Grande sobre toda ponderación fue la obra de España en América. Leyendo las historias de aquella conquista y, sobre todo, las de aquella prodigiosa colonización, es como desaparecen todos los pesimismos con que pretenden amargarnos los sabios al uso. Hemos hablado ya del descubrimiento y conquista de aquellos territorios y del derroche de energía y de constancia que fueron necesarios para llevarla a cabo. ¿Qué decir ahora del tacto y de la energía que fueron necesarios para realizar en las recién descubiertas tierras la obra de la civilización y de cultura que tres siglos después iba a producir diez y ocho naciones?
“Antes –escribe Gómara-, refiriéndose a los indios, pechaban el tercio de lo que cogían y si no pagaban eran reducidos a la esclavitud o sacrificados a sus ídolos; servían como bestias de carga y no había año que no muriesen sacrificados a millares por sus fanáticos sacerdotes. Después de la conquista, son señores de lo que tienen con tanta libertad que les daña. Pagan tan pocos tributos que viven holgando. Venden bien y mucho las obras y las manos. Nadie los fuerza a llevar cargas ni a trabajar. Viven bajo la jurisdicción de sus antiguos señores, y si éstos faltan, los indios se eligen señor nuevo y el rey de España confirma la elección. Así, que nadie piense que les quitasen las haciendas, los señoríos y la libertad, sino que Dios les hizo merced en ser españoles, que les cristianizaron y que los tratan y que los tienen ni más ni menos que digo. Diéronles bestias de carga para que no se carguen, y de lana para que se vistan y de carne para que coman, que les faltaba. Mostráronles el uso del hierro y del candil, con que mejoraron la vida. Hánles dado moneda para que sepan lo que compran y venden, lo que tienen y lo que deben. Hánles enseñado latín y ciencias, que vale más que cuanta plata y oro les tomamos. Porque con letras son verdaderamente hombres y de la plata no se aprovechan muchos ni todos. Así que libraron bien en ser conquistados…”.
Como hace observar Coroleu, “una nación atrasada no es capaz de enseñar estas industrias, ni una raza cruel y exterminadora se complace en crear tales instituciones, ni cabe, en lo posible, que en el decurso de tan pocos años alcance tan maravillosos resultados un pueblo que no esté dotado de singularísimas cualidades para una obra tan ardua como la de colonizar y civilizar un mundo nuevo. Esto, en los tiempos modernos, sólo España lo ha hecho”.
“No se lee sin sorpresa en la Gaceta de Méjico, escribía Humboldt, que, a cuatrocientas leguas de distancia de la capital, en Durango, por ejemplo, se fabrican pianos y clavicordios…”. “Es una cosa que merece ser observada, que entre los primeros molines de azúcar, trapiches, construidos por los españoles a principios del siglo XVI había ya algunos movidos por ruedas hidráulicas y no por caballos, aunque estos mismos molinos de agua hayan sido introducidos en la isla de Cuba en nuestros días como una invención extranjera por los refugiados de Cabo Francés”.
Verdadero asombro causa el leer que los metales se trabajaban en la América española, a los pocos años de haber empezado la colonización con más perfección que en la península, como lo prueban las fundiciones de Coquinbo, de Lima, de Santa Fe, de Acapulco y otras; que las verjas, fuentes y puentes de aquella parte del mundo sobrepujaban en hermosura a las de Europa; que los altares, templetes, tabernáculos, custodias, lámparas y candelabros de oro, plata, bronce que salían de las manos de artífices hispanoamericanos podían sostener la comparación con las obras de Benvenuto Cellini; que, según el inglés Guthrie, eran admirables los aceros de Puebla y otras ciudades de Méjico; que según el mismo autor, las fábricas de algodón, lana y lino producían en Méjico, Perú y Quito tejidos más perfectos que los de las más acreditadas fábricas de Francia e Inglaterra; que los cueros que se curtían allí de admirable manera; que las telas, mantas y alfombras de Perú, Quito y Nueva Granada eran estimadísimas y excelentes; que la fabricación de vidrio y loza era muy superior a la de Europa, en una palabra, que tenía razón Humboldt cuando decía que “los productos de las fábricas de Nueva España podrían venderse con ganancia en los mercados europeos”.
