Buscar en este blog

Franco desde una perspectiva histórica -2ª Parte-


Fuente: Franco, una biografía personal y política. Stanley G. Payne - Jesús Palacios


Debemos resaltar que la dictadura de Franco no fue una dictadura militar, sino la dictadura de un militar.


La Falange le fue útil a Franco para "cubrir el expediente" y maquillar su régimen durante un tiempo. Ismael Saz ha definido el régimen de "fascistizado"  y no totalmente fascista, lo que parece bastante exacto.


Franco no era un líder fascista carismático, como sí lo eran Hitler o Mussolini, pero el trauma de la Guerra Civil, unido a su completa victoria en la guerra, le proporcionó de facto un importante grado de legitimidad, e incluso cierto atractivo como vencedor, así como un elemento de carisma tradicional como defensor de la religión y de la cultura secular. En cierto modo, su poder se desarrolló como el de un monarca electivo; un poder que derivó en absoluto tras su designación por la Junta de Defensa Nacional. Salvando las distancias, un modelo y referente histórico podría ser Napoleón Bonaparte. Franco utilizó ciertos procedimientos bonapartistas, como el referéndum (aunque real) y la diarquía institucional, con un Consejo Real que garantizaba la legitimidad, continuidad y autoridad, aunque no resultara como la había planeado. También hay algún paralelismo con el reinado de Enrique de Trastámara, vencedor de la gran guerra civil de Castilla, de la década de 1360. Enrique no tenía legitimidad dinástica, que recaía en su rival, pero se presentó como el defensor de la religión, la ley y la tradición, en oposición a la heterodoxia y el despotismo arbitrario de Pedro el Cruel. La ayuda extranjera también desempeñó un papel importante en su victoria, aunque el reinado de Enrique no marcó una ruptura tan abrupta como el gobierno de Franco.
A pesar de los numerosos caudillos y dictaduras militares en la historia de Hispanoamérica, no hay evidencias de que Franco se viera influenciado por alguno de ellos (por el contrario, varios regímenes hispanoamericanos sí pudieron recibir la influencia de Franco). Con la principal excepción de Argentina, entre 1945 y 1950, los medios de comunicación españoles reflejaron a menudo cierto grado de ambigüedad respecto a os regímenes autoritarios del hemisferio occidental. La censura prohibió que se aplicara el término "caudillo" a cualquier dictador hispanoamericano, por temor a que originara confusión con el concepto original español.


La experiencia de España y de su dictadura entre 1945-1948 fue única en los anales de los estados contemporáneos occidentales. Franco se mantuvo firme e imperturbable, cualidades necesarias para su supervivencia política, con el respaldo de la mayoría de los sectores que lo habían apoyado en la Guerra Civil. La excepción de don Juan y de un pequeño grupo de monárquicos resultó irrelevante. Nunca se sabrá qué porcentaje exacto de la población apoyaba verdaderamente a Franco, pero lo que es evidente es que la gran mayoría no quería someterse a otra convulsión. De ahí el escaso apoyo popular a la insurgencia de la guerrilla comunista de los maquis y anarquistas, que pretendían reactivar la Guerra Civil, aunque a menudo sus acciones no fueron más que simples actos terroristas. Desde el punto de vista exterior, fue muy negativo para el conjunto de la oposición a Franco el que las autodefinidas "fuerzas democráticas españolas" se postulasen ante Naciones Unidas como alternativa, porque dichas "fuerzas democráticas" habían dejado de existir en la primavera de 1936, fueron represaliadas por ambos bandos durante la guerra y carecían de representación en el Frente Popular. Julián Marías observaría más adelante con acierto que la mayoría de los españoles "esperaban con calma y sin prisa" la evolución del régimen de Franco, comprendiendo que no podrían haber esperado nada mucho mejor si el otro bando hubiera ganado. La única oposición activa no procedía de ninguna "fuerza democrática", prácticamente inexistente, sino de los comunistas y anarquistas, que no se diferenciaban en nada de los revolucionarios que, en primer término, habían provocado la Guerra Civil. 


