Debemos resaltar que la dictadura de Franco no fue una dictadura
militar, sino la dictadura de un militar.
La Falange le fue útil a Franco para "cubrir el
expediente" y maquillar su régimen durante un tiempo. Ismael Saz ha
definido el régimen de "fascistizado" y no totalmente fascista, lo que
parece bastante exacto.
Franco no era un líder fascista carismático, como sí lo eran
Hitler o Mussolini, pero el trauma de la Guerra Civil, unido a su completa
victoria en la guerra, le proporcionó de facto un importante
grado de legitimidad, e incluso cierto atractivo como vencedor, así como un
elemento de carisma tradicional como defensor de la religión y de la cultura
secular. En cierto modo, su poder se desarrolló como el de un monarca electivo;
un poder que derivó en absoluto tras su designación por la Junta de Defensa
Nacional. Salvando las distancias, un modelo y referente histórico podría ser
Napoleón Bonaparte. Franco utilizó ciertos procedimientos bonapartistas, como
el referéndum (aunque real) y la diarquía institucional, con un Consejo Real
que garantizaba la legitimidad, continuidad y autoridad, aunque no resultara
como la había planeado. También hay algún paralelismo con el reinado de Enrique
de Trastámara, vencedor de la gran guerra civil de Castilla, de la década de
1360. Enrique no tenía legitimidad dinástica, que recaía en su rival, pero se
presentó como el defensor de la religión, la ley y la tradición, en oposición a
la heterodoxia y el despotismo arbitrario de Pedro el Cruel. La ayuda
extranjera también desempeñó un papel importante en su victoria, aunque el reinado
de Enrique no marcó una ruptura tan abrupta como el gobierno de Franco.
A pesar de los numerosos caudillos y dictaduras militares en la historia
de Hispanoamérica, no hay evidencias de que Franco se viera influenciado por
alguno de ellos (por el contrario, varios regímenes hispanoamericanos sí
pudieron recibir la influencia de Franco). Con la principal excepción de
Argentina, entre 1945 y 1950, los medios de comunicación españoles reflejaron a
menudo cierto grado de ambigüedad respecto a os regímenes autoritarios del
hemisferio occidental. La censura prohibió que se aplicara el término
"caudillo" a cualquier dictador hispanoamericano, por temor a que
originara confusión con el concepto original español.
La experiencia de España y de su dictadura entre 1945-1948 fue
única en los anales de los estados contemporáneos occidentales. Franco se
mantuvo firme e imperturbable, cualidades necesarias para su supervivencia
política, con el respaldo de la mayoría de los sectores que lo habían apoyado
en la Guerra Civil. La excepción de don Juan y de un pequeño grupo de
monárquicos resultó irrelevante. Nunca se sabrá qué porcentaje exacto de la
población apoyaba verdaderamente a Franco, pero lo que es evidente es que la
gran mayoría no quería someterse a otra convulsión. De ahí el escaso apoyo
popular a la insurgencia de la guerrilla comunista de los maquis y anarquistas,
que pretendían reactivar la Guerra Civil, aunque a menudo sus acciones no
fueron más que simples actos terroristas. Desde el punto de vista exterior, fue
muy negativo para el conjunto de la oposición a Franco el que las autodefinidas
"fuerzas democráticas españolas" se postulasen ante Naciones Unidas
como alternativa, porque dichas "fuerzas democráticas" habían dejado
de existir en la primavera de 1936, fueron represaliadas por ambos bandos
durante la guerra y carecían de representación en el Frente Popular. Julián
Marías observaría más adelante con acierto que la mayoría de los españoles
"esperaban con calma y sin prisa" la evolución del régimen de Franco,
comprendiendo que no podrían haber esperado nada mucho mejor si el otro bando
hubiera ganado. La única oposición activa no procedía de ninguna "fuerza
democrática", prácticamente inexistente, sino de los comunistas y
anarquistas, que no se diferenciaban en nada de los revolucionarios que, en
primer término, habían provocado la Guerra Civil.