¿Dónde está, pues, la tiranía económica de España, ni cómo pueden acusarnos de haberla ejercido los ingleses, que hasta fines del siglo XVIII sostuvieron el criterio de que no debía fabricarse nada en sus colonias americanas para no perjudicar los intereses de las industrias de la Metrópoli? ¿No pidieron ya en el siglo XVI las Cortes de Castilla que se reprimiese la exportación a América, puesto que teniendo aquellas colonias primeras materias abundantes y hábiles artífices podían bastarse a sí mismas sin necesidad de la madre patria?
Dos elementos contribuyeron poderosamente a la organización de aquellas tierras a las cuales fue a parar lo mejor y lo más selecto de la sociedad española de la época: el elemento político representado por las leyes de Indias y el elemento religioso representado por las órdenes monásticas.
Los reyes de España, bueno es decirlo y afirmarlo frente a tanta ridícula y falsa afirmación como se ha hecho, jamás vieron en América una colonia de explotación, ni desde el punto de vista de las riquezas mineras, ni desde el punto de vista del comercio. Las industrias se desarrollaron en el Nuevo Mundo merced al constante cuidado del Consejo de Indias, que allí enviaba labradores y artesanos, artífices y artistas, semillas y plantas, animales domésticos y aperos de labranza, y en cuanto al comercio distó mucho de ser un monopolio de los españoles, quienes a lo sumo se convirtieron en agentes del comercio europeo.
Es cierto que los indios fueron objeto de malos tratos en los primeros tiempos de la Conquista. ¿Pero lo fueron con anuencia de los reyes y de sus representantes como ha ocurrido en fecha reciente en algunas comarcas de África explotadas por naciones cristianas? Evidentemente no, y es más, los mismos historiadores españoles de las Indias achacan la muerte de no pocos conquistadores a un castigo divino de sus fechorías… Los reyes, respondiendo a la misión que les competía, reprimieron severamente los abusos y dictaron la admirable colección de Leyes de Indias.
Paralelamente a la organización política que comienza con los cabildos y culmina en los virreyes, se desarrolla la organización de la cultura que comienza en las escuelas de las misiones, fundadas a raíz casi de la llegada de los españoles y tiene su manifestación más elevada y perfecta en las universidades de Méjico y Lima, fundadas en 1553 la primera y en 1551 la segunda y dotadas por Carlos V de todos los privilegios de que disfrutaban la Universidad y estudios de Salamanca. A principios del siglo XVII había en la Universidad de Lima cátedras de teología, derecho, medicina, matemáticas, latín, filosofía y lengua quichua y se conferían los grados con extraordinaria pompa, asistiendo a la ceremonia el virrey rodeado de su corte para dar público testimonio del interés que a la Corona inspiraba aquel establecimiento de enseñanza. En el Perú existían, además, la Universidad de San Antonio Abad del Cuzco, fundada en 1598 y los colegios de San Felipe y San Martín, en Lima, y otros en Arequipa, Trujillo y Guamangua. Antes de terminar el siglo XVI no solamente se imprimían y publicaban libros en el Perú, sino que estaban escritos por nacidos en el virreinato, como Calancha, Cárdenas, Sánchez de Viana y Adrián de Alesio. En Méjico se enseñaba la medicina, el derecho, la teología, pero eran los mejicanos algo más tardos que los peruanos aunque más constantes en el esfuerzo. Multiplicáronse los colegios en aquel virreinato; lo mismo las autoridades que los particulares, que las órdenes monásticas rivalizaban en celo por la enseñanza y un siglo apenas después del descubrimiento, ya había concursos literarios y científicos en la capital. “Así era cómo revelaba la raza conquistadora su rudeza, su despotismo y su empeño en mantener ignorante a la subyugada América para mejor explotarla. No creemos que ninguna nación culta y civilizadora haya hecho en tan poco tiempo lo que hizo España en aquellas regiones durante el siglo XVI, erigiendo edificios y fundando y dotando escuelas para la enseñanza de tantas ciencias. Y eso lo hacía mientras sus guerreros iban avanzando sin tregua en busca de nuevos territorios que agregar al imperio español y los misioneros les acompañaban –si ya no les precedían en sus exploraciones-, afanosos por convertir nuevas tribus a la fe cristiana, y los naturalistas organizaban caravanas científicas para enriquecer con miles de ejemplares, hasta entonces ignorados, el catálogo de las plantas científicamente clasificadas”.
Lo que España no hacía en su propia casa lo hacía en América. … Si se nos pregunta cuáles fueron los maestros de ciencias exactas en América, diremos que los frailes. Si se nos pregunta quiénes fueron sus discípulos, contestaremos que los blancos, los mestizos y los indios.
A principios del siglo XIX los peruanos, que habían estudiado en la Salamanca de América, en la Universidad de Lima, sostenían, quizá con razón, que estaban más adelantados que los españoles de la península. “En el Perú, decían, la instrucción es general, como el talento y la penetración de sus hijos y el amor al estudio”.
En la América española había a principios del siglo XIX multitud de sociedades literarias, de academias, de museos… Las ciencias naturales estaban allí, sin disputa, más adelantadas que en Europa.
Un escritor inglés hace observar la diferencia esencial que se observa entre la América española y la inglesa: la de que no existe el odio de razas. “Podrán ser despreciados por débiles, ignorados como ciudadanos, maltratados y oprimidos, pero no excitan repulsión personal. No se les desdeña porque pertenecen a otra raza, sino por la inferioridad de sus condiciones. Así es que los americanos españoles no se conducen con los indios como los yanquis, los holandeses y los ingleses. No hay allí la aversión que se nota en California y Australia respecto a los chinos, indios y japoneses. Y añade Mr. Bryce, de quien traducimos estas palabras, que quizá se deba esta diferencia a la que existe entre el catolicismo y el protestantismo; al hecho de que el indio en las posesiones españolas nunca fue legalmente esclavo y a que los españoles, al llegar a ellas sin mujeres, consideraron como legítimos a sus hijos mestizos…”. Nada más exacto.
El día que Inglaterra nos demuestre que admitió a los indígenas de cualquier territorio sometido a su imperio al ejercicio pleno y entero de todos los derechos de la ciudadanía inglesa, y nos pruebe que tienen asiento en la Cámara de los Lores descendientes de antiguos reyes desposeídos por ella de sus Estados, o que envió a una colonia suya en calidad de virrey al descendiente de uno de esos reyes, entonces creeremos en su humanidad y en su justicia; mientras tanto, creemos en la nuestra.
Los hispano-americanos nos han combatido en otros tiempos. Ahora ha cambiado no poco su modo de pensar. Olvidemos los ataques y recordemos las alabanzas. “España, España, escribía el ecuatoriano Juan Montalvo, lo que hay de puro en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos. El pensar grande, el sentir a lo animoso, el obrar a lo justo en nosotros son de España; y si hay en la sangre de nuestras venas algunas gotas purpurinas, son de España. Yo, que adoro a Jesucristo; yo, que hablo la lengua de Castilla; yo, que abrigo las afecciones de mis padres y sigo sus costumbres, ¿cómo la aborreceré?...”.
¿Cómo van a aborrecerla? ¿No ha creado España diez y ocho naciones que hablan su lengua y profesan su religión? ¿Qué nación puede enorgullecerse de algo semejante?
No hay comentarios:
Publicar un comentario