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Los Reyes Católicos y los judíos (cuarta parte)


Cómo se llegó al decreto. 

Asumamos ahora el punto de vista de los inquisidores, pues es importante tener en cuenta las opiniones de ambas partes para comprender este delicado proceso. Con el paso del tiempo se recogían más y más datos acerca de la profundidad y extensión del delito que catalogaban como “judaizar”. De acuerdo con los denunciantes y testigos, que eran creídos, millares de conversos o de descendientes de éstos habían vuelto en secreto al judaísmo, haciéndose circuncidar, observando escrupulosamente las fiestas, ritos y prescripciones dietéticas, conservando sus libros y bebiendo doctrina en el Talmud.  Llegaban de este modo a la conclusión de que esta reconversión al judaísmo era posible porque, amparadas por los reyes que las habían declarado bajo su seguro, subsistían más de doscientas aljamas con sus sinagogas, escuelas, bibliotecas y rabinos correspondientes. Considerando el talmudismo como un mal peligroso, afirmaban, en consecuencia, que en las juderías se hallaba la fuente que debía ser secada. La medida adoptada en las Cortes de Toledo, radical separación entre los barrios, no daba los frutos que se esperaban. Torquemada y los inquisidores por él nombrados entendieron que se les había encerrado en un círculo vicioso: se les pedía que limpiasen la sociedad cristiana de adherencias judías, mientras que se cubría con un velo de protección al propio judaísmo. Término de llegada de todo este razonamiento era que su tarea no podría dar fruto hasta que no se prohibiese la práctica del judaísmo. 

El primer paso lo dieron los inquisidores de la primera hora, Morillo y San Martín, cuando el 1 de enero de 1483 cursaron órdenes para que fuese pregonado en todos los lugares de la diócesis de Sevilla, Cádiz y Córdoba un decreto que daba a los judíos residentes en ellas un plazo breve y perentorio para que saliesen de ellas. Evidentemente, los inquisidores no tenían poderes para adoptar una medida semejante, por lo que se hizo necesaria la intervención del Consejo Real, que actuaba en nombre de los monarcas: este organismo se limitó a confirmar el decreto inquisitorial puntualizando únicamente que, en su salida y en los nuevos lugares de residencia, los judíos estarían en las mismas condiciones de amparo hasta entonces reconocidas. Muchos de los afectados por esta disposición creyeron que se trataba de una medida provisional, y que serían autorizados a regresar cuando las actuaciones inquisitoriales hubiesen concluido. 

Hubo, pues, una primera expulsión limitada a Andalucía, que comenzó a ejecutarse precisamente en Sevilla, donde en el verano de 1484 ya no quedaban judíos. El Barrio de Triana fue repoblado por cristianos, y el Corral de Jerez, última residencia, quedó disponible para otros usos. Las últimas aljamas andaluzas, en Moguer y en Córdoba, se extinguieron en 1485 o, a lo sumo, en 1486. No había juderías en el reino de Granada, excepto esa de Málaga, cuyos miembros, prisioneros de guerra, fueron rescatados y repartidos entre las aljamas castellanas. Durante la guerra aparecen mencionados algunos judíos: se trataba de residentes en otras partes del reino que tenían negocio de suministros a las tropas y a los que se daba permiso especial que no implicaba el restablecimiento del culto judío. 

Esta primera expulsión, que no parece haberse acompañado de las exhortaciones al bautismo, se ejecutó bajo condiciones que habrían de mantenerse en 1492. Mientras tenía lugar, los judíos permanecían bajo seguro real, con libre disposición de todos sus bienes, muebles e inmuebles, estando autorizados  a dar poderes de venta a otras personas para evitar que los precios se envilecieran por la necesidad perentoria de vender. Casi todos los emigrantes se establecieron en las juderías extremeñas como si proyectaran conservar el contacto con los ámbitos de negocio a que estaban habituados. La referencia que se hace a este episodio en el decreto de 1492 -“quisímonos contentar”- da pie a la hipótesis de que los Reyes Católicos hayan concedido, en principio, como solución al problema, el establecimiento de dos zonas en sus reinos, una vedada y otra permitida a los judíos. Se trata de una mera hipótesis de base muy frágil. 

