Los Reyes Católicos y los judíos (Primera parte)
La comunidad judía en España
Las estimaciones más recientes, contrastadas con abundante documentación, permiten afirmar que, en el momento de la llegada al trono de los Reyes Católicos, vivían en España entre 70.000 y 100.000 judíos; no es posible conocer una cifra más exacta. Si tenemos en cuenta la población total estimada, se llega a la conclusión de que formaban una comunidad numerosa y fuerte, repartida por muchas comarcas, no todas, y visible especialmente en las grandes vías de comunicación de ambas mesetas. En total superaban el número de 200 aljamas, de muy diversa densidad, que preferían para su localización en barrios (juderías) las villas de señorío y las ciudades dotadas de amplio poder jurisdiccional. Para los reyes constituían fuentes de ingresos, no sólo porque participaban en el pago de impuestos indirectos, sino por esa “cabeza de pecho” que quedaba a su disposición. Durante la guerra de Granada habían tenido que abonar una cantidad extraordinaria. En ciertos aspectos, como la preparación intelectual, la higiene, o la solidaridad entre sus miembros, se hallaban muy por encima de la población cristiana.
Las fuertes presiones sufridas entre 1391 y 1417 habían contribuido a hacer menos numerosa y más pobre a la comunidad judía, pero al mismo tiempo a depurarla. Se habían ido los dudosos, los que experimentarán el quebranto de su fe, los cobardes. Quedaban aquellos que estaban dispuestos a arrostrar toda clase de males para seguir siendo judíos. De este modo las esperanzas de producir en ellos un movimiento general de conversión se habían disipado. Isabel la Católica contó con algunos judíos entre sus principales colaboradores, los cuales le mostraron exquisita fidelidad. Pero era al mismo tiempo sensible a las acusaciones que contra las enseñanzas rabínicas se dirigían. Sectores eclesiásticos muy influyentes insistían en afirmar que la presencia de judíos al lado de cristianos resultaba perniciosa porque con sus doctrinas contribuían a que se produjeran desviaciones en la fe. Los cronistas, por su parte, no dejaban de recordar que los judíos habían colaborado con los musulmanes en aquella “pérdida de España” del 711 que la reconquista de Granada estaba sellando con su restauración.
Los estereotipos del odio que están en el origen del antisemitismo y de sus luctuosas consecuencias, nacieron en Europa durante la Edad Media. Llegaron a España aunque con cierto retraso en relación con otros países. Se asignaban a los judíos para su residencia barrios estrechos e insalubres; luego se les acusaba de suciedad, cuando, de hecho, cuidaban de su higiene más que los cristianos. La mayor parte de ellos habitaban lugares relativamente lejanos de aquellos en que desarrollaban su trabajo, pero se les prohibía el uso de armas. De todas formas si repelían un asalto corrían peligro de ser acusado de agresores. En una época en que las armas y el valor físico se encontraban supervalorados se les consideraba como cobardes. Usando lengua y signos para escribir sus palabras, que diferían de los caracteres latinos, se les tenía por nigromantes: hasta nosotros ha llegado esa atribución mágica a los “signos cabalísticos”. Expertos en los negocios y el comercio del dinero, y obligados a tomar precauciones para no ser defraudados por los deudores, eran calificados de astutos, falsos y usureros. No hace aún mucho tiempo que se decía “ir al judío” para significar que se recurría a préstamo de usura.
Todavía más: se les atribuían profanaciones de Formas consagradas, envenenamiento de aguas para difundir epidemias y asesinatos rituales de niños cristianos que nadie se tomaba el trabajo de comprobar. Los judíos, como los primeros cristianos, fueron víctimas de calumnias muy simples, presentadas sin pruebas. Alfonso X, persona extraordinariamente culta, da acogida en las Partidas a esa famosa práctica atribuida a los judíos de que en el Viernes santo crucificaban a un niño cristiano utilizando su sangre como alimento.
