperidad ulterior. Digo en parte, porque una buena educación debe enseñar, sobre todo, a sufrir, como la enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo XVI, con sus diez o doce horas diarias de latín en los primeros años, a las que seguían otras tantas de ejercicio con las armas, en los años de juventud. Entonces no era frecuente que los palurdos prosperasen más que los hidalgos, ni que realizaran más proezas que éstos. Al contrario, la epopeya española en América es obra casi exclusiva de los hidalgos y de los misioneros, que eran también hombres educados. Sólo que la educación de aquel tiempo era buena. Se inspiraba en los mismos principios, por los cuales se alaba generalmente en Alemania la influencia del antiguo servicio militar obligatorio para endurecimiento de los cuerpos y disciplina de las almas, y como preparatorio para la lucha por la vida. La educación actual, en cambio, es radicalmente mala, porque no enseña a sufrir, sino a gozar.
En parte se acierta cuando ello se atribuye a que los campesinos están acostumbrados a mayores privaciones y soportan mejor la vida de trabajo y de ahorro, indispensable en los primeros años, como base de posible prosperidad ulterior. Digo en parte, porque una buena educación debe enseñar, sobre todo, a sufrir, como la enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo XVI, con sus diez o doce horas diarias de latín en los primeros años, a las que seguían otras tantas de ejercicio con las armas, en los años de juventud. Entonces no era frecuente que los palurdos prosperasen más que los hidalgos, ni que realizaran más proezas que éstos. Al contrario, la epopeya española en América es obra casi exclusiva de los hidalgos y de los misioneros, que eran también hombres educados. Sólo que la educación de aquel tiempo era buena. Se inspiraba en los mismos principios, por los cuales se alaba generalmente en Alemania la influencia del antiguo servicio militar obligatorio para endurecimiento de los cuerpos y disciplina de las almas, y como preparatorio para la lucha por la vida. La educación actual, en cambio, es radicalmente mala, porque no enseña a sufrir, sino a gozar.
La Hispanidad en Crisis
Las dos Américas
Los norteamericanos han llegado a la conclusión de que no pueden inculcar su manera de ser sino entre los europeos nórdicos de religión protestante: ingleses, escoceses, escandinavos, holandeses y alemanes. Y como los nórdicos católicos, irlandeses o canadienses, los europeos mediterránicos, los españoles e hispanoamericanos, los eslavos y los judíos se resisten a dejarse asimilar, los norteamericanos, con las nuevas leyes de inmigración, les han cerrado el acceso a su país, a pesar de que, ya en los comienzos del siglo XVI, el padre Vitoria consideraba atentatorio al derecho de gentes prohibir a los extranjeros viajar por un territorio o habitarlo permanentemente.
El norteamericano no quiere mestizajes. Gracias a su política de desdén y exclusión respecto de los negros, se jacta de que su patria no llegará a ser en lo futuro "un segundo Brasil”.
Siegfried cosa nueva a los lectores informados, pero los periódicos franceses, al ver en la guerra que el Ejército norteamericano prefirió establecer sus bases en San Nazario y en Burdeos y no en los puertos del Canal de la Mancha, donde tenían las suyas los ingleses, imaginaron que ingleses y norteamericanos se detestaban. M. Siegfried hace bien en decirles que en los Estados Unidos hay una tradición no escrita, por cuya virtud "la ascendencia angloescocesa es casi necesaria para ocupar los altos cargos"; lo aristocrático, en la América del Norte, es lo de origen angloescocés, y la razón de que los Estados Unidos entraran en la guerra "fue el mantenimiento de la hegemonía anglosajona, común a los ingleses y norteamericanos", aunque M. Siegfried ha podido añadir que ingleses y norteamericanos se la disputan entre sí desde hace más de un siglo.
Esta es la verdadera relación de los Estados Unidos e Inglaterra: rivalidad recíproca y solidaridad profunda, en momentos de peligro, frente al resto del mundo. ¿Y no es esta una relación admirable y que debiera servir de ejemplo a los pueblos de Hispanoamérica y de España? Sólo que éste es obviamente un modelo que no podemos imitar. Ni españoles ni hispanoamericanos nos creemos superiores a los demás pueblos, ni nos lo creíamos jamás, ni siquiera cuando teníamos la certidumbre de estar librando "las batallas de Dios", porque una cosa es creer en la excelencia de nuestra causa y otra distinta envanecerse de la propia excelencia. Nunca pensamos que Dios hubiera venido al mundo para nosotros solos, sino que peleamos precisamente por la creencia, vieja como la Iglesia, pero olvidada, desconocida o negada por las sectas, de que Dios quiso que todos los hombres fuesen salvos. Y aunque también los españoles y todos los pueblos hispánicos supimos enorgullecernos de ser campeones y defensores del Catolicismo, no por ello nos imaginamos nunca que éramos, "por decirlo así", como escribe Menéndez y Pelayo en su estudio sobre Calderón: "el pueblo elegido por Dios, llamado por El para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos", sino que preferimos pensar que éramos nosotros los que, de propia iniciativa, habíamos elegido la defensa de la causa de Dios. En el primer caso, de habernos sentido ser pueblo elegido, habría reinado entre los pueblos hispánicos la misma rivalidad y solidaridad que entre los anglosajones: rivalidad, por mostrar que era cada uno de nosotros el más elegido entre los elegidos, y solidaridad, frente al tumulto de los demás pueblos no favorecidos. Pero lo que nosotros sentimos no fue la superioridad de seres escogidos, sino la de la causa que habíamos abrazado, y era lógico que al desengañarnos o resfriarnos o fatigarnos de la común empresa, cada uno de nuestros pueblos se fuera por su lado.
Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geográfica de los pueblos hispánicos y que hubieran conservado mayor unidad espiritual, tanto entre sí como con la metrópoli, de haber formado un todo continuo, como el de los Estados Unidos, pero si las condiciones geográficas pueden ser obstáculo para las relaciones económicas, no lo son para la comunidad de la fe. Aquí hay que afirmar en absoluto la primacía de lo espiritual. El Imperio hispánico se sostuvo más de dos siglos después de haber perdido Felipe II, en 1588, el dominio del mar, que en lo material lo aseguraba, y se hubiera sostenido indefinidamente -aun después de llegadas a su mayoría de edad las naciones americanas y afirmada su independencia como Estados, si se juzgaba conveniente- de haber conservado el ideal común que las unía entre sí y con España. Porque es muy probable que la solidaridad racial que une a los ingleses, a sus colonos y a los norteamericanos no logre mantenerse sino en tiempos de bonanza, que parecen justificar la creencia en la propia superioridad. La solidaridad en el ideal resiste, en cambio, a la derrota, y por ello pudo soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las paces de Westphalia y de los Pirineos, de Lisboa y de Aquisgrán, y todas las otras que fueron señalando el declive de España en Europa. En la guerra de sucesión, durante los quince años primeros del siglo XVIII, se halló España invadida por tropas extranjeras, sin que nadie, en América o en Filipinas, pensara en sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe en el curso del siglo enciclopédico. Los mismos funcionarios españoles lo pregonaron en los países hispanoamericanos, con lo que se la hicieron perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave, cada uno de nuestros pueblos se fue por su camino; unos a buscar inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los caudillos que les salieron de entre las patas de los caballos, según la frase de Vallenilla Lanz; otros, a soñar con la teocracia; otros, a imaginarse la restauración de los incas o de los aztecas. Y aún estamos en ello.
Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geográfica de los pueblos hispánicos y que hubieran conservado mayor unidad espiritual, tanto entre sí como con la metrópoli, de haber formado un todo continuo, como el de los Estados Unidos, pero si las condiciones geográficas pueden ser obstáculo para las relaciones económicas, no lo son para la comunidad de la fe. Aquí hay que afirmar en absoluto la primacía de lo espiritual. El Imperio hispánico se sostuvo más de dos siglos después de haber perdido Felipe II, en 1588, el dominio del mar, que en lo material lo aseguraba, y se hubiera sostenido indefinidamente -aun después de llegadas a su mayoría de edad las naciones americanas y afirmada su independencia como Estados, si se juzgaba conveniente- de haber conservado el ideal común que las unía entre sí y con España. Porque es muy probable que la solidaridad racial que une a los ingleses, a sus colonos y a los norteamericanos no logre mantenerse sino en tiempos de bonanza, que parecen justificar la creencia en la propia superioridad. La solidaridad en el ideal resiste, en cambio, a la derrota, y por ello pudo soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las paces de Westphalia y de los Pirineos, de Lisboa y de Aquisgrán, y todas las otras que fueron señalando el declive de España en Europa. En la guerra de sucesión, durante los quince años primeros del siglo XVIII, se halló España invadida por tropas extranjeras, sin que nadie, en América o en Filipinas, pensara en sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe en el curso del siglo enciclopédico. Los mismos funcionarios españoles lo pregonaron en los países hispanoamericanos, con lo que se la hicieron perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave, cada uno de nuestros pueblos se fue por su camino; unos a buscar inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los caudillos que les salieron de entre las patas de los caballos, según la frase de Vallenilla Lanz; otros, a soñar con la teocracia; otros, a imaginarse la restauración de los incas o de los aztecas. Y aún estamos en ello.
