Desde que España dejó de creer en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su propio ser. Ni su Salmerón, ni su Pi Y Margall, ni su Giner, ni su Pablo Iglesias, han aportado a la filosofía del mundo un solo pensamiento nuevo que el mundo estime válido.
La raíz de la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero.
La Antipatria no tiene su ser más que en la Patria, como el Anticristo lo tiene en el Cristo.
El ímpetu sagrado de que se han de nutrir de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen valor universal es su corriente histórica.
¿Han elaborado los siglos sucesivos ideal alguno que supere al nuestro? De la imposibilidad de salvación se deduce la del progreso y perfeccionamiento. Decir en lo teológico que todos los hombres pueden salvarse, es afirmar en lo ético que deben mejorar, y en lo político, que pueden progresar. Es ya comprometerse a no estorbar el mejoramiento de sus condiciones de vida y aun a favorecerlo en todo lo posible. ¿Hay un ideal superior a éste?
El ideal hispánico está en pie. Lejos de ser agua pasada, no se superará mientras quede en el mundo un solo hombre que se sienta imperfecto. Y por mucho que se haga para olvidarlo y enterrarlo, mientras lleven nombres españoles la mitad de las tierras del planeta, la idea nuestra seguirá saltando de los libros de mística y ascética a las páginas de la Historia Universal. ¡Si fuera posible para un español culto vivir de espaldas a la Historia y perderse en los cines, los cafés y las columnas de los diarios! Pero cada piedra nos habla de lo mismo.
Cuando volvemos los ojos a la actualidad, nos encontramos, en primer término, con que todos los pueblos que fueron españoles están continuando la obra de España, porque todo están tratando a las razas atrasadas que hay entre ellos con la persuasión y en la esperanza de que podrán salvarlas; y y también con que la necesidad urgente del mundo entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que resucite y se extienda por la faz de la Tierra aquel espíritu español, que consideraba a todos los hombres como hermanos, aunque distinguía los hermanos mayores de los menores; porque el español no negó nunca la evidencia de las desigualdades.
Cuando se dijo que: “Ya no hay Pirineos”, lo que entendió la mayor parte de nuestra aristocracia es que Versalles era el centro del mundo.
Harto sabemos que nuestra labor tiene que ser modesta y pobre. Descuidos seculares no pueden repararse sino con el esfuerzo continuado de generaciones sucesivas. Pero lo que vamos a hacer no podemos por menos de hacerlo. Ya no es una mera pesadilla hablar de la posibilidad del fin de España, y España es parte esencial de nuestras vidas. No somos animales que se resignen a la mera vida fisiológica, ni ángeles que vivan la eternidad fuera del tiempo y del espacio. En nuestras almas de hombres habla la voz de nuestros padres, que nos llama al porvenir por que lucharon. Y aunque nos duele España, y nos ha de dotar aún más en esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de no ponernos a hacer lo que debemos.
La Hispanidad y su dispersión
La separación de América
La Unidad de la Hispanidad
Hispánicos son todos los pueblos que deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la península. Hispanidad es el concepto que a todos los abarca.
Veamos hasta qué punto los caracteriza. La Hispanidad, desde luego, no es una raza. Tenía razón El Eco de España para decir que está mal puesto el nombre de Día de la Raza al 12 de octubre. Sólo podrá aceptarse en el sentido de evidenciar que los españoles no damos importancia a la sangre, ni al color de la piel, porque lo que llamamos raza no está constituido por aquellas características que puedan transmitirse a través de las obscuridades protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla y el credo. La Hispanidad está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.
También por los de la geografía. Sería perderse antes de echar a andar. La Hispanidad no habita una tierra, sino muchas y diversas. La variedad del territorio peninsular, con ser tan grande, es unidad si se compara con la del que habitan los pueblos hispánicos. Magallanes, al Sur de Chile, hace pensar en el Norte de Escandinavia. Algo más al norte, el Sur de la Patagonia argentina, tiene clima siberiano. El hombre que en esas tierras se produce no puede parecerse al de Guayaquil, Veracruz o las Antillas, ni éste al de las altiplanicies andinas, ni éste al de las selvas paraguayas o brasileñas. Los climas de la Hispanidad son los de todo el mundo. Y esta falta de características geográficas y etnográficas, no deja de ser uno de los más decisivos caracteres de la Hispanidad. Por lo menos es posible afirmar, desde luego, que la Hispanidad no es ningún producto natural, y que su espíritu no es el de una tierra, ni el de una raza determinada.
¿Es entonces la Historia quien lo ha ido definiendo? Todos los pueblos de la Hispanidad fueron gobernados por los mismos Monarcas desde 1580, año de la anexión de Portugal, hasta 1640, fecha de su separación, y antes y después por las dos monarquías peninsulares, desde los años de los descubrimientos hasta la separación de los pueblos de América. Todos ellos deben su civilización a España y Portugal. La civilización no es una aventura. Quiero decir que la comunidad de los pueblos hispánicos no puede ser la de los viajeros de un barco que, después de haber convivido unos días, se despiden para no volver a verse. Y no lo es, en efecto. Todos ellos conservan un sentimiento de unidad, que no consiste tan sólo en hablar la misma lengua o en la comunidad de origen histórico, ni se expresa adecuadamente diciendo que es de solidaridad, porque por solidaridad entiende el diccionario de la Academia, una adhesión circunstancial a la causa de otros, y aquí no se trata de una adhesión circunstancial, sino de una comunidad permanente.
