¿Bailamos?
La cultura era el único en el terreno en el que los franceses podían conservar su orgullo. Y no era tan mala idea dejar que los artistas levantaran el ánimo del país a la espera de mejores tiempos. Ese planteamiento también era del gusto de los alemanes, que estaban convencidos de que todo les resultaría mucho más fácil si tenían a los franceses, y en particular a los parisinos, entretenidos. Desde luego, Hitler estaba encantado con la idea de ver a los franceses revolcarse en su propia degeneración. “¿A ti te importa particularmente la salud espiritual de los franceses?”, le preguntó en una ocasión Hitler a Albert Speer, tal como éste recordaría más tarde. “Pues dejemos que degenere. Mejor para nosotros.”
Por aquel entonces la prioridad de los alemanes era simplemente conseguir que los parisinos tuvieran la sensación de que la vida volvía a la normalidad. El 23 de junio, Joseph Goebbels, el poderoso Reichsminister de Iluminación Pública y Propaganda, viajó a París para comprobar de primera mano el ambiente de la ciudad. Los soldados de la Wehrmacht parecían bastante contentos: los burdeles y los cabarés de la ciudad satisfacían sus necesidades de diversión y algunos de los restaurantes ofrecían menús en alemán. Pero Goebbels dictaminó que la ciudad estaba triste y ordenó más diversión. En septiembre, el estado de ánimo había mejorado ostensiblemente y la mayoría de parisinos empezaron a regresar a sus casas. Aunque encontraron una ciudad engalanada con esvásticas en la que soldados alemanes desfilaban por los Campos Elíseos cada día a las doce y media e imponían el toque de queda cada noche a las once, el París de antaño resultaba aún reconocible.
Sin embargo, tras el aparente laissez-faire de los alemanes se escondía una estrategia más radical, motivada por su profundo complejo de inferioridad hacia una cultura que había dominado Europa durante los dos siglos anteriores. Durante ese mismo periodo, la cultura germánica había producido una gran cantidad de artistas, escritores y, sobre todo, músicos. Y, aun así, era París (no Londres, ni Roma, ni Viena ni, desde luego, Berlín) la ciudad que definía los gustos y las tendencias del continente. Los nazis no lograban explicar cómo era eso posible tratándose de una cultura, a sus ojos, degenerada y dominada por judíos, negros y masones. Y, sin embargo, Hitler y Goebbels codiciaban ese poder y ese liderazgo, de modo que ordenaron que ninguna actividad cultural producida en Francia atravesara las fronteras del país.
En noviembre de 1940, Goebbels detalló la estrategia en sus instrucciones dirigidas a la Embajada alemana en París: “El objetivo de nuestra victoriosa campaña es poner fin a la dominación francesa de la propaganda cultural, en Europa y en el mundo. Después de tomar el control de París, el centro de la propaganda cultural francesa, estamos en situación de asestar un golpe decisivo a dicha propaganda. Cualquier gesto de apoyo o de tolerancia hacia esa propaganda será considerado un crimen contra el Reich”. Al mismo tiempo, Goebbels vio una oportunidad para lograr que la cultura alemana se infiltrase en la sociedad francesa y, sobre todo, entre sus intelectuales. Para Goebbels, el colaboracionismo cultural implicaba distraer al público en general e impresionar a los artistas e intelectuales franceses con la gloria eterna de Alemania y los logros del Tercer Reich. Al mismo tiempo, se pretendía mandar un mensaje claro a los alemanes: la victoria sobre Francia era no sólo militar, sino también cultural e intelectual.
Al Departamento de Propaganda no le costó nada dominar los medios de comunicación, pues los editores de periódicos o bien eran fascistas convencidos, o bien estaban deseosos de complacer a los alemanes.
En más de una ocasión los oficiales culturales alemanes aprobaron libros, películas y obras de teatro que Vichy quería prohibir por razones morales.
A partir de 1941, y a insistencia de Goebbels, el instituto empezó a invitar a delegaciones de artistas franceses a visitar Alemania. Todo eso fue posible, naturalmente, porque la vida cultural francesa prácticamente había recuperado la normalidad a una velocidad inopinada.