El desorientado siglo XIX
Lo peor no fue, sin embargo, que los pueblos hispanoamericanos se fueran cada uno por su lado, sino que, apenas se sintieron independientes, se dieran a pelear consigo mismos, con tanta falta de sentido que, a las décadas de confusión y lucha, no se las encontraba otra salida que otras décadas de dictadura y de silencio; y como esta alternativa de tiranía y caos parece ser fatal a los pueblos hispánicos, los escritores políticos de la América española no han cesado de preguntarse durante un siglo si no tiene la culpa de todo ello la herencia española o la sangre india.
Es evidente, en efecto, que los pueblos de Hispano América no han sabido ajustar su vida a los patrones de Montesquieu o de Rousseau. Pero en vez de preguntarse si hay algún pueblo que lo haya conseguido y si la misma Francia debe tanto su estructura política a la revolución del siglo XVIII como a su Monarquía milenaria, numerosos publicistas hispanoamericanos han preferido cortarse las venas de su sangre española y olvidarse para la formación de su cultura hasta de que ha existido España. Excusado es decir que el ejemplo de nuestras guerras civiles del pasado siglo y la perplejidad e incertidumbre de nuestros Gobiernos ante los grandes problemas del mundo, no hacían sino echar leña al fuego del antiespañolismo. Y aunque en los últimos treinta años ha habido pensadores que, como el uruguayo Herrera o el argentino Arrayagaray, han visto claro que el culto de la revolución francesa ha sido funesto para sus compatriotas, todavía se mantiene en América la tradición antiespañola -las Universidades suelen alimentar este fuego profano- y se sigue pensando, aunque no ya por los mejores, que civilizar es desespañolizar y que la culpa de que allí no se viva más a menudo con arreglo a derecho, la tienen los españoles o los indios, o entrambos combinados.
La Historia, en cambio, nos dice que en América se vivió, durante siglos, en paz y en gracia de Dios; los mismos siglos que en España, con la diferencia de que América progresaba todo el tiempo y tan deprisa, que sus pueblos se hacían grandes y mayores, quizás antes de su hora, mientras que a la Metrópoli no la dejaban levantar cabeza las vicisitudes de la política europea. La razón de aquella prosperidad es que los pueblos hispánicos estaban unidos por un ideal común universalmente acatado, como era la empresa de civilización católica que estaban realizando con las razas indígenas, y que vivían bajo una autoridad también común y por todos respetada, como era el Rey de España. Estas fueron las dos condiciones de la prosperidad de los pueblos hispánicos: el ideal y la autoridad comunes, y la más importante de las dos fue el ideal. Ello se pudo ver en los quince años de la guerra de Sucesión. Faltó el Rey, pero los americanos y los filipinos dejaron que los españoles decidieran si había de ser Carlos de Austria o Felipe de Borbón, y siguieron obedeciendo a la idea platónica de un Rey inexistente, en cuyo nombre gobernaban los virreyes y hacían justicia las audiencias. En 1810, en cambio, no sólo faltó el Rey, sino la unidad del ideal, y los pueblos de América creyeron llegada la hora de hacer cada uno lo que le viniera en ganas. Los mismos llaneros venezolanos que primero pelearon con Boves por el Rey de España y contra Bolívar, se batieron después con el mismo ardimiento por la independencia americana a las órdenes de Páez.
Es evidente, en efecto, que los pueblos de Hispano América no han sabido ajustar su vida a los patrones de Montesquieu o de Rousseau. Pero en vez de preguntarse si hay algún pueblo que lo haya conseguido y si la misma Francia debe tanto su estructura política a la revolución del siglo XVIII como a su Monarquía milenaria, numerosos publicistas hispanoamericanos han preferido cortarse las venas de su sangre española y olvidarse para la formación de su cultura hasta de que ha existido España. Excusado es decir que el ejemplo de nuestras guerras civiles del pasado siglo y la perplejidad e incertidumbre de nuestros Gobiernos ante los grandes problemas del mundo, no hacían sino echar leña al fuego del antiespañolismo. Y aunque en los últimos treinta años ha habido pensadores que, como el uruguayo Herrera o el argentino Arrayagaray, han visto claro que el culto de la revolución francesa ha sido funesto para sus compatriotas, todavía se mantiene en América la tradición antiespañola -las Universidades suelen alimentar este fuego profano- y se sigue pensando, aunque no ya por los mejores, que civilizar es desespañolizar y que la culpa de que allí no se viva más a menudo con arreglo a derecho, la tienen los españoles o los indios, o entrambos combinados.
La Historia, en cambio, nos dice que en América se vivió, durante siglos, en paz y en gracia de Dios; los mismos siglos que en España, con la diferencia de que América progresaba todo el tiempo y tan deprisa, que sus pueblos se hacían grandes y mayores, quizás antes de su hora, mientras que a la Metrópoli no la dejaban levantar cabeza las vicisitudes de la política europea. La razón de aquella prosperidad es que los pueblos hispánicos estaban unidos por un ideal común universalmente acatado, como era la empresa de civilización católica que estaban realizando con las razas indígenas, y que vivían bajo una autoridad también común y por todos respetada, como era el Rey de España. Estas fueron las dos condiciones de la prosperidad de los pueblos hispánicos: el ideal y la autoridad comunes, y la más importante de las dos fue el ideal. Ello se pudo ver en los quince años de la guerra de Sucesión. Faltó el Rey, pero los americanos y los filipinos dejaron que los españoles decidieran si había de ser Carlos de Austria o Felipe de Borbón, y siguieron obedeciendo a la idea platónica de un Rey inexistente, en cuyo nombre gobernaban los virreyes y hacían justicia las audiencias. En 1810, en cambio, no sólo faltó el Rey, sino la unidad del ideal, y los pueblos de América creyeron llegada la hora de hacer cada uno lo que le viniera en ganas. Los mismos llaneros venezolanos que primero pelearon con Boves por el Rey de España y contra Bolívar, se batieron después con el mismo ardimiento por la independencia americana a las órdenes de Páez.
Alberdi pedía que se poblase artificialmente la Argentina de europeos del Norte, porque la inmigración del Sur: españoles, italianos, eslavos, etc., le parecía incapaz de educarse "en la libertad, en la paz y en la industria". Pero flamencos y escandinavos son pacíficos mientras viven en sus tierras estrechas, donde la subsistencia de sus poblaciones excesivas tienen por base el orden. Los holandeses trasplantados al Africa del Sur tienen muy poco de pacíficos, y los pueblos de Australia y Nueva Zelanda no son, en conjunto, superiores a los de Chile y la Argentina. Los varones graves de la América hispana se desesperaban al advertir que sus países no sentían los ideales de riqueza, cultura e higiene con la misma reverencia que la religión en otros tiempos. Pero sus pueblos, al oírles, se preguntaban: ¿Para qué?
Al morir Simón Bolívar, exclamó: "¡Los tres más grandes majaderos de la Historia hemos sido Jesucristo, Don Quijote... y yo !”.
Sólo que su postrera exclamación demuestra que Bolívar, hombre de más corazón que sabiduría, no se dio cuenta clara de que Don Quijote no es un personaje de la Historia, ni de que Jesucristo no sintió, ni en la cruz, el desengaño de su ideal.
Todo lo relativo se ordenará en la dirección de lo absoluto, todos los medios hallarán su justificación en función de los fines. Pero si falta lo absoluto, lo relativo pierde su valor. Y para los pueblos que han conocido los ideales supremos escribió Dostoievski su dilema: "O el valor absoluto o la nada absoluta", que es la razón de que los próceres de América no debieran avergonzarse de que sus indios hayan preferido la ociosidad y la miseria a la tentación de los salarios elevados, desde el día funesto en que dejaron de oír aquella voz del Evangelio que los estaba levantando, no sólo en lo moral, sino también en lo económico.
Pero de estas incertidumbres hispanoamericanas del siglo XIX tiene la culpa el escepticismo español del siglo XVIII.
Pero de estas incertidumbres hispanoamericanas del siglo XIX tiene la culpa el escepticismo español del siglo XVIII.
La extranjerización
De los sentimientos antiespañoles de los hispanoamericanos en el siglo pasado, España misma es la originadora, cuando no la responsable.
Aún no se ha escrito el libro de la historia que nos cuente el proceso de nuestra extranjerización. No faltan los documentos para ello, sino el historiador: la imaginación, el vuelo filosófico, el valor de pensar por cuenta propia. Para todo ello fue Menéndez Pelayo nuestro libertador, pero aún espera continuadores de su empuje. Quizás se entienda brevemente lo que aconteció a los españoles con el ejemplo de lo que está ocurriendo en Francia. Desde que declinó el Sacro Imperio Romano Alemán, apenas se han preocupado los franceses más que de impedir que los pueblos germánicos constituyan un gran Estado nacional, temerosos de que entonces sea suyo el poderío máximo de Europa. Aún no han logrado los alemanes realizar totalmente su empeño. Aún es posible, aunque improbable, que Francia lo evite. Ahora bien; si se observa que ya en la actualidad, y desde hace bastante tiempo, Francia no respeta y admira a más nación extranjera que a Alemania; que, en el pecho de sus grandes intelectuales Francia está germanizada desde el tiempo de madame Stãel; y que sólo ahora, desde la última guerra y pocos años antes, se esfuerzan algunos franceses por desgermanizarse el alma, no sería disparatado suponer que si los alemanes acabasen por realizar su aspiración, cosa que no podría acontecer sin que Francia sufriera un gran desastre o una serie progresiva de fracasos, quedarían tan persuadidos los franceses de la superioridad de Alemania que no pensarían ya en lo sucesivo sino en imitarla y emularla.
En las décadas últimas del siglo XVII Francia tuvo que aparecerse a los ojos de nuestros gobernantes como la potencia irresistible. Nuestros ojos quedaban fascinados mirándola crecer. Carlos II y sus consejeros llegaron al convencimiento de que el Imperio español sólo podría conservarse asegurándose la amistad de Francia, y la procuraron con el testamento que otorgaba a Felipe de Anjou el cetro de las Españas. Las lises borbónicas, es decir, el sentido terrestre y positivo, habían vencido a las bicéfalas águilas austriacas: por águilas, emblema de la inmortalidad y por sus dos cabezas, Oriente y Occidente, cíngulos del orbe. Y entonces surgió el ideal de convertir España en otra Francia.
Durante dos siglos los escritores españoles han vivido en su patria como desterrados, leyendo todo el tiempo libros extranjeros.
La nación entera ha estado pendiente de lo que disponía el extranjero para saber lo que tenía que vestir, que comer, que beber, que leer, que pensar.
Todavía ahora mismo se oye decir a gentes que llevan en los apellidos media historia de España que es una desgracia ser español y no sueñan sino en huir a la realidad desagradable, en vez de concertar los ánimos contra las calamidades y "destruirlas combatiéndolas", como hubiera hecho Hamlet, de no haber sido Hamlet.
Rubén Darío y los talentos
El prestigio de que gozaba Rubén en América hacia el año 1898 no se debía únicamente al valor de sus poesías, sino al hecho de marchar a la cabeza del movimiento extranjerizante y naturalista, pero antiespañol, en ambos casos, de la literatura hispanoamericana. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Lo que le acontecía a Rubén en América era análogo a lo que le sucedía a Galdós en España, salvo que en Galdós se compensaban el fondo extranjero y naturalista de los ideales con el españolismo del lenguaje y de los personajes de sus obras, mientras que Rubén estaba afrancesado hasta la médula. Ya nos lo dice en su Autobiografía: "París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño". Rubén vino a España, sin embargo, por una de esas razones del corazón que la razón ignora. La Nación, de Buenos Aires, buscaba una persona que pudiera informarla sobre la situación de "la madre patria" al término de la guerra con los Estados Unidos, y se ofreció Rubén. Lo natural es que hubiera ido a Cuba, para saludar en nombre de la América del Sur a la nueva nación independiente y dar testimonio de sus primeros pasos por la historia; o a los Estados Unidos, para aprender de la poderosa nación "libertadora" la magistratura política y económica. Prefirió venir a España y poner en guardia a los pueblos de la América española contra el peligro norteamericano.
Rubén no se dio cuenta clara del impulso que le trajo a España al terminar el 98. Tampoco intenta explicárnoslo en su Autobiografía. Pero su obra posterior nos dice que sintió confusamente, desde el primer momento, lo que los españoles solo vimos muchos años después. Y es, que la guerra de España y los Estados Unidos fue un episodio del secular conflicto entre la Hispanidad y los pueblos anglosajones, y aunque los españoles nos defendimos, en punto a propaganda periodística, tan desdichadamente, que parecía que no peleábamos en las Antillas y Filipinas, sino por el proteccionismo arancelario y el derecho a seguir nombrando los empleados públicos, cosas en las que acaso no tuviéramos razón, la verdad es que estábamos librando la batalla de todos los pueblos hispánicos, y que el día en que arriamos la bandera del Morro de la Habana, empezó a cernerse sobre todos los pueblos españoles de América la sombra de las rayas y estrellas de los Estados de la Unión.
Rubén no se dio cuenta clara del impulso que le trajo a España al terminar el 98. Tampoco intenta explicárnoslo en su Autobiografía. Pero su obra posterior nos dice que sintió confusamente, desde el primer momento, lo que los españoles solo vimos muchos años después. Y es, que la guerra de España y los Estados Unidos fue un episodio del secular conflicto entre la Hispanidad y los pueblos anglosajones, y aunque los españoles nos defendimos, en punto a propaganda periodística, tan desdichadamente, que parecía que no peleábamos en las Antillas y Filipinas, sino por el proteccionismo arancelario y el derecho a seguir nombrando los empleados públicos, cosas en las que acaso no tuviéramos razón, la verdad es que estábamos librando la batalla de todos los pueblos hispánicos, y que el día en que arriamos la bandera del Morro de la Habana, empezó a cernerse sobre todos los pueblos españoles de América la sombra de las rayas y estrellas de los Estados de la Unión.
Entre dos fuegos
al mismo tiempo que "la diplomacia del dólar" ha surgido en Sudamérica la influencia de Moscú. Ya en 1918 aparecen en varios países las Federaciones Universitarias de Estudiantes, de tipo análogo a la nuestra, enarbolando primeramente un programa de reforma docente, con la intervención de los estudiantes en el gobierno de los claustros, pero animadas en un espíritu político de carácter revolucionario. Al mismo tiempo se transforma el carácter del movimiento socialista obrero, porque la idea comunista deja de ser una utopía, sólo realizable en el transcurso de los siglos, para trocarse en plan de acción inmediata, "en nuestro tiempo", como dicen los camaradas de Inglaterra. Méjico, revolucionado desde la caída de D. Porfirio Díaz, en 1911, se convierte en uno de los centros de la nueva agitación. El otro se establece en Montevideo, al amparo del jacobinismo del señor Battle y Ordóñez. Se inicia la propaganda entre las razas de color. El éxito es grande. El comunismo, al fin y al cabo, no es sino la última consecuencia del espíritu revolucionario que desde hace dos siglos está difundiéndose por los países hispánicos. Ya estaba implícito en el naturalismo de Rousseau y en la admiración a los pueblos salvajes. Cuando se celebra en febrero de 1927 la Conferencia de Bruselas, que puso en contacto, bajo la organización de Moscú, a los negros de los Estados Unidos, los indios de Méjico y Perú y las Federaciones Universitarias de la América española, con los revolucionarios hindús, chinos, árabes y malayos y se constituyó la "Liga contra el imperialismo y para la defensa de los pueblos oprimidos", ya estaba actuando el espíritu bolchevique en casi todos los países hispanoamericanos, avivando el resentimiento de las razas de color y de los braceros inmigrantes.
De entonces acá, la agitación no cesa. Ha habido levantamientos comunistas de indios en la altiplanicie de Bolivia y en las montañas de Colombia, verdaderas batallas en la República del Salvador y en Trujillo (Perú) e intervención de los comunistas en las revoluciones y motines de Méjico, Cuba, Centroamérica, Ecuador, Paraguay, Chile, Uruguay, Brasil y la Argentina. La América española ha vivido estos años entre los Estados Unidos y el Soviet. Las intervenciones norteamericanas en Haití, Santo Domingo y Nicaragua, hacían temer a los hispanoamericanos que detrás de los capitales estadounidenses vinieran las escuadras y la infantería de marina, y éste era el tema que aprovechaban para sus propagandas los agitadores de las Federaciones Universitarias y de las sociedades obreras. Donde quiera que los norteamericanos han acaparado monopolios o industrias para cobro de sus préstamos, han surgido las huelgas y las revoluciones contra los Gobiernos que han entregado al extranjero las fuentes de la riqueza nacional. Así han podido advertir los norteamericanos la dificultad de realizar los sueños de imperialismo económico a distancia, que tan hacederos parecían. El capitalismo extranjero es necesariamente débil, porque no acierta a crear intereses afines que por solidaridad lo sostengan. Su colusión con los políticos venales tampoco lo refuerza, porque en los países hispánicos nunca son populares los políticos de negocios. Lo que hizo viable en Rusia la revolución bolchevique fue el hecho de que el capital era extranjero en su mayor parte. Cuando ello ocurre es ya más fácil alzarse en contra suya y presentarlo como un factor monstruoso, enemigo del proletariado y de la patria. Y no siempre es posible, como en el caso de Santo Domingo, Haití o Nicaragua, sostener los intereses imperiales con un par de compañías de infantería de marina. En el caso de países más pujantes sería necesario defender "la diplomacia del dólar" con grandes ejércitos, cuyo entretenimiento costaría bastante más dinero que el valor de los intereses que se han de proteger.
De entonces acá, la agitación no cesa. Ha habido levantamientos comunistas de indios en la altiplanicie de Bolivia y en las montañas de Colombia, verdaderas batallas en la República del Salvador y en Trujillo (Perú) e intervención de los comunistas en las revoluciones y motines de Méjico, Cuba, Centroamérica, Ecuador, Paraguay, Chile, Uruguay, Brasil y la Argentina. La América española ha vivido estos años entre los Estados Unidos y el Soviet. Las intervenciones norteamericanas en Haití, Santo Domingo y Nicaragua, hacían temer a los hispanoamericanos que detrás de los capitales estadounidenses vinieran las escuadras y la infantería de marina, y éste era el tema que aprovechaban para sus propagandas los agitadores de las Federaciones Universitarias y de las sociedades obreras. Donde quiera que los norteamericanos han acaparado monopolios o industrias para cobro de sus préstamos, han surgido las huelgas y las revoluciones contra los Gobiernos que han entregado al extranjero las fuentes de la riqueza nacional. Así han podido advertir los norteamericanos la dificultad de realizar los sueños de imperialismo económico a distancia, que tan hacederos parecían. El capitalismo extranjero es necesariamente débil, porque no acierta a crear intereses afines que por solidaridad lo sostengan. Su colusión con los políticos venales tampoco lo refuerza, porque en los países hispánicos nunca son populares los políticos de negocios. Lo que hizo viable en Rusia la revolución bolchevique fue el hecho de que el capital era extranjero en su mayor parte. Cuando ello ocurre es ya más fácil alzarse en contra suya y presentarlo como un factor monstruoso, enemigo del proletariado y de la patria. Y no siempre es posible, como en el caso de Santo Domingo, Haití o Nicaragua, sostener los intereses imperiales con un par de compañías de infantería de marina. En el caso de países más pujantes sería necesario defender "la diplomacia del dólar" con grandes ejércitos, cuyo entretenimiento costaría bastante más dinero que el valor de los intereses que se han de proteger.
Los dioses se van
¿A qué pueblo extranjero volveremos ahora los ojos donde no hallemos la estampa del fracaso? Lo grave no es que inviernen estos años los norteamericanos preguntándose lo que van a hacer con sus doce millones de obreros sin trabajo. Lo grave es que no se hayan propuesto otra cosa que ahorrar brazos con sus inventos y sus máquinas y sistematizaciones el esfuerzo humano, porque ahora vemos, claro como la luz, que el ahorro de trabajo tiene que llegar a dejar sin comer a los trabajadores, a menos que las máquinas que los sustituyen les aseguren la pitanza. Tampoco Alemania puede servirnos de modelo, después de una guerra en la que supo atraerse la enemiga de veintidós naciones y de haber imitado tan servilmente el sistema norteamericano de la producción en masa que ha obtenido el mismo resultado de dejar a sus obreros sin trabajo. Tampoco es envidiable la situación de Francia con su déficit de más de doce mil millones de francos, sus tributos asfixiantes, que alejan de sus tierras a las multitudes de viajeros que antes la enriquecían, y su capacidad de entenderse con sus vecinos descontentos, que la amenazan con la guerra. Tampoco la de Inglaterra, con su Imperio resquebrajado y sus tres millones de obreros sin trabajo. De otra parte, el sueño socialista, que había servido de ideal a tres generaciones sucesivas de europeos, se desvanece ante el ejemplo de miseria que la Rusia de los Soviets ofrece al mundo; y toda la inspiración que nos inspiran los esfuerzos de Italia y el Japón por alimentar poblaciones excesivas para sus angostos territorios, no consigue acallar nuestra pena por la gran estrechez en que sus hijos viven.
Se nos dirá que el mundo ha librado una gran guerra y tiene que padecer sus consecuencias. Pero la guerra, a su vez, ¿no fue el resultado de algún error fatal, inherente a los principios básicos de las modernas nacionalidades? Que cada uno siga su genio y vocación parece cosa deseable, pero si de ello se deduce la incapacidad de que se entiendan unas con otras, la consecuencia indeclinable de esta exageración de sus peculiaridades será que no puedan solventar sus disputas por otro camino que el del conflicto armado. Pero, de otra parte, no es sólo el costo de las guerras lo que causa su ruina. El aumento constante de los gastos públicos se ha convertido, para todos los pueblos, en una ley histórica. Y así los Estados no son ya escudos, sino cánceres que la devoran.
Lo peor, sin embargo, no es el aumento de los gastos públicos, sino que lo fomente el mismo régimen representativo instituido para refrenarlo. En los más de los países son miembros de las Cámaras numerosos funcionarios, identificados con el Poder público que, lejos de regatear recursos al Erario, no tienen más anhelo que el de repartirse presupuestos opíparos. Tampoco los partidos políticos están interesados, sino de un modo genérico, en las economías, porque cuanto mayores los gastos de un Estado, más empleados sostiene, es decir, más electores, más amigos, más agentes, más secuaces de los partidos gobernantes. Así los presupuestos se convierten en la lista civil de los partidos, y Francia cierra su año económico con un deficit que es el tonel de las Danaides, los Estados Unidos con otro de tres mil millones de dólares en 1932, que en 1933 excede, con mucho, de los siete mil; Inglaterra tiene que saltar del patrón oro cuando pasa el suyo de los cien millones de libras, y Alemania se queja de que 35.000 millones de marcos de oro, de los 55.000 que constituyen los ingresos anuales de su pueblo, los absorben el Reich, los Estados, los Ayuntamientos y los Seguros sociales.
Se nos dirá que el mundo ha librado una gran guerra y tiene que padecer sus consecuencias. Pero la guerra, a su vez, ¿no fue el resultado de algún error fatal, inherente a los principios básicos de las modernas nacionalidades? Que cada uno siga su genio y vocación parece cosa deseable, pero si de ello se deduce la incapacidad de que se entiendan unas con otras, la consecuencia indeclinable de esta exageración de sus peculiaridades será que no puedan solventar sus disputas por otro camino que el del conflicto armado. Pero, de otra parte, no es sólo el costo de las guerras lo que causa su ruina. El aumento constante de los gastos públicos se ha convertido, para todos los pueblos, en una ley histórica. Y así los Estados no son ya escudos, sino cánceres que la devoran.
Lo peor, sin embargo, no es el aumento de los gastos públicos, sino que lo fomente el mismo régimen representativo instituido para refrenarlo. En los más de los países son miembros de las Cámaras numerosos funcionarios, identificados con el Poder público que, lejos de regatear recursos al Erario, no tienen más anhelo que el de repartirse presupuestos opíparos. Tampoco los partidos políticos están interesados, sino de un modo genérico, en las economías, porque cuanto mayores los gastos de un Estado, más empleados sostiene, es decir, más electores, más amigos, más agentes, más secuaces de los partidos gobernantes. Así los presupuestos se convierten en la lista civil de los partidos, y Francia cierra su año económico con un deficit que es el tonel de las Danaides, los Estados Unidos con otro de tres mil millones de dólares en 1932, que en 1933 excede, con mucho, de los siete mil; Inglaterra tiene que saltar del patrón oro cuando pasa el suyo de los cien millones de libras, y Alemania se queja de que 35.000 millones de marcos de oro, de los 55.000 que constituyen los ingresos anuales de su pueblo, los absorben el Reich, los Estados, los Ayuntamientos y los Seguros sociales.
Confucio, Budha, Odin, Mahoma, Zeus, Afrodita, el Padre Sol? Sarmiento creyó toda la vida que el mal de los pueblos hispánicos de América, aparte de sus indios y mestizos, dependía de su formación española. A principios de 1841 escribía en El Nacional estas palabras: "Treinta años han transcurrido desde que se inicio la revolución americana; y, no obstante haberse terminado gloriosamente la guerra de la independencia, vese tanta inconsciencia en las instituciones de los nuevos Estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual, material o moral de los pueblos, que los europeos... miran a la raza española condenada a consumirse en guerras intestinas, a mancharse de todo género de delitos y a ofrecer un país despoblado y exhausto, como fácil presa de una nueva colonización europea." De estos juicios deducía remedios adecuados, a cuyo empleo dedicó la vida: inmigración europea y educación popular, cuya suma e integración realizaba su ideal antiespañol, porque la inmigración la quería en grandes cantidades, hasta que la sangre extranjera sustituyera a la española y a la indígena, y la educación venía a desempeñar el mismo oficio en el plano moral, porque lo que le parecía fundamental era infundir a los pueblos de América ideales extranjeros, sobre todo mediante la difusión de la Vida de Franklin por todas las escuelas, en calidad de texto obligatorio, aunque jamás se haya producido entre nosotros un tipo de hombre que se parezca a Franklin, y eso que se han escrito veinte o treinta Vidas de su admirador Sarmiento, que producirán nuevos Sarmientos en todos nuestros pueblos, porque Sarmiento, con su soberbia, su ingenio, su energía, su autodidactismo y hasta su antiespañolismo, es un ejemplar neto y castizo de la raza; así como también las personas de su intimidad a quienes trata Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia, con mayor afecto y respeto, y hasta reverencia, son su santa madre, guardadora celosa de las imágenes de los dos grandes predicadores españoles: Santo Domingo de Guzmán y San Vicente Ferrer, y el sacerdote sanjuanino D. José Castro, que murió durante la guerra de la Independencia besando alternativamente el Crucifijo y la imagen de Fernando VII el Deseado; que no se habían educado en la vida de Franklin, ni la conocían, sino que se habían hecho, como dice el propio Sarmiento, al influjo de "una partícula del espíritu de Jesucristo", que por "la enseñanza y la predicación se introdujera en cada uno de nosotros para mejorar la naturaleza moral", lo cual ha de tenerse en cuenta para cuando se escriban nuevas Vidas de Sarmiento, en la esperanza de que los Sarmientos que produzcan no tengan por dioses a los Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Alemania, vuelvan a venerar a la Virgen y a Santo Domingo, y a San Vicente y a San Ignacio y a San Francisco Javier, y sean enterrados bajo la Cruz, después de restaurar la religión de sus antepasados, lo que no impedirá que de ellos diga Júpiter a Juno, como del Piadoso Eneas -piadoso por la fidelidad con que guardaba el culto de sus padres- que subirán al Olimpo y encontrarán su asiento por encima de las estrellas.
La vuelta al pasado
El valor histórico de España consiste en la defensa del espíritu universal contra el de secta. Eso fue la lucha por la Cristiandad contra el Islam y sus amigos de Israel.Eso también el mantenimiento de la unidad de la Cristiandad contra el sentido secesionista de la Reforma. Y también la civilización de América, en cuya obra fue acompañada y sucedida por los demás pueblos de la Hispanidad. Si miramos a la Historia, nuestra misión es la de propugnar los fines generales de la humanidad, frente a los cismas y monopolios de bondad y excelencia. Y si volvemos los ojos a la Geografía, la misión de los pueblos hispánicos es la de ser guardianes de los inmensos territorios que constituyen la reserva del género humano. Ello significa que nuestro destino en el porvenir es el mismo que en el pasado: atraer a las razas distintas a nuestros territorios y moldearlas en el crisol de nuestro espíritu universalista. ¿Y dónde, si no en la historia, en nuestra historia, encontraremos las normas adecuadas para efectuarlo?
De entre todos los pueblos de Occidente no hay ninguno más cercano a la Edad Media que el nuestro. En España vivimos la Edad Media hasta muy entrado el siglo XVIII. Esta es la explicación de que nuestros reformadores hayan renegado radicalmente de todo lo español, vuelto las miradas al resto del mundo occidental, como a un Cielo del que estaban excluidos, y tratado de hacernos brincar sobre nuestra sombra, en la esperanza de que un salto mortal nos haría caer en las riberas de la modernidad... Pero el ansia de modernidad se ha desvanecido en el resto del mundo. Y los mejores ojos se vuelven hacia España.
La Historia de España en el extranjero
Don Julían Juderías publicó la primera edición de "La Leyenda Negra" a principios de 1914, inspirado en un sentimiento puramente patriótico. Había llegado a la conclusión de que los prejuicios protestantes, primero, y revolucionarios, después, crearon y mantuvieron la leyenda de una "España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos, lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas y enemiga del progreso y de las innovaciones"; y como este concepto ofendía su patriotismo, el Sr. Juderías escribió su obra con el modestísimo propósito de mostrar que sólo habíamos sido intolerantes y fanáticos cuando los demás pueblos de Europa también "habían sido intolerantes y fanáticos", y que, merecedores de "la consideración y el respeto de los demás", teníamos derecho a que, cuando se nos estudiara, se hiciera seriamente "sin necios entusiasmos y sin injustas prevenciones", como había pedido Morel-Fatio. El Sr. Juderías no podía sospechar entonces que empezaba para los grandes pueblos extranjeros: Francia, Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos -que la mayoría de los españoles cultos veneraban como a dioses potentes y sabios- un proceso de crisis, de angustia, de inseguridad, de crítica profunda, de completa revisión de valores, en que tenía que rehacerse también su concepto de la España histórica, porque del mismo modo que nuestro fracaso había sido su éxito, sus perplejidades implicaban el comienzo de nuestra reivindicación.
La segunda edición de "La Leyenda Negra" se publicó en el año 1917. El prólogo está fechado precisamente en marzo de 1917. Tampoco entonces sospechaba Juderías que había empezado a liquidarse la Revolución, con mayúsculas, que sacude al mundo desde el siglo XVIII. No puede ser otro el significado de la revolución rusa, porque si al cabo de más de tres millones de fusilamientos y de dieciséis años de esclavitud y de miseria el pueblo de Dostoievski no tiene en la actualidad más perspectiva que la de las grandes hambres que se anuncian, lo que ello revela es que la Revolución ha fracasado y que cuanto España hizo en sus buenos siglos por alejar de sí los fermentos revolucionarios del Renacimiento y la Reforma no puede ya merecer otro juicio que el obra previsora y benéfica. Tanto han cambiado los panoramas en estos tres lustros que ahora es posible que los extranjeros elogien de España lo que antes más habían combatido, que entiendan, mejor que nosotros mismos, nuestro arte barroco, que publiquen en Alemania libros numerosos para hacerlo entender a los cultos, que defiendan, en suma, nuestra historia más decididamente que nosotros.
La segunda edición de "La Leyenda Negra" se publicó en el año 1917. El prólogo está fechado precisamente en marzo de 1917. Tampoco entonces sospechaba Juderías que había empezado a liquidarse la Revolución, con mayúsculas, que sacude al mundo desde el siglo XVIII. No puede ser otro el significado de la revolución rusa, porque si al cabo de más de tres millones de fusilamientos y de dieciséis años de esclavitud y de miseria el pueblo de Dostoievski no tiene en la actualidad más perspectiva que la de las grandes hambres que se anuncian, lo que ello revela es que la Revolución ha fracasado y que cuanto España hizo en sus buenos siglos por alejar de sí los fermentos revolucionarios del Renacimiento y la Reforma no puede ya merecer otro juicio que el obra previsora y benéfica. Tanto han cambiado los panoramas en estos tres lustros que ahora es posible que los extranjeros elogien de España lo que antes más habían combatido, que entiendan, mejor que nosotros mismos, nuestro arte barroco, que publiquen en Alemania libros numerosos para hacerlo entender a los cultos, que defiendan, en suma, nuestra historia más decididamente que nosotros.
La de Bertrand pinta a España esencialmente como la campeona de la Cristiandad frente al Islam. En estos años nos habíamos acostumbrados a leer en libros y periódicos desaforados elogios de los árabes. Los españoles cristianos, según ellos, fueron unos bárbaros, cuya intransigencia les había impedido fundirse con sus compatriotas moros, compatriotas tan españoles como los cristianos, según estos arabizantes, pero infinitamente más tolerantes y civilizados. La historia de M. Bertrand, que ha pasado buena parte de su vida entre los moros y españoles de Argelia, vuelve a poner las cosas en su punto. Los árabes, a pesar de sus grandes poetas y místicos, fueron unos salvajes que nunca tuvieron más civilización que la de los pueblos dominados por ellos: sirios, egipcios, persas y españoles. Su crueldad fue siempre tan notoria como la relajación de sus costumbres. Y en el siglo XV, cuando los echamos de Granada, nos eran tan extraños e incompatibles con nuestros sentimientos europeos como ocho siglos antes, al entrar en España. Con lo que M. Bertrand viene a reforzar el concepto tradicional que los españoles tenemos de los moros, pero que los extranjeros -y algunos compatriotas- querían desvirtuar.
Los españoles no nos atrevíamos a defender el establecimiento de la Inquisición. En su libro sobre Isabel, Mr. Walsh esclarece los hechos. Había en 1492 unos 200.000 judíos practicantes y unos tres millones de judíos conversos, algunos sinceros, la mayoría no, dirigidos por hombres poderosos que acariciaban el pensamiento de alzarse con España por Israel y muy capaces, por sus talentos y sus medios de acción, de llevarlo a la práctica, aprovechando, en lo internacional, el creciente poderío de sus enemigos los turcos. El pueblo se revolvía contra ellos, contra su usura y su soberbia, y cuando se encolerizaba caía lo mismo sobre los practicantes que sobre los conversos, sinceros e insinceros. ¿Qué hacer para frustrar el propósito de los israelitas y evitar que las iras populares pesaran igualmente sobre los inocentes que sobre los culpables? Isabel lo pensó mucho. Sabido es lo que hizo. Expulsó a los judíos practicantes y, para distinguir a los conversos sinceros de los insinceros, encomendó las averiguaciones necesarias a un Tribunal constituido por los hombres de más saber y de moralidad más depurada que había en Castilla, que eran entonces los frailes dominicos.
A Felipe II se le trató en su tiempo como el "demonio del Mediodía" y la "araña del Escorial". El libro de David Loth es incompleto. Merece el reproche que hace el autor a nuestro Monarca. Le falta vuelo imaginativo para entender el ideal de la Contrarreforma, a que Felipe dedicó la vida, y para sentir el espíritu español, que estaba creando un Imperio en el continente americano. Loth nos muestra a un soberano excepcionalmente bondadoso para todos los suyos, incluso para el príncipe Don Carlos, dado al trabajo con absoluta abnegación, demasiado lento en adoptar resoluciones, pero hábil, sagaz, patriota y extremadamente religioso ¿No es ésta una figura de que debemos enorgullecernos? ¿Que sacrificó el interés egoísta de España a la Contrarreforma? Perfectamente; la gloria de los pueblos está en sus sacrificios. Gracias al nuestro pudo impedirse que el protestantismo venciera en toda Europa, aunque no se logró evitar que prevaleciera en algunos países, porque, como ha dicho recientemente un escritor joven, Dios quiso que se hiciera la experiencia, quizás para que pudiera verse con toda claridad que el protestantismo conduce al paganismo.
Los españoles no nos atrevíamos a defender el establecimiento de la Inquisición. En su libro sobre Isabel, Mr. Walsh esclarece los hechos. Había en 1492 unos 200.000 judíos practicantes y unos tres millones de judíos conversos, algunos sinceros, la mayoría no, dirigidos por hombres poderosos que acariciaban el pensamiento de alzarse con España por Israel y muy capaces, por sus talentos y sus medios de acción, de llevarlo a la práctica, aprovechando, en lo internacional, el creciente poderío de sus enemigos los turcos. El pueblo se revolvía contra ellos, contra su usura y su soberbia, y cuando se encolerizaba caía lo mismo sobre los practicantes que sobre los conversos, sinceros e insinceros. ¿Qué hacer para frustrar el propósito de los israelitas y evitar que las iras populares pesaran igualmente sobre los inocentes que sobre los culpables? Isabel lo pensó mucho. Sabido es lo que hizo. Expulsó a los judíos practicantes y, para distinguir a los conversos sinceros de los insinceros, encomendó las averiguaciones necesarias a un Tribunal constituido por los hombres de más saber y de moralidad más depurada que había en Castilla, que eran entonces los frailes dominicos.
A Felipe II se le trató en su tiempo como el "demonio del Mediodía" y la "araña del Escorial". El libro de David Loth es incompleto. Merece el reproche que hace el autor a nuestro Monarca. Le falta vuelo imaginativo para entender el ideal de la Contrarreforma, a que Felipe dedicó la vida, y para sentir el espíritu español, que estaba creando un Imperio en el continente americano. Loth nos muestra a un soberano excepcionalmente bondadoso para todos los suyos, incluso para el príncipe Don Carlos, dado al trabajo con absoluta abnegación, demasiado lento en adoptar resoluciones, pero hábil, sagaz, patriota y extremadamente religioso ¿No es ésta una figura de que debemos enorgullecernos? ¿Que sacrificó el interés egoísta de España a la Contrarreforma? Perfectamente; la gloria de los pueblos está en sus sacrificios. Gracias al nuestro pudo impedirse que el protestantismo venciera en toda Europa, aunque no se logró evitar que prevaleciera en algunos países, porque, como ha dicho recientemente un escritor joven, Dios quiso que se hiciera la experiencia, quizás para que pudiera verse con toda claridad que el protestantismo conduce al paganismo.
No se rehizo la Roma antigua, sino que se elaboró un mundo nuevo, porque así procede la civilización; para crear el porvenir se inspira en el pasado. Y es que la Historia es el faro de la Humanidad. De cuando en cuando los ojos de un profeta rasgan el velo del futuro para revelarnos algún aviso de la Providencia. A los hombres normales el porvenir es un misterio impenetrable. Por eso nos orientamos en la Historia. Y es que no nos movemos meramente por impulsos ciegos, sino por deseos, que llamamos ideales, porque para desear hay que tener idea de lo deseado y aun de lo deseable. Como el porvenir no nos la da, habremos de buscarla en los ejemplos del pasado.
La “política indiana”
A la obra de los extraños ha de irse añadiendo, como es natural, la de los propios. El esfuerzo gigantesco de Menéndez Pelayo, aunque solitario, no ha de ser estéril. La traducción de las Relecciones del padre Vitoria ha revelado a muchos compatriotas que hubo un tiempo en que los españoles éramos originales y señalábamos direcciones nuevas al pensamiento universal. Lo extraordinario es que hayan pasado siglos enteros en que estuvo olvidado en España el nombre de Francisco de Vitoria, porque el creador del derecho internacional no era tan solo un pensamiento alado y rápido, certero y genial, sino que por tal fue reputado y por maestro inimitable le tenían los letrados de los siglos XVI y XVII. Olvidarnos los españoles de Vitoria es como si los ingleses prescindieran de Bacon o los franceses de Descartes o los alemanes de Leibnitz.
La "Política Indiana" no puede compendiarse, porque es tan esencial en ella la meticulosidad en los detalles como la grandeza de las líneas generales. Frente a los que dicen que fuimos a América por codicia del oro y de la plata y no por el celo de la predicación, ahí están nuestras cartas de nobleza. La primera de todas, las instrucciones que los Reyes Católicos dieron a Colón, en la primera de sus expediciones, encomendándole la conversión a la fe de los moradores de las tierras que encontrare, para lo cual le encargan que se trate "muy bien y amorosamente a los dichos indios". Lo mismo dice la Bula de Alejandro VI, expedida el 4 de mayo de 1493. Al conceder el señorío de las nuevas tierras a los Reyes de Castilla y León, el Papa les manda enviar hombres buenos y sabios, que instruyan a los naturales en la fe y les enseñen buenas costumbres. Confirma este propósito el testamento de Isabel la Católica. "Nuestra principal intención" fue convertir los pueblos de las nuevas islas y tierra firme a "Nuestra Santa Fe Católica". Y lo mismo repiten, en infinitas cédulas y ordenanzas, todos los reyes españoles, encareciéndolo a sus virreyes con toda clase de amenazas para los desobedientes.
Contra moros y judíos
El carácter español se ha formado en lucha multisecular contra los moros y contra los judíos. Frente al fatalismo musulmán se ha ido cristalizando la persuasión hispánica de la libertad del hombre, de su capacidad de conversión. No digo con ello que entre los musulmanes doctos predominen ideas muy distintas de las nuestras sobre el libre albedrío. En la práctica, no cabe duda de que los musulmanes atribuyen menos valor a la voluntad humana que nosotros, y esto es lo que se entiende popularmente cuando se habla del fatalismo musulmán. "Islam", según Spengler, "significa precisamente la imposibilidad de un yo como poder libre que se enfrente al divino". Y yo no soy entendido, pero Margoliouth, el arabista de Oxford, me dice que "islam" es el infinitivo, y "muslim", el participio de un verbo que quiere decir entregar o encomendar algo o alguien a otro, es decir, volverse completamente a Dios en la oración o en el culto, con exclusión de todo otro objeto, lo que confirma lo que dice Spengler, si ya no lo corroborasen a diario el abandono de los mahometanos y la práctica de sus instituciones fundamentales, como la administración de justicia.
Frente a los judíos, que son el pueblo más exclusivista de la tierra, se forjó nuestro sentimiento de catolicidad, de universalidad. El principal cuidado de la religión de Israel es mantener la pureza de la raza. No es verdad que los judíos constituyan, en primer término, una comunidad religiosa. Son una raza. Creen en su propia sangre y no en ninguna otra. Son la raza más pura del mundo, porque ha evitado cuidadosamente mezclarse con las otras desde los tiempos de Esdras, a quien llamaban los hebreos "príncipe de los doctores de la ley", y en cuyo libro de la Biblia puede verle el lector rasgándose las vestiduras de indignación al oír que los judíos se habían casado con gentiles, por lo que les dice que las otras tierras son inmundas: "Y, por tanto, no deís vuestras hijas a sus hijos, ni recibáis sus hijas para vuestros hijos, ni procuréis jamás su paz ni su prosperidad" (IX, 12), y, finalmente les exhorta a que: "Hagamos un pacto con el Señor nuestro Dios, que echaremos todas las mujeres (extranjeras) y los que de ellas hayan nacido" (X, 3).
La prueba de no ser una comunidad religiosa, en primer término, es que no quieren prosélitos.
La prueba de no ser una comunidad religiosa, en primer término, es que no quieren prosélitos.
Por ello precisamente nos obligaron a establecer la Inquisición. No podíamos confiarnos en su conversión supuesta, porque la Historia enseña que los judíos pseudocristianos, pseudopaganos o pseudomusulmanes, que adoptaron cuando así les convino una religión extraña, vuelven a la suya propia en cuanto se les presenta ocasión favorable, y aunque tengan que esperarla varias generaciones.
Si hubo un momento, hacia el siglo XII, en que la raza judía se mezcló con los españoles, no tardó su ortodoxia en volver, como Esdras, por la pureza de la sangre y la absoluta separación de razas. Son el ejemplo que ofrecen los mejores antropólogos para demostrar que el influjo de la herencia es más poderoso que la adaptación al medio en el destino de una raza. Cuando abrigaban el intento de alzarse con España, no era para convertirnos a su religión o igualarnos a ellos, sino para poder cumplir mejor con los preceptos del "Deuteronomio", que establece, de una vez para siempre, la duplicidad de su moral: "Prestarás a las demás naciones y no recibirás prestado de ninguna". "Al extraño cobrarás intereses; al hermano no se los cobrarás". Y fue por la repulsión que produjo esta doble moral entre los españoles, a medida que se fueron dando cuenta de ella, por lo que no prevaleció su intentó de alzarse por Israel con la Península. San Pablo lo había dicho ya: "et omnibus hominibus adversantur" (y son enemigos de todos los hombres) (I. Tes. 2, 15).
Los rasgos fundamentales del carácter español son, por lo tanto, los que debe a la lucha contra moros y judíos y a su contacto secular con ellos.
Todos los pueblos hispánicos hemos padecido y seguimos padeciendo eso que ahora se llama "complejo de inferioridad", que ha constituido positiva amenaza para nuestra independencia. En vista de lo mucho que admirábamos a Francia, creyó Napoleón que era fácil empresa conquistarnos. Y no me cabe duda que durante muchos años se ha cometido en Washington el mismo error respecto de los países hispanoamericanos que Napoleón acerca de España.
Espero que para estas fechas se estará disipando, y que a ello obedece la retirada de tropas norteamericanas de Nicaragua y Santo Domingo y, en parte, la concesión de la independencia a Filipinas. Y es que, en tanto que se nos respete nuestro derecho, podemos llegar hasta a arrodillarnos ante un rascacielo, pero en cuanto otro pueblo nos quiere atropellar, en nombre de una pretendida superioridad, se nos sale de lo más profundo del espíritu ese concepto de libre albedrío y de igualdad esencial, que hemos ido elaborando en el curso de siglos de lucha, advertimos que nuestros principios son superiores a los de los extraños, y oponemos al atropello una resistencia que hace vana, por demasiado costosa, cualquier tentativa de sojuzgarnos, incluso, como se está viendo en esta temporada, la del imperialismo económico y la explotación a distancia, porque por mucho que valgan los intereses de la casa Guggenheim en Chile, costaría mucho más a los Estados Unidos invadir Chile y lograr por la fuerza de las armas que Guggenheim hiciera todo el negocio que pensaba.
La conquista del Estado
Las dictaduras surgen en América por la necesidad de poner coto al incremento de los gastos públicos. Las democracias, en cambio, nacen del ansia, no menos imperiosa, de dar a todo el mundo empleos del Gobierno.
Lo probable es que los pueblos de Occidente se sacudan esta tiranía del Estado antes de dejar que los aplaste. No sé cómo lo harán. En tanto que la posesión del Poder público permita a los gobernantes repartir destinos a capricho entre sus amigos y electores, y acribillar a impuestos y gabelas a los enemigos y neutrales, no es muy probable que los pueblos hispánicos disfruten de interior tranquilidad, ni mucho menos que la Hispanidad llegue a dotarse de su órgano jurídico, porque cada uno de sus pueblos defenderá los privilegios de la soberanía con uñas y con dientes. Es seguro que mientras no se encuentre la manera de cambiar de un modo radical la situación, se irá acentuando la tiranía y el coste del Estado, y a medida que disminuyen los estímulos que retienen a parte de las clases directoras en el comercio o en la industria, llegará momento en que no habrá más aspiración que la de ser empleado público. Pero este tipo de Estado ha de quebrar, lo mismo en América que en Europa, no sólo porque los pueblos no pueden soportarlo, sino porque carece de justificación ideal. Es un Estado explotador, más que rector. Antes de sucumbir a su imperio, preferirán los pueblos salvarse como Italia, o mejor que Italia, por algún golpe de autoridad que arrebate a los electores influyentes su botín de empleos públicos.
Entonces será posible que prevalezca en nuestros pueblos un sentido del Estado como servicio, como honor, como vocación, en que ninguno de los empleos públicos valga la pena de ser desempeñado por su sueldo, porque todos los hombres capaces hallarán fuera del Estado ocupaciones más remuneradoras, y en que, sin embargo, sea tan excelso el honor del servicio público, que los talentos se disputarán su desempeño y la sociedad los premiará con su admiración y rendimiento. Ese día se resolverán automáticamente los problemas que ahora parecen más espinosos. Los pequeños nacionalismos habrán dejado al descubierto la urdimbre de pequeños egoísmos burocráticos sobre los cuales bordan sus banderas. Tan pronto como el Estado-botín haya cedido el puesto al Estado-servicio, habrá desaparecido todo lo que hay de egoísta y miserable en el celo de la soberanía, para que no quede sino el espíritu de emulación, que no será ya obstáculo para que se entienda y reconozca la profunda unidad de los pueblos hispánicos, ni para que esa unidad encuentre la fórmula jurídica con que se exprese ante los demás pueblos, porque ya se habrá desvanecido el temor a que el Gobierno de otro pueblo hispánico nos imponga tributos, y la misma soberanía habrá dejado de ser un privilegio, para convertirse en una obligación. Pero, por supuesto, el Estado-botín no es sino la expresión política de un sentido naturalista de la vida, como el Estado-servicio la de un sentido espiritual o religioso.
En la hora actual, no parece que exista poder alguno capaz de sobreponerse al del Estado. La demagogia y el sufragio universal conducen a la absorción creciente de las fuerzas sociales por el Poder público. Pero no es muy probable que pueblos cristianos se dejen aplastar por sus Estados, ni parece posible que éstos sobrevivan a su excesivo crecimiento, porque se desharán por sí mismos, cuando no puedan los pueblos continuar sosteniendo sus ejércitos de funcionarios. Desde ahora mismo debieran prepararse las minorías educadas para aprovechar la primera ocasión favorable, a fin de sujetar al monstruo y reducir las funciones del Estado a lo que debe ser: la justicia que armonice los intereses de las distintas clases, la defensa nacional, la paz, el buen ejemplo y la inspección de la cultura superior. Porque ese Estado de las democracias, pagador de electores y proveedor de empleos, no es sino barbarie, y hay que buscarle sucesor desde ahora.
Entonces será posible que prevalezca en nuestros pueblos un sentido del Estado como servicio, como honor, como vocación, en que ninguno de los empleos públicos valga la pena de ser desempeñado por su sueldo, porque todos los hombres capaces hallarán fuera del Estado ocupaciones más remuneradoras, y en que, sin embargo, sea tan excelso el honor del servicio público, que los talentos se disputarán su desempeño y la sociedad los premiará con su admiración y rendimiento. Ese día se resolverán automáticamente los problemas que ahora parecen más espinosos. Los pequeños nacionalismos habrán dejado al descubierto la urdimbre de pequeños egoísmos burocráticos sobre los cuales bordan sus banderas. Tan pronto como el Estado-botín haya cedido el puesto al Estado-servicio, habrá desaparecido todo lo que hay de egoísta y miserable en el celo de la soberanía, para que no quede sino el espíritu de emulación, que no será ya obstáculo para que se entienda y reconozca la profunda unidad de los pueblos hispánicos, ni para que esa unidad encuentre la fórmula jurídica con que se exprese ante los demás pueblos, porque ya se habrá desvanecido el temor a que el Gobierno de otro pueblo hispánico nos imponga tributos, y la misma soberanía habrá dejado de ser un privilegio, para convertirse en una obligación. Pero, por supuesto, el Estado-botín no es sino la expresión política de un sentido naturalista de la vida, como el Estado-servicio la de un sentido espiritual o religioso.
En la hora actual, no parece que exista poder alguno capaz de sobreponerse al del Estado. La demagogia y el sufragio universal conducen a la absorción creciente de las fuerzas sociales por el Poder público. Pero no es muy probable que pueblos cristianos se dejen aplastar por sus Estados, ni parece posible que éstos sobrevivan a su excesivo crecimiento, porque se desharán por sí mismos, cuando no puedan los pueblos continuar sosteniendo sus ejércitos de funcionarios. Desde ahora mismo debieran prepararse las minorías educadas para aprovechar la primera ocasión favorable, a fin de sujetar al monstruo y reducir las funciones del Estado a lo que debe ser: la justicia que armonice los intereses de las distintas clases, la defensa nacional, la paz, el buen ejemplo y la inspección de la cultura superior. Porque ese Estado de las democracias, pagador de electores y proveedor de empleos, no es sino barbarie, y hay que buscarle sucesor desde ahora.
El ser de la Hispanidad
El dilema de ser o valer
Los mapas nos sirven de poco. Hasta hace pocos años figuraba en ellos Polonia como parte de Rusia, Alemania y Austria, lo que no la impedía seguir siendo Polonia.
Los pueblos quieren más el territorio y la raza; las gentes cultivadas, los valores. Entre los pueblos, el patriotismo de los nórdicos -ingleses, alemanes, escandinavos- es más racial que territorial; el de los latinos, más territorial. Entre los mismos españoles, el sentimiento de los catalanistas es más territorial que racial, mientras que el de los bizcaitarras, más racial que territorial.
El deber del patriotismo
El padre Vitoria tenía razón al afirmar que: "Cuando se sabe que una guerra es injusta, no es lícito a sus súbditos seguir a su Rey, aun cuando sean por él requeridos, porque el mal no se debe hacer, y conviene más obedecer a Dios que al Rey.”
Este es el patriotismo espiritual, más poderoso que el de la tierra y el de la raza. Alemania es tal vez el país cuyos hijos se desnacionalizan más fácilmente cuando viven en el extranjero. Lo demuestra el inmenso número de ellos que se hicieron ciudadanos norteamericanos o ingleses o belgas en tiempos de mayor migración que los actuales.
El Estado no es Dios; la patria, tampoco. Debemos amarla, como San Agustín nos dice, más que a todas las cosas, después de Dios; pero, por su bien mismo, por su grandeza misma, no debemos amarla por si misma, sino en Dios, y sólo así, si nos sacrificamos individualmente por ella, y al mismo tiempo empleamos nuestra influencia en hacer que sirva a su vez los principios de la justicia universal y los intereses generales de la humanidad, perdurará y prosperará la nación nuestra. Pero si la convertimos en ley absoluta, y si nos persuadimos o se persuaden sus gobernantes de que los intereses del Estado tienen que ser justos por ser del Estado, haremos con la patria lo que con la mujer o con los hijos a quienes se lo consintamos todo por exceso de amor, y es que los echaremos a perder. Vivamos, pues, para la gloria e inmortalidad de la patria. No será inmortal si no la hacemos justa y buena.
La tradición como escuela
Durante la gran guerra hemos visto formar parte del Gobierno de diversas naciones a hombres interesados en los contratos de aprovisionamiento, sin que se produjera escándalo. Y, sin embargo, el pueblo español tiene razón. El hombre público ha de ocuparse de los intereses generales, y no de los particulares suyos.
Es imposible atender al mismo tiempo los cuidados particulares y los públicos. La política es absorbente. Al hombre dado a ella no le debe quedar tiempo para pensar en sí.
Se ha llegado a la monstruosidad de que preguntado un periódico de izquierdas si sería justa una ley en que votasen las Cortes Constituyentes la decapitación de todos los hombres de derecha, contestó llanamente: "Pues si la votasen, sería lo justo”.
Cuerpo, alma y espíritu
Y hubo un tiempo en que el negro, el indio, el zambo, el cholo y el mulato estaban persuadidos de que había un rey de Castilla que defendería su justicia si fuera necesario. El catolicismo español llevaba implícito el ideal de cristianizar al mundo entero y de elevar, en lo posible, a todos los caídos.
El español que no lleve en el alma la catedral de Méjico, no es totalmente hispánico. Y el mejicano que no perciba el carácter hispánico de su grandioso templo, es porque no lo entiende.
Los caballeros de la Hispanidad
Las piedras labradas
Un día vendrá, y acaso sea pronto, en que un indio azteca, después de haber recorrido medio mundo, se ponga a contemplar la catedral de Méjico y por primera vez se encuentre sobrecogido ante un espectáculo que le fue toda la vida familiar y que, por serlo, no le decía nada. Sentirá súbitamente que las piedras de la Hispanidad son más gloriosas que las del Imperio romano y tienen un significado más profundo, porque mientras Roma no fue más que la conquista y la calzada y el derecho, la Hispanidad, desde el principio, implicó una promesa de hermandad y de elevación para todos los hombres. Por eso se juntaron en las piedras de la Catedral de Méjico el espíritu español y el indígena y el estilo colonial fue desde los comienzos tan americano como español, y la Catedral misma se distingue por la grandeza de sus proporciones, la claridad y la serenidad, para que en ella desaparezcan, como nimias, las diferencias del color de la piel y se confundan las oraciones de blancos, indios y mestizos, en un ansia común de mejoramiento y perfección, mientras que no se alzó en Roma un sólo monumento en que los esclavos del Africa o del Asia pudieran sentirse iguales al senador o al magistrado.
En varios pueblos de América, en el Brasil especialmente, pero también en alguno de nuestra aula, ha surgido un movimiento llamado "nativista", que se propone devolver a las razas aborígenes el pleno imperio sobre el suelo de América. Los "nativistas" no saben lo que quieren. Su ideal no puede consistir en el retorno a los dioses atroces que pedían sacrificios humanos y en el aislamiento respecto de Europa de las diversas razas de indios, sino en la elevación de los aborígenes de América a la altura que hayan alcanzado en el resto del mundo los hombres más civilizados, y esto fue precisamente lo que España quiso y procuro en los siglos de su dominación. Por eso estamos ciertos de que no ha habido en el mundo un propósito tan generoso como el que animó a la Hispanidad. No cabe ni comparación siquiera entre el sueño imperial de España y el de cualquier otro país. Por eso parece haberse escrito para nosotros el dilema que nos obliga a escoger entre el valor absoluto y la nada absoluta. El hombre que haya llegado a compartir nuestro ideal no puede querer otro.
La falta de ideal
La Hispanidad no es en la historia sino el Imperio de la fe.
Es evidente que todos nuestros males se reducen a uno sólo: la pérdida de nuestra idea nacional. Nuestro ideal se cifraba en la fe y en su difusión por el haz de la tierra. Al quebranto de la fe siguió la indiferencia. No hemos nacido para ser kantianos. Ningún pueblo inteligente puede serlo. Si la chispa de nuestra alma no se identifica con la Cruz, mucho menos con ese vago Imperativo Categórico que sólo nos obligaría a desear la felicidad del mayor número, aunque el mayor número se compusiera de cínicos e hijos del placer. A falta de ideal colectivo, nos contentamos con vivir como podemos. Y así se nos encoge la existencia, al punto de que han dejado de influir nuestros pueblos en la marcha del mundo.¿Qué podemos esperar de gentes que contemplan impávidas la quema de conventos, como si no les fuera nada en ella? Lo mismo que de las aristocracias que se gastan sus rentas en el extranjero o de los intelectuales que viven de prestado, sin preguntarse nunca si tienen algo propio que decir. Esta España no es excusable, aunque sí explicable. Su flojera es hija de la falta de ideal, o cuando menos, de su relajamiento. "No está en forma",como dicen los deportistas, y es que para estar en forma tendría que proponerse algún objeto. Y no se lo propone, porque se siente desnacionalizada.
Vuelta a nuestra fe
Nietzsche dijo de España que había querido demasiado. La verdad es que España no quiso sino lo que todas las grandes ideas, como el liberalismo o el socialismo, han deseado y prometido: la redención del género humano. España no sólo quiso, sino que hizo mucho. Compárense, principios por principios, los que cumplen sus promesas con lo que las dejan incumplidas. Y el liberalismo no cumple las suyas. En el orden del espíritu, su escepticismo respecto de la verdad no hace sino propagar la peste del indiferentismo, como dice la proposición LXXIX del Syllabus, que lo condena justamente por conducir "más fácilmente a los pueblos a la corrupción de las costumbres y del espíritu y propagar la peste del indiferentismo". ¿Nos compensará de estos males con los bienes que fomenta en la vida económica? Hoy se ha desvanecido la ilusión que había puesto el mundo en el ideal librecambista. Los países principales vuelven la mirada a regímenes de autarquía. Así se desvanecen todas las críticas que se habían hecho contra el sistema cerrado de la economía española en América. Ningún país puede consentir que sus riquezas sean explotadas para exclusivo o principal beneficio de extranjeros. ¿Quién podrá creer hoy en la democracia? Las naciones más ricas se arruinan para sacar a los electores de su natural retraimiento, ofreciéndoles, a expensas del Erario, ventajas particulares. Tampoco creeremos en la ciencia, porque es neutral y mata como cura. Y el progreso no lo afirmaremos sino como un deber. La idea del progreso no lo afirmaremos sino como un deber. La idea del progreso, fatal e irremediable, es un absurdo. El tiempo, que todo lo devora, no puede por sí solo mejorarnos. Era más cierta la mitología de Saturno, en que se pinta al tiempo comiéndose a sus hijos. Tampoco se sostendrá nuestra beocia admiración por los países extranjeros. Todos los pueblos que siguieron caminos distintos de la común tradición cristiana se hallan en una crisis tan profunda que no se sabe si podrán salir de ella.
La misión interrumpida
Los argentinos han de ser más argentinos; los chilenos, más chilenos; los cubanos, más cubanos. Y no lo conseguirán sino son al mismo tiempo más hispánicos, por la Argentina y Chile y Cuba son sus tierra, pero la Hispanidad es su común espíritu, al mismo tiempo que la condición de su éxito en el mundo.
Los argentinos creían poder asimilar a los judíos, a los españoles o a los italianos. No lo han logrado. Los judíos se casan entre sí, y este cuidado de la pureza de su raza no es sino la expresión de su voluntad firme de no dejarse absorber por ningún otro pueblo.
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