Las naciones no se forman de un modo negativo, sino positivamente y por asociación del espíritu de sus habitantes a la tierra donde viven y mueren.
¿Y no dependerá la insuficiente solidaridad de los pueblos hispánicos de que han dejado apagarse y deslucirse sus comunes valores históricos? ¿Y no será esa también la causa de la falta de originalidad? Lo original, ¿no es lo originario?
Las ideas del siglo XVIII
¿Y por qué no han de haber separado de su historia a los países americanos las mismas causas que han hecho lo mismo con una parte tan numerosa del pueblo español?
¿Por qué no hemos de suponer que, ya en el siglo XVIII, nuestros propios funcionarios, tocados de las pasiones de le Enciclopedia, empezaron a propagarlas? Pues bien, así fue. De España salió la separación de América. La crisis de la Hispanidad se inició en España.
Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y decisivo del siglo XVIII fue la expulsión de los jesuitas.
“Destruidos los jesuitas, venceremos a la infame”, para Voltaire, era la Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuitas produjo en numerosas familias criollas un horror a España, que al cabo de seis generaciones no se ha desvanecido todavía.
Ha de reconocerse que Francia tiene su parte de razón cuando recaba para sí la primacía, como cabeza de la latinidad y principal protagonista de la revolución, diciendo a los hijos de la América hispánica: “Vous n’êtes las les fils de l’Espagne vous êtes les fils de la Révolution francaise”. Bueno; ya no hay franceses, por lo menos entre los intelectuales distinguidos, que se entusiasmen con su revolución. Lo que hacen los de ahora es buscar en la música de la Marsellesa, que es el único himno sin Dios, entre los grandes himnos nacionales, la misma inspiración con que le hablaban a Juana de Arco las coces de Domrémy. Y empieza a haber no sólo españoles, sino americanos, que vislumbran que la herencia hispánica nos para desdeñarla.
De la Monarquía Católica a la territorial
Avergonzados de nuestra pobreza, nos olvidamos de que habíamos realizado, y continuábamos actualizando, un ideal de civilización muy superior a ningún empeño de las naciones que admirábamos. Y como entonces no nos habíamos hecho cargo, ni ahora tampoco, de que el primer deber del patriotismo es la defensa de los valores patrios legítimos contra todo lo que tienda a despreciarlos, se nos entró por la superstición de lo extranjero esa enajenación o enfermedad del que se sale de sí mismo, que todavía padecemos.
El Imperio español era una monarquía misionera, que el mundo designaba propiamente con el título de Monarquía católica.
La guerra civil en América
Pero desde 1810 hasta 1814 España, ocupada por las tropas francesas, no pudo enviar fuerzas a América. Y, sin embargo, la guerra fue terrible en esos años en casi todo el continente. ¿Quienes peleaban en ella, de una y otra parte, sino los propios americanos?
Los tres últimos virreyes y las cuatro quintas partes de los oficiales españoles de guarnición en Méjico eran masones.
Durante los largos años de la revolución por la independencia, algunos políticos y escritores hispanoamericanos, propagaron, como arma de guerra la leyenda de una América martirizada por los obispos y virreyes de España. Como su partido resultó vencedor, durante todo el siglo XIX se continuó propalando la misma falsedad y haciendo contrastes pintorescos entre "Las tinieblas del pasado teocrático y las luminosidades del presente laico". Lo más grave es que un historiador tan serio como César Cantú, había escrito sobre la conquista de Nueva Granada, no obstante existir, desde 1700, la curiosísima historia, ahora reeditada del dominico Alonso de Zamora, que: "Los pocos indígenas que sobrevivieron se refugiaron en las Cordilleras, donde no les podían alcanzar ni los hombres, ni los perros, y allí se mantuvieron muchos siglos hasta el momento -momento que la Providencia hace llegar más pronto o más tarde- en que los oprimidos pudieron exigir cuentas de sus opresores". Verdad que en otro tomo de su historia se olvida de su bonita frase y reconoce que en Nueva Granada había a principios del siglo XIX unos 390.000 indios y 642.000 criollos, además de 1.250.000 mestizos, que no vivían seguramente fuera del alcance de los hombres y de los perros.
La defensa necesaria
Alguna vez ha protestado España contra estas falsedades. Generalmente, las hemos dejado circular, sin tomarnos la molestia de enterarnos. Pero esto de no enterarnos es inconsciencia, y la inconsciencia es una forma de la muerte. Lo característico de la conciencia es la inquietud, la vigilancia constante, la perenne disposición a la defensa.