El aspecto más novedoso del gobierno de Franco no fue el radicalismo político de su pseudofascismo, sino su esfuerzo por restaurar el tradicionalismo cultural y religioso, algo sin parangón en ningún otro país europeo, ni siquiera Portugal. 


Respecto a sus políticas, Franco fue siempre un pragmático dispuesto a llevar a cabo ajustes fundamentales si era absolutamente necesario. Aunque a veces era bastante terco (como en su política internacional en 1943-1944), si los ajustes eran necesarios, siempre terminó realizándolos. 


Muchos de sus críticos han mantenido que su único principio era aferrarse al poder todo el tiempo que pudiera y a costa de lo que fuera. En última instancia la idea es correcta, porque casi desde el mismo inicio de su régimen tomó la decisión de que solo dejaría el poder camino del cementerio, como afirmó en un par de ocasiones. En esta determinación estuvo profundamente influenciado por el amargo destino de Primo de Rivera en 1930 y por el cruel de Mussolini en 1943 y 1945. Franco creía que cabalgaba sobre un tigre del que nunca podría bajarse con seguridad. 


Nunca lo arriesgó todo a una sola jugada o a una posición fija, aunque esto no oculta el hecho de que sus principios básicos jamás se vieron comprometidos: autoritarismo, monarquismo, tradicionalismo religioso y cultural, una política económica desarrollista y nacional, el bienestar social y la unidad nacional. 


En 1956, un crítico tan duro como Herbert Mathews no lo definió como fascista, sino como "fascistoide". Y en la década de los sesenta, aunque pareciera excesivo, los analistas utilizaron términos como "régimen autoritario", "corporativismo", "autoritarismo conservador" e incluso "pluralismo unitario limitado". 


Franco sabía bien que era el "último dictador fascista que quedaba" entre la mayor parte de los jefes de Estado del mundo occidental. En este sentido es interesante comparar las actuaciones de Franco con las de Tito (Josip Broz) y las posiciones que se adoptaron con uno y otro después de 1948. Tito, como Franco, llegó al poder tras una guerra civil revolucionaria, que en su caso ganaron los revolucionarios, y pese a que utilizó la propaganda para hacer lo contrario de lo que decía, se dedicó a combatir con mucho más ahínco a los contrarrevolucionarios que a luchar contra los italianos y alemanes. Tito también tuvo que recurrir a la ayuda militar extranjera (en su caso, del ejército rojo) para hacerse con el control del país. El baño de sangre que hubo en Yugoslavia tras la represión de 1945 y 1946 fue, en términos absolutos, aún mayor que la que se registró en España entre 1939 y 1942, y la violencia se ejerció con mayor brutalidad, con ejecuciones en masa y a gran escala. En su primera fase, la nueva dictadura de Yugoslavia fue incluso más extrema, inspirada directamente en el modelo represivo de la Unión Soviética. 


Posteriormente, las circunstancias internacionales provocaron el cambio hacia la moderación tanto en Yugoslavia como en España, con solo algunos años de diferencia. El régimen de Tito se transformó en una dictadura no totalitaria con un semipluralismo limitado, lo que suponía una herejía para la ortodoxia marxista-leninista. Constituía un agudo contraste respecto a otros regímenes comunistas, del mismo modo que el régimen de Franco lo era respecto a las potencias del Eje. Pero incluso en sus años finales, la dictadura de Tito siguió siendo más autoritaria y represiva que la de Franco (a pesar del semifederalismo yugoslavo y la muy limitada autogestión en las fábricas) y no pudo alcanzar un nivel equivalente de progreso cultural, social y económico. La muerte de Tito no fue seguida de una democratización, sino que primero adquirió una forma de autoritarismo colegiado, y después dio lugar a una guerra civil genocida como consecuencia de un proceso separatista y de la destrucción de Yugoslavia. Y resulta curioso constatar cómo a Tito se le elogió a menudo en la prensa occidental y se le definió como un gran reformista y un innovador, llegando a recibir de los países occidentales una ayuda internacional considerablemente mayor que la que jamás le ofrecieron a Franco. 