En su única visita a París en la madrugada del 23 de julio, Hitler había querido visitar la ópera antes que ningún otro edificio. Acompañado por su arquitecto jefe, Albert Speer, y su escultor preferido, Arno Breker, realizó una visita de tres horas por la ciudad de París, vacía y silenciosa; la visita incluyó también la tumba de Napoleón en Les Invalides, el Panteón, la catedral de Notre Dame y otros lugares turísticos. Sin embargo, y según Speer escribió más tarde, el edificio de la ópera “era el preferido de Hitler”. Al parecer, El Führer había estudiado la fantasiosa obra neobarroca de Charles Garnier cuando era alumno de la Escuela de Arte de Viena, hasta el punto de que fue capaz de orientarse por el interior del edificio en su primera visita. “Quedó fascinado por la Ópera”, añadió Speer, “alabó extasiado su belleza y en sus ojos relucientes se reflejaba una emoción que me pareció asombrosa”.
El cine fue también una de las formas artísticas más afectadas por el Estatuto de los Judíos, la primera gran medida antisemita del régimen de Pétain en Vichy, que se promulgó en toda Francia el 3 de octubre de 1940. El objetivo de dicho estatuto iba más allá de la restricción del mundo cinematográfico y excluía a los judíos (definidos como cualquier persona con un mínimo de tres abuelos judíos) del Gobierno, la administración pública, el poder judicial, las fuerzas armadas, la prensa y la práctica docente. Los ciudadanos que regresaban a sus empleos en eso ámbitos debían firmar un documento, tal como recordaría Simone de Beauvoir: “En el Lycée Camille Sée (como era obligado en todos los lycées), tuve que firmar una declaración en la que prometía bajo juramento que ni era judía, ni estaba afiliada a la masonería. Me pareció repugnante tener que firmar eso, pero nadie se negó a hacerlo: para la mayoría de mis colegas, lo mismo que para mí, no había otra salida”.
Los únicos judíos a quienes se permitió conservar sus trabajos fueron los veteranos de la Primera Guerra Mundial, los poseedores de la Légion d’Honneur y quienes habían prestado “servicios excepcionales” a Francia en los ámbitos literario, científico o artístico. Unos pocos profesores universitarios, como el historiador Marc Bloch, lograron acogerse a esa excepción que, no obstante, les proporcionaría una protección muy limitada en estadios más tardíos de la ocupación. Casi inmediatamente empezaron también las presiones para expulsar a los judíos de la Comédie Fracaise y de la Ópera de París que, en tanto que instituciones nacionales, eran consideradas extensiones del Gobierno. Pero el cine era el único ámbito cultural al que el estatuto se refería específicamente. En respuesta a la campaña fascista prebélica contra el “control” judío de la industria cinematográfica, y en particular al control de los productores judíos extranjeros, el estatuto especificaba que los judíos no podían trabajar como productores, distribuidores ni directores de películas, ni tampoco como propietarios o directores de salas de cine.
Naturalmente, el Estatuto de los Judíos no salió de la nada. El antisemitismo francés, que durante la década de 1930 había dejado de ser una obsesión exclusiva de la derecha para convertirse en un sentimiento ampliamente extendido, se exacerbó aún más en junio de 1940, cuando los judíos se convirtieron en uno de los chivos expiatorios de la derrota francesa. Las acusaciones que les lanzaban los fascistas de París y Vichy eran muy diversas: que los judíos franceses no eran realmente franceses, pues mostraban una mayor lealtad hacia el judaísmo que hacia Francia; que los refugiados judíos extranjeros, un tercio de los 300.000 miembros de la comunidad judía francesa, eran unos quintacolumnistas; que los judíos habían empujado a Francia a la guerra contra Alemania; que los judíos se habían infiltrado en el Gobierno y en las fuerzas armadas, y que el poder económico y cultural de los judíos en Francia era excesivo.
En realidad, la prensa colaboracionista necesitaba muy pocas motivaciones. Así, por ejemplo, el periódico de gran circulación Paris-Soir celebró el Estatuto de los Judíos con el titular “Empieza la purificación”; el subtítulo especificaba: “Los judíos expulsados por fin de todos los empleos públicos del país”. El artículo señalaba con regocijo que “los israelitas extranjeros podrán ser encarcelados”. Un mes más tarde, los periódicos colaboracionistas aplaudieron una nueva medida que obligaba a los negocios en manos judías a colocar un aviso bilingüe en el escaparate en el que se identificara como “Jüdisches Geschäft” y “Entreprise juive”. Vichy hizo cosas aun peores, pero el Estatuto de los Judíos ilustra perfectamente la predisposición del Gobierno francés a adoptar medidas antisemitas por iniciativa propia y sin presión alemana.
Goebbels exigió que Francia devolviera todo el arte que había “robado” a Alemania desde el año 1500 y, en particular, durante las guerras napoleónicas.
Gide, que permaneció en la zona no ocupada hasta que se marchó a Túnez en 1942, intentó también hallarle el sentido a los acontecimientos políticos, aunque limitó esa actividad a la intimidad de su diario. Y, como casi todo el mundo, ese hombre de letras por antonomasia titubeó: aplaudió el primer discurso de Pétain y criticó el que pronunció una semana más tarde. Se mostró impresionado por la victoria alemana y escribió: “Hemos sido militarmente burlados, sin apenas tener conciencia de ello, por Hitler, amo y señor del circo, cuya astucia y agudeza sobrepasa la de los mejores capitanes.” Haciéndose más o menos eco de las palabras de Pétain, afirmó que Francia había propiciado su propia derrota: “A pesar del amor que siento por Francia, no podía dejar de observar el estado de decadencia de nuestro país. A mi conciencia permanente de dicha decadencia la acompaña tan sólo una gran melancolía; era evidente que nos conducía al abismo”. En un determinado momento lamentó encontrarse lejos de la batalla. “El ‘intelectual’ que se preocupa principalmente por ponerse a salvo pierde una oportunidad excepcional de aprender algo”, escribió. Pero, al mismo tiempo, tampoco tenía ningunas ganas de estar en París.
Posiblemente Gide merece una disculpa por haber aportado sus artículos al primer y tercer número de la Nouvelle Revue Francaise de Drieu La Rochelle, pues más tarde reconoció su error y rompió sus vínculos con la revista en un artículo publicado en Le Figaro que se editaba en Lyon, en la zona no ocupada. Pero, en el fondo, y con muy pocas excepciones, los escritores franceses se mostraron realmente ansiosos por publicar, aunque eso significara doblegarse ante la censura.
Pétain les dijo a los franceses: “Con honor y para mantener la unidad francesa (una unidad que se remonta a diez siglos) en el contexto de la construcción de un nuevo orden europeo, a partir de hoy emprendo la vía del colaboracionismo”.
En la práctica, la colaboración tal como la presentaba Pétain tenía muy poco interés para los nazis. El único gesto de reconciliación por parte de Hitler fue acceder a devolver los restos del hijo de Napoleón, el duque de Reichstadt, conocido como L’Aiglon, de Viena a Les Invalides en diciembre de 1940. “Mucho revuelo por el retorno de las cenizas de Napoleón II”, escribió Galtier-Boissière en su diario el 15 de diciembre de 1940. “Un acto de caballerosidad por parte de Hitler”. Sin embargo, los irrespetuosos parisinos afirman que ellos preferirían carbón a cenizas.” En realidad, para la mayoría de la población era evidente que Hitler no tenía intención de “recompensar” a Pétain con un tratado de paz, aunque tan sólo fuera porque la idea de castigar a Francia (por las reparaciones que había logrado tras la Primera Guerra Mundial, por su derrota de 1940 y por su arrogancia) gozaba de popularidad en Alemania. En cambio, al mantener viva la idea de un tratado de paz, Berlín lograba la colaboración que necesitaba: la cooperación de Vichy a la hora de enviar materia prima francesa, productos industriales y mano de obra a Alemania.
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