Las leyes de las Cortes de Madrigal de 1476, ratificadas en Toledo, al tiempo que restablecían muchas de las medidas proteccionistas, impusieron ya esas dos condiciones: signo exterior en la ropa y apartamiento de la juderías. Con ello se quería significar que la situación en España tendía a identificarse con la existente en otros países europeos antes de que se hubiera procedido a su expulsión.
Se organizó en Paris, sede entonces de la Universidad central de la Cristiandad, el debate sugerido por Donin, que fue presidido por la reina regente, Blanca, que era hija de Alfonso VIII de Castilla. Al mismo tiempo un tribunal de inquisidores que residía el rector, Eudes de Chateauroux, interrogaba sobre estas cuestiones a los más prestigiosos rabinos de Francia. Las consecuencias a que ambas iniciativas llegaron eran las que de ellas se esperaban: Donin tenía razón y la tesis sostenida por los judíos de que el Talmud contaba 1.500 años era fácil de rebatir. Algunos rabinos trataron de defenderse diciendo que aquel Jesús que se mencionaba en el Talmud era distinto del que veneraban los cristianos, pero Rabi Yehiel puso a disposición de los jueces un argumento esencial cuando, refiriéndose a Jesús de Nazaret, afirmó que su condena había sido justa, ya que “defraudó a Israel, pretendió ser Dios y negó la esencia de la fe”.
Ante estos hechos las autoridades francesas y el nuevo papa, Inocencio IV, que se enfrentaba con amplios movimientos que afectaban a la esencia de la fe, declararon probados los hechos y sentenciaron a destrucción el Talmud: la ejecución de veinte carretadas de libros tuvo lugar en la plaza de la Grève en mayo de 1248. Jaime I organizó inmediatamente después una controversia en Barcelona en la que tomó parte el más famoso de los maestros judeoespañoles, Nahmánides, pero nadie fue entonces castigado. En Castilla el Talmud siguió utilizándose normalmente y las condiciones de vida no cambiaron. Se daría, durante dos siglos, la impresión, un tanto engañosa, de que en la Península Ibérica existía una especie de zona de seguridad para los judíos.
Ante estos hechos, de los que no estaba permitido dudar, los monarcas europeos comenzaron a plantearse la cuestión de cómo eliminar de sus dominios un mal tan grave: disipadas las esperanzas de una pronta conversión y extendidas además las calumnias, el antijudaísmo ganó en popularidad. Había una solución simple y fácil: suspender el permiso de residencia obligándoles a emigrar. El primero que se decidió por tal medida fue Eduardo I, en 1289-1290, tanto en su reino de Inglaterra como en sus dominios de Francia. Felipe IV decretó la salida en 1306, y aunque hubo luego permisos discriminados y temporales, desde 1394 la residencia de judíos en Francia quedó rigurosamente prohibida. La falta de una autoridad monárquica eficaz en Alemania impidió que se tomaran medidas generales en un sentido u otro, pero hubo entre 1336 y 1338 matanzas sistemáticas y las ciudades y señoríos promulgaron legislación excluyente, alternándola con permisos que se hacían pagar. En todas estas expulsiones se despojaba a los judíos de sus propiedades inmuebles o comunes, así como de los títulos de deudas. Los monarcas angevinos de Nápoles soslayaron la cuestión anunciando que todos los judíos se habían bautizado. Lo mismo haría Venecia, aunque era de sobra conocido que los moradores del barrio de Ghetto seguían practicando el judaísmo. En Austria la prohibición vino precedida de una espantosa persecución en 1421 que causó numerosas víctimas.
En Vienne (1311) había destacado un pensador mallorquín de origen catalán, Ramon Lull. La influencia de Lull, a quien Batllori sitúa en el origen del humanismo español, fue extraordinaria: sus obras de encuentran mencionadas en todas las bibliotecas que conocemos, y debe recordarse que había varios ejemplares en la de Isabel la Católica. Partiendo del principio de que el Cristianismo, por ser Verdad absoluta, puede y debe ser demostrado también por vía racional, respondiendo a los designios de Dios que había otorgado al hombre esta facultad, llegaba a la conclusión de que, utilizando únicamente textos de la Escritura, se debía llevar a los judíos a la comprobación de que las Promesas se habían cumplido y Jesús era indudable Mesías. En consecuencia, proponía, para solucionar el problema del Pueblo que no le había recibido dos acciones consecutivas: a) una gran catequesis que librara a los judíos de la influencia de los rabinos, conduciéndolos al descubrimiento de la verdad y, en consecuencia, al bautismo, y b) la expulsión de los recalcitrantes, es decir, de aquellos que, obrando contra la razón, rechazaban sin embargo la verdad.
No cabe duda de que Fernando e Isabel se atuvieron a este criterio. Algunos de sus antecesores ya habían intentado esta vía. Una amplia labor de catequesis acompañó al decreto de expulsión: catequesis pero no debate pues, desde una rigurosa postura cristiana, la fe no era materia opinable y objeto de discusión; cabía explicarla, pero nada más. Tras la ampliación y fijación por el Concilio de Vienne de las acusaciones y argumentos presentados después del IV de Letrán, se había producido una inversión completa en la postura que la Iglesia adoptaba hasta 1199, y que ha sido restablecida en época cercana a nosotros: el judaísmo no podía ser considerado como una forma correcta de servir a Dios sino como una desviación peligrosa, que debía ser corregida empleando los medios pertinentes. Es lícito considerar como un error dicha postura; pero de ella indudablemente partió.
La pregunta que todo historiador debe hacerse gira en torno a cómo, en breve plazo de tiempo, pudo pasarse de la confirmación del Ordenamiento de Valladolid, al decreto de 1492 que extirpaba el judaísmo de manera radical, sin excepciones. No parece posible una respuesta unívoca, pues son muchos los factores que intervinieron. Resulta inexcusable reunir en una misma exposición ambos problemas, el converso y el judío, a los que el odio popular identificaba. Se estaba produciendo paulatinamente un giro en la mentalidad que pasaba del antijudaísmo al antisemitismo: la raíz del mal no estaba en las doctrinas sino en la propia naturaleza del judío que seguís siéndolo aunque se bautizase.
“Fraude de usura”
En el servicio de Fernando e Isabel encontramos un equipo reducido, aunque importante, de judíos; muchos de ellos escogerían el bautismo en el momento de la expulsión. Abraham Seneor era consejero áulico, desempeñando multitud de funciones. Lorenzo Badoz fue médico de la reina. Vidal Astori su principal platero. Mayr Melamed, Samuel Abulafia, Abraham y Vidal Bienveniste aparecen frecuentemente mencionados en actividades económicas y aun políticas. Isaac Abravanel,que tuvo que huir precipitadamente de Portugal con los fieles y parientes del duque de Braganza, encontró amparo en Castilla pudiendo reconstruir su gran capital. Cuando las Cortes de Toledo procedieron a las “declaratorias” de los juros, los pertenecientes a Abraham Seneor fueron exentos de reducción, señal de que se les consideraba como inversiones loables en favor de la causa de los reyes. Banqueros, financieros y diplomáticos judíos contribuyeron positivamente a la reconstrucción y desarrollo de la Monarquía. Un examen detenido de los procesos librados ante el Consejo Real permite afirmar que las sentencias ofrecen un alto grado de equidad, sin que pueda hallarse la menor huella de desfavor respecto a los judíos: con frecuencia hallamos cartas que colocan a las aljamas o a personas individuales bajo seguro real.
Todo esto contrasta con las noticias que van llegando desde ciudades y villas, que nos delatan el crecimiento de la animadversión. En Burgos se limitó rigurosamente el número de familias admitidas en la judería de modo que los recién casados tenían que emigrar. Los vecinos y los regidores de Burgo de Osma y su obispado, que durante la guerra obligaron a los judíos a concederles préstamos para hacer frente a los impuestos, pretendieron después no reembolsarlos, alegando que los intereses eran usurarios. En Bilbao estaba prohibida la residencia, de modo que los comerciantes judíos, en general asentadores de pescado, tenían que abandonar la villa al caer de la tarde, acomodándose en caseríos donde eran víctimas de bandidos y, a veces, de los mercenarios que contrataran para su escolta. Son muchos los datos que comprobamos documentalmente, los cuales permiten llegar a una conclusión: la hostilidad estaba en la misma masa de la población, aunque no faltaban predicadores que se dedicaban a estimularla. El cargo principal que contra los judíos se dirigía era el “fraude de usura”, esto es, el cobro de intereses ilegítimos en sus préstamos y créditos.
Se promulgó, por tanto, en esas Cortes, una ley que regulaba los préstamos de interés, sin mencionar expresamente a los judíos. Era legítimo el rédito del 33% anual, si bien el montante global del beneficio no podía superar el monto del capital; esto significaba que todos los préstamos tendrían que liquidarse en el cuarto año. Los judíos no recibieron mal esta ley; muchas veces la invocaron en defensa de sus intereses. Pero siendo la usura un pecado grave, los tribunales eclesiásticos se consideraban con derecho a intervenir en tales delitos cuando un cristiano se hallaba involucrado. Por otra parte, los judíos eran víctimas de una sutil discriminación: para probar su demanda tenían que presentar, por lo menos, dos testigos cristianos -con independencia de los de su propia fe-, mientras que estos últimos no necesitan aportar testigos judíos. Evidentemente era fácil encontrar personas dispuestas a testificar en su contra y muy difícil en favor de los hebreos. La principal confianza, en consecuencia, residía en el derecho de presentar sus pleitos ante el Consejo Real.
En 1479 -estaba ausente Fernando, por lo que hubo de firmar ella sola aquella disposición- Isabel dispuso que se procediera a ejecutar en bienes de los deudores de los judíos todos los préstamos de que éstos fuesen beneficiarios. Después de reunirse ambos reyes decidieron completar la disposición vigente con otras cinco concesiones destinadas a mejorar la situación de los judíos:
- Ningún judío podría, en adelante, ser preso por deudas, excepto en el caso de que éstas se hubiesen originado por el arrendamiento de rentas reales. De modo que los acreedores cristianos debían cuidar de asegurarse las prendas seguras y eficaces ante de conceder un préstamo.
- Los judíos con rentas estimadas por encima de los 30.000 maravedís estaban obligados a poseer caballo y armas, prestando servicio con ellos. Pero como no podían ser enrolados en las milicias concejiles se les asignarían servicios especiales, como la defensa de determinadas fortalezas que les evitase mezclarse con combatientes cristianos.
- Para compensar sus sábados y fiestas, podían trabajar los domingos y fiestas cristianas con la condición de evitar ruidos u otras actividades que pudieran molestar a la población no judía.
- Como pagaban sus propios tributos y estaban exentos de los de los municipios en donde habitaban, se prohibía cobrar a los judíos las derramas o tributos destinados a la Hermandad General.
- Se hallaban igualmente exentos de dar alojamiento, ropa u otros servicios a corregidores y oficiales de la Corona.
Es importante establecer continuas matizaciones si pretendemos entender esta política, que no resultaba tan favorable como pudiera parecer a primera vista. Los propios judíos tenían conciencia de que la seguridad jurídica que procuraba la paz con otras comunidades, y las ventajas complementarias, tenían carácter precario, obedeciendo tan sólo a la voluntad de los reyes que podían modificar o suspender a su arbitrio incluso el permiso de residencia. Los judíos de la Corte trabajaron denodadamente en favor del fortalecimiento del poder monárquico, porque percibían que sólo en él podían encontrar amparo. Probablemente no se percataban de modo suficiente de que dicho fortalecimiento, evolución hacia la primera forma de Estado “moderno”, reclamaba como indispensable la unidad de fe sin reparar en los medios. Con toda lógica se les estaba ofreciendo el recurso de la integración, pero dejando de ser judíos. Hasta el momento de la salida se produjeron presiones en tal sentido.
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