Los puntos oscuros de la biografía de Franco fueron tres: la represión al finalizar la Guerra Civil, su política favorable al Eje durante la Segunda Guerra Mundial y la larga represión que hubo en España durante una parte de su dictadura. Las tres acusaciones son evidentemente ciertas. Pero la represión de Franco, en cuanto al número de vidas perdidas, no fue peor que la de otros vencedores en guerras civiles revolucionarias -en realidad, fue más moderada-.


Pensar que una hipotética tercera república caótica, fuertemente dividida y violenta lo habría hecho mejor requiere una considerable dosis de voluntarismo irreal. Debe tenerse en cuenta que fue el Frente Popular, y no Franco, el que creó unas condiciones de guerra civil haciendo un uso arbitrario del poder en 1936, y que el regreso a la democracia abierta entre abril de 1931 y febrero de 1936 resultaba impensable, tal y como algunos izquierdistas relevantes, como Gerald Brenan, han admitido a regañadientes. 


Los críticos más severos de Franco le han acusado de cargos abominables, como el de ser el peor y el más sanguinario de todos los dictadores de Occidente, incluso más cruel que Hitler, puesto que hubo más ejecuciones en los primeros seis años del régimen del Generalísimo que en el tiempo de paz del Tercer Reich, entre 1933 y 1939. Obviamente, una dictadura en tiempos de paz y una guerra civil revolucionaria no constituyen lo que los sociólogos demoscópicos llamarían "elementos comparables". Siguiendo el mismo razonamiento anacrónico, podría decirse que la República democrática de abril de 1931 a febrero también fue peor que el Tercer Reich en tiempos de paz, porque se registraron más asesinatos políticos y hubo focos de insurgencia y hasta una miniguerra civil. 


La hipérbole de las críticas ha adquirido una nueva dimensión al inicio del siglo XXI con la movilización de la llamada “memoria histórica”, que acusa a Franco de todos los males cometidos por cualquier dictadura en cualquier parte del mundo durante el siglo pasado. Si Hitler llevó a cabo un Holocausto contra los judíos, Franco también fue culpable de un “holocausto” en España; si los turcos y otros fueron responsables de terribles genocidios, Franco también tuvo que cometer un “genocidio”, y si las víctimas de la izquierda desaparecieron durante las dictaduras de Sudamérica, entonces Franco también fue responsable de “desapariciones”.