De todas formas, los inquisidores no iban a conformarse con soluciones a medias. Tras el asesinato de Pedro de Arbués, la orden de expulsión de los judíos, emanada del Santo Oficio, aunque contando con el respaldo de los reyes, fue aplicada en Zaragoza y Albarracín. Sectores muy influyentes en la Corte y en la Iglesia estaban llegando a la conclusión de que era preciso alcanzar la “solución final” por la vía recomendada desde el lullismo o por la que siguieron los otros monarcas cristianos. La mentalidad imperante en el siglo XV, cuando madura la primera forma de Estado, consideraba una anomalía la permanencia de dos o más religiones en un mismo territorio. Los nacionalismos incipientes señalaban la coincidencia en la misma fe, como explicaría más tarde Martín Lutero en una de sus principales obras, Discurso a la nobleza cristiana de la nación alemana. El propio Lutero, que al principio abrigó la esperanza de que los judíos se incorporaran a su movimiento acabó mostrándose implacable enemigo de ellos por el estorbo que significaban para esa unidad: cuius regio eius religio. Disponemos de textos que nos permiten conocer que Fernando e Isabel, en más de una ocasión, se expresaron en semejantes términos: la fe era un bien social de tanto valor que merecía se arrostrasen todos los obstáculos para salvaguardarla. Conocían los prejuicios económicos que la medida les iba a acarrear, privando al tesoro de sumas directamente aprovechables, pero los daban por bien empleados para conseguir un beneficio de tanta importancia. 

Se percibe alguna relación entre el término de la guerra de Granada y el decreto de expulsión. Para sostenimiento de aquella que había exigido de los judíos, que no podían tomar parte en la campaña, un castellano de oro al año por cada unidad impositiva. Se produjo ya entonces una importante reducción de la población judía en estos años, pues la estima, que en 1485 alcanzaba los 16.000 castellanos, descendió a 10.000 en 1488. Aunque las sumas atribuidas no obedecen a relaciones matemáticas de población, es indudable que nos hallamos en presencia de una inflexión demográfica. Pueden haber influido las conversiones, pero el factor esencial fue, sin duda, la emigración. Las presiones inquisitoriales indujeron a muchos judíos a marcharse. 

En la preparación del famoso decreto, que sería expresamente anulado el 16 de diciembre de 1968, como consecuencia del estatuto de libertad religiosa, dentro de la vía marcada por el Concilio Vaticano II, se tuvieron en cuenta determinadas condiciones para garantizar la legalidad de la medida. Los reyes, al suspender el permiso de residencia que de ellos dependía, otorgaron un plazo garantizado mediante el seguro real y reconocieron la disponibilidad absoluta de los bienes, lo que no se había otorgado en otros reinos. Prometieron una justicia rápida en los pleitos pendientes -es cierto que se había podido comprobar abundante número d sentencias favorables en el Consejo Real- y autorizaron la constitución de administradores que pudieran ocuparse de los inmuebles no vendidos antes de la salida. Pero la legalidad no es lo mismo que la legitimidad: se olvidaba que aquellas personas obligadas a escoger entre su fe o el destierro, eran las mismas que, durante siglos, ayudaran a construir aquella Monarquía que ahora les declaraba indeseables; por otra parte al existir la posibilidad de permanecer incólumes en su prestigio social y económico, ganando incluso posiciones si se bautizaban, se estaba ejerciendo una presión moral que invitaba a abandonar sus creencias. Aquí estaba la clave del planteamiento, tan difícil de entender desde el orden de valores actual; la fe cristiana era un bien absoluto que debía ser comunicado; la fe judía un mal merecedor de extirpación. 

Huimos, en este trabajo, de formular juicios de valor; pero resulta imprescindible explicar algunos aspectos que permitan entender en todos sus matices y hasta donde es posible la naturaleza del episodio. Ante todo debe señalarse el extremo rigor de las actuaciones. Los delitos que estaba detectando la Inquisición, que abarcaban también casos de brujería, sortilegios y nigromancia, se referían normalmente a prácticas religiosas heredadas que no pasaban de ser hábitos familiares: algunas personas fueron denunciadas porque no encendían el fuego los viernes por la noche o porque visitaban a sus vecinos en tono reconciliatorio el día de la Expiación (Kippur). Los procesos descubrían otro aspecto importante: al cabo de dos o tres generaciones eran muchos los que se mostraban arrepentidos de que sus progenitores hubiesen abandonado el judaísmo, de modo que trataban de recobrar su identidad. Circulaban noticias fantásticas como la que anunciaba el inmediato advenimiento del Mesías porque estaba concluyendo el tiempo del gallut a la que atribuía una pronta destrucción de la Cristiandad, nueva Babilonia, por el sultán de Constantinopla, que sería un nuevo Ciro. 

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