El aspecto más novedoso del gobierno de Franco no fue el
radicalismo político de su pseudofascismo, sino su esfuerzo por restaurar el
tradicionalismo cultural y religioso, algo sin parangón en ningún otro país
europeo, ni siquiera Portugal.
Respecto a sus políticas, Franco fue siempre un pragmático
dispuesto a llevar a cabo ajustes fundamentales si era absolutamente necesario.
Aunque a veces era bastante terco (como en su política internacional en
1943-1944), si los ajustes eran necesarios, siempre terminó realizándolos.
Muchos de sus críticos han mantenido que su único principio era
aferrarse al poder todo el tiempo que pudiera y a costa de lo que fuera. En
última instancia la idea es correcta, porque casi desde el mismo inicio de su
régimen tomó la decisión de que solo dejaría el poder camino del cementerio,
como afirmó en un par de ocasiones. En esta determinación estuvo profundamente
influenciado por el amargo destino de Primo de Rivera en 1930 y por el cruel de
Mussolini en 1943 y 1945. Franco creía que cabalgaba sobre un tigre del que
nunca podría bajarse con seguridad.
Nunca lo arriesgó todo a una sola jugada o a una posición fija,
aunque esto no oculta el hecho de que sus principios básicos jamás se vieron
comprometidos: autoritarismo, monarquismo, tradicionalismo religioso y
cultural, una política económica desarrollista y nacional, el bienestar social
y la unidad nacional.
En 1956, un crítico tan duro como Herbert Mathews no lo definió
como fascista, sino como "fascistoide". Y en la década de los
sesenta, aunque pareciera excesivo, los analistas utilizaron términos como
"régimen autoritario", "corporativismo", "autoritarismo
conservador" e incluso "pluralismo unitario limitado".
Franco sabía bien que era el "último dictador fascista que
quedaba" entre la mayor parte de los jefes de Estado del mundo occidental.
En este sentido es interesante comparar las actuaciones de Franco con las de
Tito (Josip Broz) y las posiciones que se adoptaron con uno y otro después de
1948. Tito, como Franco, llegó al poder tras una guerra civil revolucionaria,
que en su caso ganaron los revolucionarios, y pese a que utilizó la propaganda
para hacer lo contrario de lo que decía, se dedicó a combatir con mucho más
ahínco a los contrarrevolucionarios que a luchar contra los italianos y
alemanes. Tito también tuvo que recurrir a la ayuda militar extranjera (en su
caso, del ejército rojo) para hacerse con el control del país. El baño de
sangre que hubo en Yugoslavia tras la represión de 1945 y 1946 fue, en términos
absolutos, aún mayor que la que se registró en España entre 1939 y 1942, y la
violencia se ejerció con mayor brutalidad, con ejecuciones en masa y a gran escala.
En su primera fase, la nueva dictadura de Yugoslavia fue incluso más extrema,
inspirada directamente en el modelo represivo de la Unión Soviética.
Posteriormente, las circunstancias internacionales provocaron el
cambio hacia la moderación tanto en Yugoslavia como en España, con solo algunos
años de diferencia. El régimen de Tito se transformó en una dictadura no
totalitaria con un semipluralismo limitado, lo que suponía una herejía para la
ortodoxia marxista-leninista. Constituía un agudo contraste respecto a otros
regímenes comunistas, del mismo modo que el régimen de Franco lo era respecto a
las potencias del Eje. Pero incluso en sus años finales, la dictadura de Tito
siguió siendo más autoritaria y represiva que la de Franco (a pesar del
semifederalismo yugoslavo y la muy limitada autogestión en las fábricas) y no
pudo alcanzar un nivel equivalente de progreso cultural, social y económico. La
muerte de Tito no fue seguida de una democratización, sino que primero adquirió
una forma de autoritarismo colegiado, y después dio lugar a una guerra civil
genocida como consecuencia de un proceso separatista y de la destrucción de
Yugoslavia. Y resulta curioso constatar cómo a Tito se le elogió a menudo en la
prensa occidental y se le definió como un gran reformista y un innovador,
llegando a recibir de los países occidentales una ayuda internacional
considerablemente mayor que la que jamás le ofrecieron a Franco.
Los puntos oscuros de la biografía de Franco fueron tres: la
represión al finalizar la Guerra Civil, su política favorable al Eje durante la
Segunda Guerra Mundial y la larga represión que hubo en España durante una
parte de su dictadura. Las tres acusaciones son evidentemente ciertas. Pero la
represión de Franco, en cuanto al número de vidas perdidas, no fue peor que la
de otros vencedores en guerras civiles revolucionarias -en realidad, fue más
moderada-.
Pensar que una hipotética tercera república caótica, fuertemente
dividida y violenta lo habría hecho mejor requiere una considerable dosis de voluntarismo
irreal. Debe tenerse en cuenta que fue el Frente Popular, y no Franco, el que
creó unas condiciones de guerra civil haciendo un uso arbitrario del poder en
1936, y que el regreso a la democracia abierta entre abril de 1931 y febrero de
1936 resultaba impensable, tal y como algunos izquierdistas relevantes, como
Gerald Brenan, han admitido a regañadientes.
Los críticos más severos de Franco le han acusado de cargos
abominables, como el de ser el peor y el más sanguinario de todos los
dictadores de Occidente, incluso más cruel que Hitler, puesto que hubo más
ejecuciones en los primeros seis años del régimen del Generalísimo que en el
tiempo de paz del Tercer Reich, entre 1933 y 1939. Obviamente, una dictadura en
tiempos de paz y una guerra civil revolucionaria no constituyen lo que los
sociólogos demoscópicos llamarían "elementos comparables". Siguiendo
el mismo razonamiento anacrónico, podría decirse que la República democrática
de abril de 1931 a febrero también fue peor que el Tercer Reich en tiempos de
paz, porque se registraron más asesinatos políticos y hubo focos de insurgencia
y hasta una miniguerra civil.
La hipérbole de las críticas ha adquirido una nueva
dimensión al inicio del siglo XXI con la movilización de la llamada “memoria
histórica”, que acusa a Franco de todos los males cometidos por cualquier
dictadura en cualquier parte del mundo durante el siglo pasado. Si Hitler llevó
a cabo un Holocausto contra los judíos, Franco también fue culpable de un “holocausto”
en España; si los turcos y otros fueron responsables de terribles genocidios,
Franco también tuvo que cometer un “genocidio”, y si las víctimas de la
izquierda desaparecieron durante las dictaduras de Sudamérica, entonces Franco
también fue responsable de “desapariciones”.
Durante sus primeros años de gobierno tras la Guerra Civil,
su régimen fue represivo en extremo y se ejecutó a unas 30.000 personas (a
algunos por “crímenes políticos”), y durante décadas mantuvo a una sociedad
dividida entre vencedores y vencidos. Con las excepciones de Álava y Navarra,
los fueros regionales, los derechos y las distintas lenguas y culturas fueron reprimidos,
aunque la permisividad fue en aumento en lo referente a la lengua y la cultura
en la década de los sesenta, lo que permitió un importante reflorecimiento de
estas durante los últimos años del
régimen. En términos económicos, las provincias vascas disfrutaron de una
posición privilegiada.
El autoritarismo político estuvo acompañado de favoritismos,
de monopolios económicos y, a menudo, de una considerable corrupción, ligada al
peculiar funcionamiento del régimen. Pese a todo, ni Franco ni Carrero Blanco
saquearon las arcas del estado ni malversaron fondos públicos, y la honestidad
y la eficacia de la burocracia estatal aumentaron notablemente en los últimos
años del régimen. Después de los años cuarenta no se produjo nada equiparable a
la masiva y directa corrupción de los gobiernos socialistas españoles de 1982 a
1996 y de 2004 a 2011, o de los gobiernos de centro derecha entre 1976 y 1981,
de 1996 a 2004 y de 2011 en adelante. Y esto viene siendo así porque en la España
formalmente democrática desde 1977 se ha instalado un sistema de corrupción sin
límite que afecta a todas sus instituciones, administraciones y gobiernos.
Uno de los libros más difundidos y leídos sobre un dictador
moderno, Hitler: A Study in Tyranny, de Alan Bullock, concluye con la descripción
de una Alemania en ruinas y cita el aforismo romano: “Si buscas su monumento,
mira alrededor”. Si aplicamos este método a Franco, el observador encuentra un
país que alcanzó su mayor nivel de prosperidad de su larga historia, que llegó
a ser la novena potencia industrial del mundo, con la “solidaridad orgánica” de
la gran mayoría de la población, que había aumentado considerablemente, y una
sociedad bien preparada para la convivencia pacífica y para un nuevo proyecto
de democracia descentralizada. La política de Franco ha recibido, y sique
recibiendo, juicios muy extremos y radicales por parte de la izquierda, sin que
esta haya sido capaz de despojarse de su tabúes o mantras “guerracivilistas”
para emitir una valoración equilibrada.
Una
década después de la muerte de Franco, en una de las principales publicaciones
norteamericanas se publicó un artículo que sentenciaba: “Lo que en realidad
consiguió fue la protomodernización de España (…) Franco dejó España con unas
instituciones dirigidas por una élite económica tecnocrática y una moderna
clase dirigente que hicieron posible que el que fuera en tiempos de su guerra
civil un país agrícola y pobre consiguiese unos recursos productivos necesarios
y unos niveles de vida cercanos a los de sus vecinos del sur de Europa. ¿Pudo
ser esto lo que la Guerra Civil dilucidó? La respuesta a esta última pregunta
es “no”, pero el planteamiento general está bien traído.
La legión de críticos de Franco censuran por superficial
cualquier conclusión positiva sobre su régimen, e insisten en que los grandes
avances logrados durante su mandato fueron solo producto de las circunstancias,
que no tuvieron nada que ver con él y que se produjeron a su pesar. En algunos
aspectos esta observación es correcta, aunque suele aplicarse de una forma
demasiado categórica.
Lo que a Franco le llevó dos décadas, a la China comunista
le llevó casi el doble de tiempo, y en una fase posterior y más avanzada de la
economía mundial, aunque lo cierto es que al régimen chino esto le supuso un
cambio aún más drástico.
La dictadura militar del general Park Chung-hee, que dirigió
Corea del Sur desde 1961 a 1974, pudo ser el régimen no europeo que en algunos
aspectos más se asemejó al de Franco, pero se pueden encontrar variantes del “modelo
Franco” en diversos países incluso en el siglo XXI.
Franco no fue rey, pero actuó tácitamente como un poderoso
monarca investido de todos los poderes absolutos. Y sin ser rey, fue hacedor de
reyes.
Franco consiguió uno de sus principales objetivos: un
notable incremento de la cooperación y la solidaridad social. Esto se apoyó en
el corporativismo nacional, en el crecimiento económico y en la redistribución
de la renta nacional por medio de cambios estructurales, más que en la subida
de impuestos, así como en la prohibición de políticas partidistas.
Si bien debe reconocerse que la calidad de la educación
primaria y secundaria, a principios de los setenta, alcanzó un nivel respetable
y que, en ciertos sentidos, la “democratización” posfranquista de la educación
bajó su calidad.
Paradójicamente, otra característica de la modernización
institucional que logró Franco fue la relativa despolitización del ejército,
por más que su régimen comenzara como un gobierno militar y que Franco siempre
fuera muy claro a la hora de confiar en los militares para evitar la
desestabilización. Mantuvo una relación especial con sus generales, si bien a
cierta distancia, manipulándolos, cambiando y rotando a los altos mandos, con
el fin de evitar cualquier concentración de poder en sus manos. El hecho de que
hubiera militares en tantos puestos ministeriales y administrativos, sobre todo
durante la primera mitad del régimen, oculta el hecho de que Franco impidió la
interferencia militar en el gobierno y eliminó cualquier posibilidad de que se
creara un colectivo independiente, o de que los militares tuvieran un papel
institucional más allá de su propia esfera profesional. Los oficiales que
ocuparon cargos civiles lo hicieron como administradores individuales en instituciones
del Estado, y no como representantes corporativos de las fuerzas armadas. La
relativa desmilitarización de los presupuestos estatales, debido no tanto al
respeto de Franco por la educación como a su reticencia a gastar dinero en una
modernización de las fuerzas armadas que pudiera alterar su equilibrio interno.
Desde su propio punto de vista, su mayor fracaso estuvo en
la imposibilidad de sostener el resurgimiento neotradicionalista religioso y
cultural que subyacía en el régimen. Esto no se debió a la falta de esfuerzo,
sino a que la modernización cultural fue la contrapartida inevitable de la
transformación económica y social que se produjo a gran escala, junto a la
sorprendente liberalización que tuvo lugar en el seno de la Iglesia católica y
romana durante la década de los años sesenta. Franco fue consciente de las
contradicciones que se producirían, lo que en parte contribuyó a su reticencia
a alterar su política de autarquía económica
y a levantar las barreas proteccionistas en 1959. La continuación de su
régimen se volvió imposible no tanto por el hecho de su muerte –el fallecimiento
de Salazar no trajo consigo el final de su régimen- como por la desaparición
del marco social y cultural en el que originalmente se había basado. La
sociedad y la cultura franquista e habían erosionado mucho antes de que el
Caudillo expirara. Además, la ausencia de una ideología clara después de 1957
hizo muy difícil cualquier consenso que apoyara una ortodoxia franquista que
pudiera desarrollarse entre las élites del régimen durante sus últimos años.
El nuevo “modelo español” de democratización sirvió a partir
de entonces de referencia para la democratización posterior de un número
importante de sistemas autoritarios de Sudamérica y del este de Asia.
A menudo se ha planteado hasta qué punto Franco previó o
intuyó unas consecuencias como las que se dieron, pero, a falta de cualquier
prueba relevante, la pregunta no puede contestarse con certeza. En la década de
los sesenta Franco expresó su convicción de que el florecimiento en Occidente
de los países capitalistas con regímenes liberales y democráticos solo era una
fase temporal, que daría paso a sistemas con un mayor poder central del estado
y de corte más autoritario. Adolfo Suárez, el presidente del gobierno que
lideraría la Transición hacia la democracia en sinergia con el rey Juan Carlos,
declaró que cuando informó a Franco sobre UDPE (la “asociación política”
promovida por el Movimiento), tan solo unas semanas antes de su fallecimiento,
el Caudillo le preguntó si el Movimiento podría perpetuarse después de él.
Suárez le contestó que creía que no, y Franco le preguntó si eso significaba
que el futuro de España sería inevitablemente “democrático”, a lo que Suárez
contestó afirmativamente. Franco se le quedó mirando, se dio media vuelta y no
dijo nada. El problema de esta anécdota es su credibilidad, pues Suárez
llegaría a contarla con versiones diferentes.
Lo que está más contrastado es la insistencia de Franco al
príncipe de que el nuevo rey no podría gobernar como él lo había hecho. Franco
sabía que Juan Carlos haría cambios y que serían en una dirección más liberal. Después
de todo, el propio Franco había hecho lo mismo en varias ocasiones. El problema
estaba en que Juan Carlos había jurado lealtad a las Leyes Fundamentales, y
Franco confiaba en que se mantendría buena parte de la estructura sustancial
del régimen, incluso su formulación íntegra. Es más que probable que en sus
últimos meses comprendiera que eso no ocurriría, pero entonces ya estaba
demasiado débil y nada podía hacer, salvo permanecer al mando hasta que su
salud se quebrantase definitivamente y traspasar después las riendas del poder.
No importa mucho que creyera o no en que la democracia llegaría a ser estable en
España, pues él seguía dudando de que los españoles hubieran aprendido a
cooperar eficazmente.
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