Durante sus primeros años de gobierno tras la Guerra Civil, su régimen fue represivo en extremo y se ejecutó a unas 30.000 personas (a algunos por “crímenes políticos”), y durante décadas mantuvo a una sociedad dividida entre vencedores y vencidos. Con las excepciones de Álava y Navarra, los fueros regionales, los derechos y las distintas lenguas y culturas fueron reprimidos, aunque la permisividad fue en aumento en lo referente a la lengua y la cultura en la década de los sesenta, lo que permitió un importante reflorecimiento de estas durante los  últimos años del régimen. En términos económicos, las provincias vascas disfrutaron de una posición privilegiada. 
El autoritarismo político estuvo acompañado de favoritismos, de monopolios económicos y, a menudo, de una considerable corrupción, ligada al peculiar funcionamiento del régimen. Pese a todo, ni Franco ni Carrero Blanco saquearon las arcas del estado ni malversaron fondos públicos, y la honestidad y la eficacia de la burocracia estatal aumentaron notablemente en los últimos años del régimen. Después de los años cuarenta no se produjo nada equiparable a la masiva y directa corrupción de los gobiernos socialistas españoles de 1982 a 1996 y de 2004 a 2011, o de los gobiernos de centro derecha entre 1976 y 1981, de 1996 a 2004 y de 2011 en adelante. Y esto viene siendo así porque en la España formalmente democrática desde 1977 se ha instalado un sistema de corrupción sin límite que afecta a todas sus instituciones, administraciones y gobiernos. 
Uno de los libros más difundidos y leídos sobre un dictador moderno, Hitler: A Study in Tyranny, de Alan Bullock, concluye con la descripción de una Alemania en ruinas y cita el aforismo romano: “Si buscas su monumento, mira alrededor”. Si aplicamos este método a Franco, el observador encuentra un país que alcanzó su mayor nivel de prosperidad de su larga historia, que llegó a ser la novena potencia industrial del mundo, con la “solidaridad orgánica” de la gran mayoría de la población, que había aumentado considerablemente, y una sociedad bien preparada para la convivencia pacífica y para un nuevo proyecto de democracia descentralizada. La política de Franco ha recibido, y sique recibiendo, juicios muy extremos y radicales por parte de la izquierda, sin que esta haya sido capaz de despojarse de su tabúes o mantras “guerracivilistas” para emitir una valoración equilibrada. 
Una década después de la muerte de Franco, en una de las principales publicaciones norteamericanas se publicó un artículo que sentenciaba: “Lo que en realidad consiguió fue la protomodernización de España (…) Franco dejó España con unas instituciones dirigidas por una élite económica tecnocrática y una moderna clase dirigente que hicieron posible que el que fuera en tiempos de su guerra civil un país agrícola y pobre consiguiese unos recursos productivos necesarios y unos niveles de vida cercanos a los de sus vecinos del sur de Europa. ¿Pudo ser esto lo que la Guerra Civil dilucidó? La respuesta a esta última pregunta es “no”, pero el planteamiento general está bien traído. 
La legión de críticos de Franco censuran por superficial cualquier conclusión positiva sobre su régimen, e insisten en que los grandes avances logrados durante su mandato fueron solo producto de las circunstancias, que no tuvieron nada que ver con él y que se produjeron a su pesar. En algunos aspectos esta observación es correcta, aunque suele aplicarse de una forma demasiado categórica. 
Lo que a Franco le llevó dos décadas, a la China comunista le llevó casi el doble de tiempo, y en una fase posterior y más avanzada de la economía mundial, aunque lo cierto es que al régimen chino esto le supuso un cambio aún más drástico.


La dictadura militar del general Park Chung-hee, que dirigió Corea del Sur desde 1961 a 1974, pudo ser el régimen no europeo que en algunos aspectos más se asemejó al de Franco, pero se pueden encontrar variantes del “modelo Franco” en diversos países incluso en el siglo XXI.
Franco no fue rey, pero actuó tácitamente como un poderoso monarca investido de todos los poderes absolutos. Y sin ser rey, fue hacedor de reyes.


Franco consiguió uno de sus principales objetivos: un notable incremento de la cooperación y la solidaridad social. Esto se apoyó en el corporativismo nacional, en el crecimiento económico y en la redistribución de la renta nacional por medio de cambios estructurales, más que en la subida de impuestos, así como en la prohibición de políticas partidistas.