Vivir es asombrarse de estar en el mundo, sentirse extraño, llenarse de angustia ante la contingencia de dejar de ser, comprender la constante probabilidad de extraviarse, la necesidad de hacer amigos entre nuestros conseres, la contingencia de que sean enemigos, y estar alerta a lo genuino y a lo espúreo, a la verdad y al error. La inquietud no es un accidente, que a unos les ocurre y a otros no. Esta es la esencia misma de nuestro ser. Y por lo que hace a la patria, en cuanto la patria es espíritu y no tierra, es el ser mismo. Nuestra inquietud respecto de la patria es, en verdad, su quinta esencia. Somos nosotros, y no ella, los que hemos de vivir en centinela; nos hemos de anticipar a los peligros que la acechan, sentir por ella la angustia cósmica con que todos los seres vivos se defienden de la muerte, velar por su honra y buena fama y reparar, si fuese necesario, los descuidos de otras generaciones.
No fue meramente humildad nuestra, sino incuria, la razón de que se nos borrara del espíritu el sentido ecuménico de España. Incuria nuestra y actividad de nuestros enemigos. Mirabeau descubrió en la Asamblea Nacional que la fama da Luis XIV se debía en buena parte a los 3.414.297 francos (calculados al tipo de 52 francos el marco de plata) que distribuyó entre escritores extranjeros para que pregonasen sus méritos. Luis XIV fue seguramente el enemigo más obstinado y cruel que jamás tuvo España. Al mismo tiempo que colocaba a su nieto en el trono de Madrid decía secretamente a su heredero en sus "Instrucciones al Delfín": "El estado de las dos coronas de Francia y España se halla de tal modo unido que no puede que no puede elevarse la una sin que cause perjuicio a la otra". De otra parte explicaba a su hijo la razón de haber auxiliado a Portugal, después de haberse comprometido con España a no hacerlo, diciendo que: "Dispensándose de cumplir a la letra los tratados, no se contraviene a ellos en sentido riguroso". La tesis de Luis XIV es falsa. A España no le perjudica que Francia sea fuerte. Lo que le dañaría es que fuera tan débil y atrasada como Marruecos. Ni Francia ha perdido nada por la pujanza de Italia, ni tampoco se debilitaría con el poder de España. Pero todavía Donoso Cortés tuvo que contestar a un publicista francés que aseguraba que el interés de Francia consistía en que España no saliera de su impotencia, para no tener que atender al Pirineo en caso de pelear con Alemania.
Ello es exagerado, y todo lo exagerado es insignificante, decía Talleyrand. Si no hubiera más política internacional que debilitar al vecino, como afirmaba Thiers, bien pronto desaparecería toda política, porque los vecinos se confabularían contra la nación que la emprendiera, y el mundo se descompondría en la guerra de todos contra todos. La defensa de la patria no excluye, sino que requiere, el respeto de los derechos de las otras patrias. Pero la apologética no es exagerada sino cuando se hace exageradamente. Es tan esencial a las instituciones del Estado y a los valores de la nación como a la vida de la Iglesia. Si no se sostiene, caen las instituciones y perecen los pueblos. Es más importante que los mismos ejércitos, porque con las cabezas se manejan las espadas, y no a la inversa. Esto que aquí inició la "Acción Española", que es la defensa de valores de nuestra tradición, es lo que ha debido ser, en estos dos siglos, el principal empeño del Estado, no sólo en España, sino en todos los países hispánicos. Desgraciadamente no lo ha sido. No defendimos lo suficiente nuestro ser. Y ahora estamos a merced de los vientos.
Ello es exagerado, y todo lo exagerado es insignificante, decía Talleyrand. Si no hubiera más política internacional que debilitar al vecino, como afirmaba Thiers, bien pronto desaparecería toda política, porque los vecinos se confabularían contra la nación que la emprendiera, y el mundo se descompondría en la guerra de todos contra todos. La defensa de la patria no excluye, sino que requiere, el respeto de los derechos de las otras patrias. Pero la apologética no es exagerada sino cuando se hace exageradamente. Es tan esencial a las instituciones del Estado y a los valores de la nación como a la vida de la Iglesia. Si no se sostiene, caen las instituciones y perecen los pueblos. Es más importante que los mismos ejércitos, porque con las cabezas se manejan las espadas, y no a la inversa. Esto que aquí inició la "Acción Española", que es la defensa de valores de nuestra tradición, es lo que ha debido ser, en estos dos siglos, el principal empeño del Estado, no sólo en España, sino en todos los países hispánicos. Desgraciadamente no lo ha sido. No defendimos lo suficiente nuestro ser. Y ahora estamos a merced de los vientos.
Las luchas de Hispanoamérica
Todos los países de Hispanoamérica parecen tener ahora dos patrias ideales, aparte de la suya. La una es Rusia, la Rusia soviética; la otra, los Estados Unidos. Hoy es Guatemala; ayer, Uruguay; anteayer, el Salvador; mañana, Cuba; no pasa semana sin noticia de disturbios comunistas en algún país hispanoamericano. En unos los fomenta la representación soviética; en otros, no. Rusia no la necesita para influir poderosamente sobre todos, como sobre España desde 1917. Es la promesa de la revolución, la vuelta de la tortilla, los de arriba, abajo; los de abajo, arriba; no hay que pensar si se estará mejor o peor. Sus partidarios dicen que tenemos que pasar quince años mal para que más tarde mejoren las cosas. Sólo que no hay ejemplo de que las cosas mejoren en país alguno por el progreso de la revolución. Sólo mejoran donde se da máquina atrás. La revolución, por sí misma, es un continuo empeoramiento. No hay en la historia universal un solo ejemplo que indique lo contrario.
Los Estados Unidos son la fascinación de la riqueza, en general, y de los empréstitos, particularmente. Algunos periódicos se quejan de que las investigaciones realizadas en el Senado de Washington, sobre la contratación de empréstitos para países de la América hispánica, hayan descubierto que algunos bancos de Nueva York han impuestos reformas fiscales y administrativas, que varias repúblicas aceptaron. Ningún escrúpulo se había alzado contra la ingerencia de los banqueros norteamericanos en la vida local. Los banqueros se han convertido en colegisladores. Y la conclusión que ha sacado el Senado de Washington es que todavía hace falta apretar mucho más las clavijas de los países contratantes, si han de evitarse suspensiones de pagos, y eso que las últimas falencias hispanoamericanas más se deben al acaparamiento del oro por los Estados Unidos y Francia, que a la falta de voluntad de los deudores.
He ahí, pues, dos grandes señuelos actuales. Para las masas populares, los inmigrantes pobres y las gentes de color, la revolución rusa; para los políticos y clases directoras, los empréstitos norteamericanos. De una parte, el culto de la revolución; de la otra, la adoración del rascacielos. Y es verdad que los Estados Unidos y Rusia son, por lo general, incompatibles y que su influencia se cancela mutuamente. Rusia es la supresión de los valores espirituales, por la reducción del alma individual al hombre colectivo; los Estados Unidos, su monopolio, por una raza que se supone privilegiada y superior. Rusia es la abolición de todos los imperios, salvo el de los revolucionarios; los Estados Unidos, al contrario, son el imperio económico, a distancia. Dividida su alma por estos ideales antagónicos, aunque ambos extranjeros, los pueblos hispánicos no hallarán sosiego sino en su centro, que es la Hispanidad. No podrán contentarse con que se les explote desde fuera y se les trate como a repúblicas de "la banana". Tampoco con la revolución, que es un espanto, que sólo por la fuerza se mantiene. El Fuero Juzgo decía magníficamente que la ley se establece para que los buenos puedan vivir entre los malos. La revolución, en cambio, se hace para que los malos puedan vivir entre los buenos.
Los Estados Unidos son la fascinación de la riqueza, en general, y de los empréstitos, particularmente. Algunos periódicos se quejan de que las investigaciones realizadas en el Senado de Washington, sobre la contratación de empréstitos para países de la América hispánica, hayan descubierto que algunos bancos de Nueva York han impuestos reformas fiscales y administrativas, que varias repúblicas aceptaron. Ningún escrúpulo se había alzado contra la ingerencia de los banqueros norteamericanos en la vida local. Los banqueros se han convertido en colegisladores. Y la conclusión que ha sacado el Senado de Washington es que todavía hace falta apretar mucho más las clavijas de los países contratantes, si han de evitarse suspensiones de pagos, y eso que las últimas falencias hispanoamericanas más se deben al acaparamiento del oro por los Estados Unidos y Francia, que a la falta de voluntad de los deudores.
He ahí, pues, dos grandes señuelos actuales. Para las masas populares, los inmigrantes pobres y las gentes de color, la revolución rusa; para los políticos y clases directoras, los empréstitos norteamericanos. De una parte, el culto de la revolución; de la otra, la adoración del rascacielos. Y es verdad que los Estados Unidos y Rusia son, por lo general, incompatibles y que su influencia se cancela mutuamente. Rusia es la supresión de los valores espirituales, por la reducción del alma individual al hombre colectivo; los Estados Unidos, su monopolio, por una raza que se supone privilegiada y superior. Rusia es la abolición de todos los imperios, salvo el de los revolucionarios; los Estados Unidos, al contrario, son el imperio económico, a distancia. Dividida su alma por estos ideales antagónicos, aunque ambos extranjeros, los pueblos hispánicos no hallarán sosiego sino en su centro, que es la Hispanidad. No podrán contentarse con que se les explote desde fuera y se les trate como a repúblicas de "la banana". Tampoco con la revolución, que es un espanto, que sólo por la fuerza se mantiene. El Fuero Juzgo decía magníficamente que la ley se establece para que los buenos puedan vivir entre los malos. La revolución, en cambio, se hace para que los malos puedan vivir entre los buenos.
Hay una razón, para que España preceda en este camino a sus pueblos hermanos. Ningún otro ha recibido lección tan elocuente. Sin apenas soldados, y con sólo su fe, creó un Imperio en cuyos dominios no se ponía el sol. Pero se le nubló la fe, por su incauta admiración del extranjero, perdió el sentido de sus tradiciones y cuando empezaba a tener barcos y ha enviar soldados a Ultramar se disolvió su Imperio, y España se quedó como un anciano que hubiese perdido la memoria. Recuperarla, ¿no es recobrar la vida?
Pasado y porvenir
Saturados de lecturas extranjeras, volvemos a mirar con ojos nuevos la obra de la Hispanidad y apenas conseguimos abarcar su grandeza. Al descubrir las rutas marítimas de Oriente y Occidente hizo la unidad física del mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma que asegura a todos los hombres la posibilidad de salvación, y por tanto de progreso, constituyó la unidad de medida necesaria para que pueda hablarse con fundamento de la unidad moral del género humano. Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya.
Desunidos, dispersos, nos damos cuenta de que la libertad no ha sido, ni puede ser, lazo de unión. Los pueblos no se unen en la libertad, sino en la comunidad. Nuestra comunidad no es racial, ni geográfica, sino espiritual. Es en el espíritu donde hallamos al mismo tiempo la comunidad y el ideal.
El valor de la Hispanidad
El sentido del hombre en los pueblos hispánicos
Estoicismo y Transcendentalismo
Séneca no es español, hijo de España por azar: es español por esencia; y no andaluz, porque cuando nació aún no habían venido a España los vándalos; que a nacer más tarde, en la Edad Media quizás, no naciera en Andalucía, sino en Castilla. Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: "No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre.”
Lo que hemos creído y creemos es que la verdad no puede pertenecer a nadie, en clase de propiedad intransferible. Por la creencia de que no es ningún monopolio geográfico o racial y de que todos los hombres pueden alcanzarla, por ser trascendental, universal y eterna, hemos peleado los españoles en los mejores momentos de nuestra historia. Lo que ha sentido siempre nuestro pueblo, en las horas de fe y en las de escepticismo, es su igualdad esencial con todos los otros pueblos de la tierra.
El humanismo español
A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre; por bajo que se muestre el Rey de la Creación; por alto que se halle una criatura pecadora y débil.
El español se santigua espantado cuando otro hombre proclama su superioridad o la de su nación, porque sabe instintivamente que los pecados máximos son los que comete el engreído, que se cree incapaz de pecado y de error.
No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos pueblos sobre los otros o de unas clases sociales sobre otras. Todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer él.
El humanismo moderno
Bueno es lo que nos gusta; verdadero, lo que nos satisface plenamente. La verdad y el bien abandonan su condición de esencias trascendentales para trocarse en relatividades. Sólo existen con relación al hombre. Humanismo y relativismo son palabras sinónimas.
Ya en la Edad Media se discutía si lo bueno es bueno por que lo manda Dios o si Dios lo manda porque es bueno.
El que crea que lo bueno no es bueno, sino por que lo hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo malo creyéndolo bueno, sino que predicará lo malo. No sólo hará la bestia, creyendo hacer el ángel, sino que tratará de persuadir a los demás de que la bestia es el ángel.
Los españoles no han creído nunca que el hombre es la medida de las cosas. Han creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por la justicia es bueno, aun en el caso de sentirse incapaces de sufrirlo. Nunca han pensado que la verdad se reduzca a la impresión. Al contemplar la fachada de una casa saben que otras gentes pueden estar mirando el patio y les es fácil corregir su perspectiva con un concepto, cuya verdad no depende de la coherencia de su pensamiento consigo mismo, sino de su correspondencia con la realidad de la casa. Lo bueno es bueno y lo verdadero, verdadero, con independencia del parecer individual. El español cree en valores absolutos o deja de creer totalmente. Para nosotros se ha hecho el dilema de Dostoievski: o el valor absoluto o la nada absoluta. Cuando dejamos de creer en la verdad, tendemos la capa en el suelo y nos hartamos de dormir.
El humanismo del orgullo
Estos conceptos del hombre no son puras ideas, sino descripciones de los grandes movimientos que actúan en el mundo y se disputan en el día de hoy su señorío. De una parte se nos aparecen grandes pueblos enteros, hasta enteras razas humanas, animadas por la convicción de que son mejores que las otras razas y que los otros pueblos, y que se confirman en esta idea de superioridad, con la de sus recursos y medios de acción. Este credo de superioridad, de otra parte, puede contribuir a producirla. Hasta los musulmanes, actualmente abatidos, tuvieron su momento de esplendor, debido a esa misma persuasión. El día en que los árabes se creyeron el pueblo de Dios, conquistaron en dos generaciones un imperio más grande que el de Roma. No cabe duda de que la confianza en la propia excelencia es uno de los secretos del éxito, por lo menos, en las primeras etapas del camino.
En algunos pueblos modernos encontramos esa misma fe, pero expresada en distinto vocabulario. Recientemente definía Mr. Hoover el credo de su país como la convicción de que siguiendo éste los dictados de su corazón y de su conciencia avanzaría indefectiblemente por la senda del progreso. Es postulado del liberalismo, que si cada hombre obedece solamente sus propios mandatos desarrollará sus facultades hasta el máximo de sus posibilidades. Todos los pueblos de Occidente han procurado, en estos siglos, ajustar sus instituciones políticas a esta máxima que, por lo mucho que se ha difundido, parece universal. Se funda en la confianza romántica del hombre en sí mismo y en la desconfianza de todos los credos, salvo el propio. Supone que los credos van y vienen, que las ideas se ponen y se quitan como las prendas de vestir, pero que el hombre cuando se sale con la suya, progresa. ¿Todos los hombres? Aquí está el problema. La Historia muestra también que esta libertad individualista no sienta a todos los pueblos de la misma manera. Hay, por lo visto, pueblos libres, pueblos semilibres y pueblos esclavos. Y así ha ocurrido que la bandera individualista, universal en sus comienzos, ha acabado por convertirse en la divisa de los pueblos que se creen superiores. Aun dentro del territorio de un mismo pueblo, el individualismo no quiere para todos los hombres sino la igualdad de oportunidades. Ya sabe por adelantado que unos las aprovechan y mejoran de posición. Estos son los buenos, los selectos, los predestinados; otros, en cambio, las desaprovechan y bajan de nivel; y éstos son los malos, los rechazados, los condenados a la perdición. Es claro que no ha existido nunca una sociedad estrictamente individualista, porque los padres de familia no han podido creer en el postulado de que los hombres sólo progresan cuando se les deja en libertad. No hay un padre de familia con sentido común que deje hacer a sus hijos lo que les dé la gana. También los gobiernos y las sociedades hacen lo que los padres, en mayor o menor grado. Pero en la medida en que permiten que cada individuo siga sus inclinaciones, aparece en los pueblos el fondo irredento, casi irredimible, de los degenerados e incapaces de trabajo. La civilización individualista tiene que alzarse sobre un légamo de "boicoteados", de caídos y de exhombres.
El Humanismo materialista
Hay también un humanismo que suprime todas las esencias que venían considerándose superiores al hombre, como el bien y la verdad, por no ver en ellas sino palabras hueras, aunque no inofensivas, porque son, según piensa, los pretextos que han servido para justificar el ascendiente de unas clases sociales sobre otras. Frente a las jerarquías tradicionales proclama este humanismo la divisa revolucionaria: borrón y cuenta nueva. Se propone establecer la igualdad de los hombres en la tierra, en lo que se parece al humanismo español, pero con una diferencia. Los españoles quisiéramos, dentro de lo posible y conveniente, la igualdad de los hombres, porque creemos en la igualdad esencial de las almas. Estos humanistas, al contrario, postulan la igualdad esencial de los cuerpos. Puesto que rige una misma fisiología para todos los hombres, puesto que todos se nutren, crecen, se reproducen y mueren, ¿por qué no crear una sociedad en que las diferencias sociales sean suprimidas inexorablemente, en que se trate a todos los hombres de la misma manera, todo sea de todos, trabajen todos para todos y cada uno reciba su ración de la comunidad?
Ahora sabemos, con el saber positivo de la experiencia histórica, que ese sueño comunista no ha podido realizarse. La desigualdad es esencial en la vida del hombre: no hay más rasero nivelador que el de la muerte. El hombre no es un borrego, cuya alma pueda suprimirse para que viva contento con el rebaño. El campesino no se contenta con poseer y trabajar la tierra en común con los otros campesinos, sino que se aferra a su ideal antiguo de poseerla en una parcela que le pertenezca. Tampoco el obrero de la ciudad se presta gustoso a trabajar con interés en talleres nacionales, donde no se pague su labor en proporción a lo que valga, ni aunque se declare el trabajo obligatorio y se introduzcan las bayonetas en las fábricas para restablecer la disciplina. Al cabo de las experiencias infructuosas el fundador del comunismo exclamó un día: " ¡Basta de socialistas! ¡Vengan especialistas!", y entonces se produjo el espectáculo de que un gobierno comunista, que abolió el capitalismo como enemigo del género humano, ofreciese las riquezas de su patria a los capitalistas extranjeros, como únicos capaces de explotarlas, y que estos capitalistas, salvo excepciones vergonzosas, rechazaran la oferta, porque un gobierno que había abolido la propiedad privada no podía brindar a otros propietarios las garantías necesarias.
Y así ese gobierno tendrá que ser una sombra que viva de las riquezas creadas en el pasado, bajo un régimen de propiedad individual, y de las que continúe creando o conservando el espíritu de propiedad de los campesinos, que la experiencia comunista no se habrá atrevido a desafiar, u organizando la producción en un Estado servil, a base de capitalismo de Estado y de trabajo obligatorio, que es un retorno al despotismo y a la esclavitud, como ya lo había profetizado Hilario Belloc, en 1912, al publicar El Estado Servil bajo el apotegma de que: "Si no restauramos la Institución de la Propiedad tendremos que restaurar la Institución de la esclavitud: no hay un tercer camino". La razón del fracaso comunista es obvia. La economía no es una actividad animal o fisiológica, sino espiritual. El hombre no se dedica a hacer dinero para comer cinco comidas diarias, porque sabe que no podría digerirlas, sino para alcanzar el reconocimiento y la estimación de sus conciudadanos. La economía es un valor espiritual, y en un régimen donde todas las actividades del espíritu están menospreciadas, decae fatalmente, hasta extinguirse, el bienestar del pueblo.
Cuentan los viajeros veraces que en Rusia no se ríe. La razón de ello es clara. En una sociedad donde se quiera suprimir el alma humana es imposible que se ría mucho. Inevitablemente se rebelará el alma contra el régimen que quiera suprimirla; el alma antes que el cuerpo, por mucha hambre y frío y ejecuciones capitales que la carne padezca. Cuando no puedan sublevarse, las almas se reunirán para rezar. El amor de los jóvenes no se dejará tampoco reducir a pura fisiología, sino que pedirá versos y flores e ilusión. Lo que las bocas digan primero a los oídos, lo proclamarán a grito herido en cuanto puedan. Y entonces se considerará este intento de suprimir el alma como lo que es en realidad: una segunda caída de Adán, una caída en la animalidad, y no es la ciencia del bien y del mal. La humanidad entera, por lo menos, lo mejor de la humanidad, se avergonzará del triste episodio, como reconociendo que todos habremos tenido alguna culpa en su posibilidad. Lo peor es que no se trata meramente de agua pasada que no mueve molino. Todavía hay muchas gentes que no quieren creer que pueda fracasar una organización social estatuída sobre la base de una negociación niveladora de las diferencias de valor. Durante más de un siglo se ha soñado en el mundo que el socialismo mejoraría la condición de los trabajadores. No la mejora, pero hay muchos cientos de miles de almas que no querrán verlo, hasta que no hayan sustituido por algún otro su frustrado sueño.
De otra parte, aunque la condición de los desposeídos no haya mejorado, no todo ha sido en vano, porque, los antiguos rencores se han saciado, la tortilla se ha vuelto y los que estaban abajo están encima. Todos los hombres desean mejorar de condición, ganar más dinero y disfrutar de más comodidades. Esta ambición es síntoma de lo que hay en el hombre de divino, que sólo con el infinito se contenta. Pero hay también muchos que se preocupan, sobre todo, de mejorar su situación relativa. Más que estar bien o mal, lo que les importa es encontrarse mejor que el vecino. Si éste se halla ciego, no tienen pesar en verse tuertos. Este aspecto de la naturaleza humana es el que incita a las revoluciones niveladoras. Pensad en el agitador que pasa de la cárcel o de la emigración a ser dueño de vidas y haciendas. ¿Qué le importan las privaciones ocasionales y la miseria del país, si su voluntad es ley y los antiguos burgueses y aristócratas tienen que hacer lo que les mande?
Ahora sabemos, con el saber positivo de la experiencia histórica, que ese sueño comunista no ha podido realizarse. La desigualdad es esencial en la vida del hombre: no hay más rasero nivelador que el de la muerte. El hombre no es un borrego, cuya alma pueda suprimirse para que viva contento con el rebaño. El campesino no se contenta con poseer y trabajar la tierra en común con los otros campesinos, sino que se aferra a su ideal antiguo de poseerla en una parcela que le pertenezca. Tampoco el obrero de la ciudad se presta gustoso a trabajar con interés en talleres nacionales, donde no se pague su labor en proporción a lo que valga, ni aunque se declare el trabajo obligatorio y se introduzcan las bayonetas en las fábricas para restablecer la disciplina. Al cabo de las experiencias infructuosas el fundador del comunismo exclamó un día: " ¡Basta de socialistas! ¡Vengan especialistas!", y entonces se produjo el espectáculo de que un gobierno comunista, que abolió el capitalismo como enemigo del género humano, ofreciese las riquezas de su patria a los capitalistas extranjeros, como únicos capaces de explotarlas, y que estos capitalistas, salvo excepciones vergonzosas, rechazaran la oferta, porque un gobierno que había abolido la propiedad privada no podía brindar a otros propietarios las garantías necesarias.
Y así ese gobierno tendrá que ser una sombra que viva de las riquezas creadas en el pasado, bajo un régimen de propiedad individual, y de las que continúe creando o conservando el espíritu de propiedad de los campesinos, que la experiencia comunista no se habrá atrevido a desafiar, u organizando la producción en un Estado servil, a base de capitalismo de Estado y de trabajo obligatorio, que es un retorno al despotismo y a la esclavitud, como ya lo había profetizado Hilario Belloc, en 1912, al publicar El Estado Servil bajo el apotegma de que: "Si no restauramos la Institución de la Propiedad tendremos que restaurar la Institución de la esclavitud: no hay un tercer camino". La razón del fracaso comunista es obvia. La economía no es una actividad animal o fisiológica, sino espiritual. El hombre no se dedica a hacer dinero para comer cinco comidas diarias, porque sabe que no podría digerirlas, sino para alcanzar el reconocimiento y la estimación de sus conciudadanos. La economía es un valor espiritual, y en un régimen donde todas las actividades del espíritu están menospreciadas, decae fatalmente, hasta extinguirse, el bienestar del pueblo.
Cuentan los viajeros veraces que en Rusia no se ríe. La razón de ello es clara. En una sociedad donde se quiera suprimir el alma humana es imposible que se ría mucho. Inevitablemente se rebelará el alma contra el régimen que quiera suprimirla; el alma antes que el cuerpo, por mucha hambre y frío y ejecuciones capitales que la carne padezca. Cuando no puedan sublevarse, las almas se reunirán para rezar. El amor de los jóvenes no se dejará tampoco reducir a pura fisiología, sino que pedirá versos y flores e ilusión. Lo que las bocas digan primero a los oídos, lo proclamarán a grito herido en cuanto puedan. Y entonces se considerará este intento de suprimir el alma como lo que es en realidad: una segunda caída de Adán, una caída en la animalidad, y no es la ciencia del bien y del mal. La humanidad entera, por lo menos, lo mejor de la humanidad, se avergonzará del triste episodio, como reconociendo que todos habremos tenido alguna culpa en su posibilidad. Lo peor es que no se trata meramente de agua pasada que no mueve molino. Todavía hay muchas gentes que no quieren creer que pueda fracasar una organización social estatuída sobre la base de una negociación niveladora de las diferencias de valor. Durante más de un siglo se ha soñado en el mundo que el socialismo mejoraría la condición de los trabajadores. No la mejora, pero hay muchos cientos de miles de almas que no querrán verlo, hasta que no hayan sustituido por algún otro su frustrado sueño.
De otra parte, aunque la condición de los desposeídos no haya mejorado, no todo ha sido en vano, porque, los antiguos rencores se han saciado, la tortilla se ha vuelto y los que estaban abajo están encima. Todos los hombres desean mejorar de condición, ganar más dinero y disfrutar de más comodidades. Esta ambición es síntoma de lo que hay en el hombre de divino, que sólo con el infinito se contenta. Pero hay también muchos que se preocupan, sobre todo, de mejorar su situación relativa. Más que estar bien o mal, lo que les importa es encontrarse mejor que el vecino. Si éste se halla ciego, no tienen pesar en verse tuertos. Este aspecto de la naturaleza humana es el que incita a las revoluciones niveladoras. Pensad en el agitador que pasa de la cárcel o de la emigración a ser dueño de vidas y haciendas. ¿Qué le importan las privaciones ocasionales y la miseria del país, si su voluntad es ley y los antiguos burgueses y aristócratas tienen que hacer lo que les mande?
Nuestro Humanismo en las costumbres
Este humanismo explica la gran indulgencia que campea en todos los órdenes de la vida española. En Inglaterra se castigaban con la pena de muerte, hasta 1830, cerca de trescientas formas de hurto. En España no se penan delitos análogos sino con unas cuantas semanas de prisión. Y es que no creemos que el alma de un hombre esté perdida por haber pecado. Todos somos pecadores. Todos podemos redimirnos. A ninguno deberán cerrársenos los caminos del mundo. Si tenemos cárceles es por pura necesidad. Pero nuestras instituciones favoritas, pasada la cólera primera, son el indulto y el perdón.
Nuestro Humanismo en la historia
Y es verdad que los abusos fueron muchos y grandes, pero ninguna legislación colonial extranjera es comparable a nuestras leyes de Indias. Por ellas se prohibió la esclavitud, se proclamó la libertad de los indios, se les prohibió hacerse la guerra, se les brindó la amistad de los españoles, se reglamentó el régimen de Encomienda para castigar los abusos de los encomenderos, se estatuyó la instrucción y adoctrinamiento de los indios como principal fin e intento de los Reyes de España, se prescribió que las conversiones se hiciesen voluntariamente y se transformó la conquista de América en difusión del espíritu cristiano.
Y tan arraigado está entre nosotros este sentido de universalidad, que hemos instituido la fecha del 12 de octubre, que es la fecha del descubrimiento de América, para celebrar el momento en que se inició la comunidad de todos los pueblos: blancos, negros, indios, malayos o mestizos que hablan nuestra lengua y profesan nuestra fe. Y la hemos llamado "Fiesta de la Raza", a pesar de la obvia impropiedad de la palabra, nosotros que nunca sentimos el orgullo del color de la piel, precisamente para proclamar ante el mundo que la raza, para nosotros, está constituida por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplásmicas.
Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. Nuestro ideal ha sido siempre trascendente a nosotros. Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los hombres. Desconfiados de los hombres, seguros del credo, por eso fuimos también siempre institucionistas. Hemos sido una nación de fundadores. No sólo son de origen español las órdenes religiosas más poderosas de la Iglesia, sino que el español no aspira sino a crear instituciones que estimulen al hombre a realizar lo que cada uno lleva de bondad potencial. El ideal supremo del español en América es fundar un poblado en el desierto e inducir a las gentes a venir a habitarle. La misma Monarquía española, en sus tiempos mejores, es ejemplo eminente de este espíritu institucional en que el fundador no se propone meramente su bien propio, sino el de todos los hombres.
Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso en España. Nunca hemos tratado de separar la Iglesia española de la universal. Al contrario, nuestra acción en el mundo religioso ha sido siempre luchar contra los movimientos secesionistas y contra todas las pretensiones de gracias especiales.
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