Münzenberg no se pareció nunca del todo a sus camaradas comunistas. Siempre hubo algo raro o excesivo en él, aun en los tiempos de su más firme ortodoxia. Le gustaba la buena vida, y habiendo nacido y vivido en la pobreza tenía una espléndida vocación por los grandes hoteles, los trajes caros y los automóviles de lujo. Estaba hecho de la misma materia que los grandes plutócratas americanos surgidos de la nada, enérgicos patronos de ferrocarriles o de minas de carbón o de hierro enriquecidos gracias a la clarividencia y al pillaje, pero sobre todo a una forma irresistible de inteligencia práctica aliada a una voluntad sin reposo ni misericordia. Quienes le conocieron dicen de él que si hubiera decidido servir al capitalismo y no al comunismo habría llegado a ser un W.R. Hearst, un Morgan, un Frick, uno de esos patronos colosales a los que no sacia ninguna posesión por desaforada que sea y jamás pierden la rudeza de sus orígenes, jamás se apaciguan ni con la edad ni con el poder ni con la posesión, y siguen siendo patanes joviales en medio del lujo y trabajadores sin sosiego a pesar de su insondable riqueza.
En los primeros años de la Revolución Soviética, cuando Lenin, alucinado en las estancias del Kremlin, intoxicado por su propio fanatismo, rodeado de teléfonos y lacayos, todavía imaginaba que Europa entera iba a incendiarse de un momento a otro de sublevaciones proletarias, Münzenberg comprendió antes que nadie que la revolución mundial no llegaría enseguida, si es que llegaba alguna vez, y que el comunismo sólo podría difundirse en Occidente de una manera oblicua y gradual, no con la propaganda chillona, ruda y monótona que complacía a los soviéticos, sino a través de causas en apariencia desinteresadas y apolíticas, gracias a la complicidad en gran parte involuntaria de algunos intelectuales de mucho prestigio, celebridades independientes y de buena voluntad que firmaran manifiestos a favor de la paz, de la cultura, de la concordia entre los pueblos.
Willi Münzenberg inventó el halago político a los intelectuales acomodados, la manipulación adecuada de su egolatría, de su poco interés por el mundo real. Con cierto desdén se refería a ellos llamándoles el Club de los Inocentes. Buscaba a gente templada, con inclinaciones humanitarias, con cierta solidez burguesa, a ser posible con un resplandor de dinero y de cosmpolitismo: André Gide, H.G. Wells, Romain Rolland, Hemingway, Albert Einstein. A esa clase de intelectuales Lenin los habría fusilado de inmediato, o los habría enviado a un sótano de la Lubianza o a Siberia. Münzenberg descubrió lo inmensamente útiles que podían ser para volver atractivo un sistema que a él, en el fondo incorruptible de su inteligencia, debía de parecerle aterrador en su incompetencia y su crueldad, incluso en los años en que aún lo consideraba legítimo.
Descubrió que el radicalismo imaginario y la simpatía hacia revoluciones muy lejanas era un atractivo irresistible para intelectuales de una cierta posición social.
Su primer éxito de organización y propaganda masiva fue la campaña mundial de envío de alimentos a las regiones de Rusia asoladas por las grandes hambres de 1921. El Socorro Internacional de los Trabajadores, dirigido por él, logró que docenas de barcos cargados de alimentos llegaran a Rusia y que se creara en todo el mundo una corriente poderosa de simpatía humanitaria hacia el sufrimiento y el heroísmo del pueblo soviético. La desganada caridad de otros tiempos se trasmutaba en vigorosa solidaridad política, y el benefactor podía sentirse confortablemente a un paso de la militancia activa. Müzenberg ideó sellos, insignias, folletos de propagada con fotografías de la vida en la URSS, cromos en colores, pisapapeles con bustos de Marx y de Lenin, postales de obreros y soldados, cualquier cosa que se pudiera vender a bajo precio y que permitiera sentir al comprador que sus pocas monedas eran un gesto solidario, no una limosna, una forma práctica y confortable de acción revolucionaria.
En 1925 fue Münzenberg quien ideó y dirigió, a través de comités innumerables, de publicaciones, de marchas, de imágenes en los noticiarios de cien, la gran oleada de solidaridad con Sacco y Vanzetti. Sus publicaciones comerciales le proporcionaban el dinero para costear la propagada política, y también multiplicaban la resonancia pública de las campañas que emprendía. En los años terribles de la inflación en Alemania, en el terremoto de Japón de 1923, el Socorro Internacional de los Trabajadores sostenía las cajas de resistencia y organizaba comedores populares, escuelas y albergues para niños huérfanos. Fue la necesidad de imprimir y difundir panfletos políticos la que despertó en Willi Münzenberg su interés por imprentas y editoriales. En 1926 poseía en Alemania dos diarios de circulación masiva, un semanario ilustrado que tiraba un millón de ejemplares y era, dice Koestler, la comunista a Life, y una serie de publicaciones que incluía revistas técnicas para fotógrafos y para aficionados a la radio o al cine. En Japón, su organización controlaba directa o indirectamente diecinueve diarios y revistas. En la Unión Soviética producía las películas de Eisenstein y Pudovkin, y en Alemania organizaba la distribución del cine soviético y financiaba los espectáculos de vanguardia de Erwin Piscator y de Bertolt Brecht. Cinematecas, clubs de lectura o de deporte, sociedades de excursionismo, grupos de activistas a favor de la paz, se convertían a lo largo del mundo en sucursales fuera de sospecha del gran Club de los Inocentes.
Todo lo que Münzenberg poseía y controlaba en Alemania lo perdió tras la llegada de Hitler a la cancillería. Pero era como uno de esos magantes americanos que sufrían espantosas bancarrotas y al poco tiempo habían empezado a labrarse desde la nada y con la misma energía invencible una nueva fortuna. Nada más llegar exiliado a París compró una editorial y emprendió la organización y el sostenimiento económico de la resistencia clandestina en Alemania. Con ceguera escalofriante el Partido Comunista Alemán había considerado hasta última hora que los nazis eran un adversario menor, porque el verdadero enemigo de la clase trabajadora eran los socialdemócratas. El desastre de enero de 1933 acabó de convencer a Willi Münzenberg de que el sectarismo suicida de sus compañeros de partido debía ser abandonado a favor de una gran alianza de todas las fuerzas democráticas dispuestas a resistir la mera siniestra del fascismo. En pocos meses publicó uno de los libros más vendidos del siglo XX, el Libro pardo del terror nazi, y alcanzó su mayor éxito, la obra maestra de su instinto formidable para la propaganda de masas, la campaña internacional a favor de Dimitrov y de los otros acusados en el proceso por el incendio del Reichstag.
Fuente: Sefarad, Antonio Muñoz Molina
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