Si bien debe reconocerse que la calidad de la educación primaria y secundaria, a principios de los setenta, alcanzó un nivel respetable y que, en ciertos sentidos, la “democratización” posfranquista de la educación bajó su calidad. 
Paradójicamente, otra característica de la modernización institucional que logró Franco fue la relativa despolitización del ejército, por más que su régimen comenzara como un gobierno militar y que Franco siempre fuera muy claro a la hora de confiar en los militares para evitar la desestabilización. Mantuvo una relación especial con sus generales, si bien a cierta distancia, manipulándolos, cambiando y rotando a los altos mandos, con el fin de evitar cualquier concentración de poder en sus manos. El hecho de que hubiera militares en tantos puestos ministeriales y administrativos, sobre todo durante la primera mitad del régimen, oculta el hecho de que Franco impidió la interferencia militar en el gobierno y eliminó cualquier posibilidad de que se creara un colectivo independiente, o de que los militares tuvieran un papel institucional más allá de su propia esfera profesional. Los oficiales que ocuparon cargos civiles lo hicieron como administradores individuales en instituciones del Estado, y no como representantes corporativos de las fuerzas armadas. La relativa desmilitarización de los presupuestos estatales, debido no tanto al respeto de Franco por la educación como a su reticencia a gastar dinero en una modernización de las fuerzas armadas que pudiera alterar su equilibrio interno.
Desde su propio punto de vista, su mayor fracaso estuvo en la imposibilidad de sostener el resurgimiento neotradicionalista religioso y cultural que subyacía en el régimen. Esto no se debió a la falta de esfuerzo, sino a que la modernización cultural fue la contrapartida inevitable de la transformación económica y social que se produjo a gran escala, junto a la sorprendente liberalización que tuvo lugar en el seno de la Iglesia católica y romana durante la década de los años sesenta. Franco fue consciente de las contradicciones que se producirían, lo que en parte contribuyó a su reticencia a alterar su política de autarquía económica  y a levantar las barreas proteccionistas en 1959. La continuación de su régimen se volvió imposible no tanto por el hecho de su muerte –el fallecimiento de Salazar no trajo consigo el final de su régimen- como por la desaparición del marco social y cultural en el que originalmente se había basado. La sociedad y la cultura franquista e habían erosionado mucho antes de que el Caudillo expirara. Además, la ausencia de una ideología clara después de 1957 hizo muy difícil cualquier consenso que apoyara una ortodoxia franquista que pudiera desarrollarse entre las élites del régimen durante sus últimos años. 
El nuevo “modelo español” de democratización sirvió a partir de entonces de referencia para la democratización posterior de un número importante de sistemas autoritarios de Sudamérica y del este de Asia. 
A menudo se ha planteado hasta qué punto Franco previó o intuyó unas consecuencias como las que se dieron, pero, a falta de cualquier prueba relevante, la pregunta no puede contestarse con certeza. En la década de los sesenta Franco expresó su convicción de que el florecimiento en Occidente de los países capitalistas con regímenes liberales y democráticos solo era una fase temporal, que daría paso a sistemas con un mayor poder central del estado y de corte más autoritario. Adolfo Suárez, el presidente del gobierno que lideraría la Transición hacia la democracia en sinergia con el rey Juan Carlos, declaró que cuando informó a Franco sobre UDPE (la “asociación política” promovida por el Movimiento), tan solo unas semanas antes de su fallecimiento, el Caudillo le preguntó si el Movimiento podría perpetuarse después de él. Suárez le contestó que creía que no, y Franco le preguntó si eso significaba que el futuro de España sería inevitablemente “democrático”, a lo que Suárez contestó afirmativamente. Franco se le quedó mirando, se dio media vuelta y no dijo nada. El problema de esta anécdota es su credibilidad, pues Suárez llegaría a contarla con versiones diferentes. 
Lo que está más contrastado es la insistencia de Franco al príncipe de que el nuevo rey no podría gobernar como él lo había hecho. Franco sabía que Juan Carlos haría cambios y que serían en una dirección más liberal. Después de todo, el propio Franco había hecho lo mismo en varias ocasiones. El problema estaba en que Juan Carlos había jurado lealtad a las Leyes Fundamentales, y Franco confiaba en que se mantendría buena parte de la estructura sustancial del régimen, incluso su formulación íntegra. Es más que probable que en sus últimos meses comprendiera que eso no ocurriría, pero entonces ya estaba demasiado débil y nada podía hacer, salvo permanecer al mando hasta que su salud se quebrantase definitivamente y traspasar después las riendas del poder. No importa mucho que creyera o no en que la democracia llegaría a ser estable en España, pues él seguía dudando de que los españoles hubieran aprendido a cooperar eficazmente. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario