Orwell y la leyenda rosa del POUM y Cataluña
Federico Jiménez Losantos
¿Quién puede dudar, se preguntará el lector, del testimonio veraz y de la buena fe del fabuloso escritor que en 1984 y Rebelión en la granja hizo, pocos años después del Homenaje, los mejores alegatos contra la tiranía estalinista?
La respuesta es muy sencilla: cualquiera que, aparcando la admiración que merece su obra posterior, se ponga a leer hoy el libro del brigadista Orwell.
Al margen de las descripciones del frente, que sin llegar al nivel de Adiós a todo eso, del también inglés y amigo de España Robert Graves, son literariamente valiosas, lo mejor es citar lo que Orwell escribe de política en el capítulo V; aunque en alguna edición aparece como apéndice:
Sabía que había una guerra, pero no tenía idea de qué tipo de guerra era. Si me hubiesen preguntado por qué me habría alistado en la milicia, habría respondido: “Para combatir al fascismo”, y si me hubieran preguntado por qué luchaba, habría respondido: “Por la honradez más elemental”. Había aceptado la versión del News Chronicle y del New Statesman de que era una guerra para defender la civilización contra un descabellado levantamiento de una caterva de coroneles reaccionarios a sueldo de Hitler.
Bien está que Orwell reconozca que no sabía nada de esa guerra, pero, entonces, ¿por qué se alistó? ¿Para conservar la suscripción de la prensa roja? ¿Para jugar a la ruleta rusa con la cabeza de algún español? ¿O por el placer leninista de matar a los demás, seguro de hacer el bien, incluso al que matas? Yo creo que por esto último: porque era comunista.
Y como lo era, disfrutó horrores con las peculiaridades españolas, en las que hoza como uno de sus cerditos felices de Rebelión en la granja:
El ambiente revolucionario de Barcelona me atrajo muchísimo, pero no traté de comprenderlo (…). Sabía que estaba sirviendo en algo llamado POUM (si me alisté en su milicia y no en cualquier otra fue solo porque llegué a Barcelona con los papeles del ILP, Independent Labour Party, escisión de izquierdas del Laborismo; desde 1931, afiliado al Centro Marxista Revolucionario Internacional, cercano al troskismo. N.del A.), pero no reparé en que había enormes diferencias entre los partidos políticos.
Por supuesto que algo sabía. Por ejemplo, le encantaba que todos fueran vestidos o más bien disfrazados de proletarios, aunque había algo que le chirriaba y no acababa de entender. Era bien fácil: lo hacían por el terror rojo que reinaba en Barcelona, como en Madrid y demás foros de la civilización que Orwell dice que venía a defender. Y es falso: venía a implantar el comunismo, y seguía las consignas del antifascista del Kremlin, contra las que tronaba Trotski, que era la momia de Lenin bramando en el exilio.
Por cierto, todo el análisis político del Homenaje de Orwell está calcado del de Trotski. Basta ver la excelente antología La Revolución española. 1930-1939 (Biblioteca de la República, Ed. Diario Público, 2011) con el sectario pero notable estudio previo de Juan Ignacio Ramos. Lo único que diferencia al Orwell que decía haber entendido lo que pasaba en España de aquel Lenin redivivo o redimuerto que era Trotski en los años treinta, son los feroces insultos que, al típico modo de Lenin, lanza contra todos los partidos de izquierda. Las pobres víctimas de Paracuellos, muy poco trotskistas, nunca supieron que las asesinaba “la burguesía representada por sus lacayos los dirigentes estalinistas, anarquistas y socialistas”. ¿Y el POUM? También era un agente de la burguesía. A pocos insultó Trotski tan salvajemente como a Nin, al que Stalin mandó matar… por trotskista.
Pero esta es la versión canónica del trotskista sonámbulo Orwell, luego universalmente aceptada, sobre lo que pasó en España:
Cuando Franco trató de derrocar a un gobierno moderado de izquierdas, el pueblo español, contra todo pronóstico, se levantó en armas contra él (…). Pero había muchos detalles que casi todos pasaron por alto. Para empezar, Franco no era estrictamente comparable a Hitler o Mussolini. Su alzamiento era un motín militar apoyado en la aristocracia y la iglesia, y, sobre todo al principio, era una intentona no tanto de imponer el fascismo como de restaurar el feudalismo. Eso significaba que Franco tenía contra él no solo a las clases trabajadoras, sino también a una parte de la burguesía liberal, justo quienes apoyan al fascismo en su versión más moderna.
He aquí al típico comunista inglés enarbolando la Leyenda Negra como si de Enrique VIII se tratara. España es, desde finales del siglo XV, el país menos feudal del mundo. Incluso en la Edad Media, la Reconquista hizo de Castilla una “tierra de hombres libres”, y como todos los reinos cristianos, sus repoblaciones se hicieron mediante fueros o cartas pueblas que garantizaban unos derechos cívicos sin parangón en Europa. El primer Parlamento del mundo fue el de León. Nunca ha tenido España, desde la Constitución de 1812, Cámara de los Lores. ¿Para qué iban a querer “restaurar el feudalismo” los que se alzaron, con muy pocas posibilidades de ganar, contra el gobierno del Frente Popular?
Que el gobierno del Frente Popular no era “moderado de izquierdas” lo prueban sus actos desde 1936, que de hecho empezaron en el golpe contra la República de 1934. La definición del fascismo de Orwell es la misma de Trotski… y de Stalin. Y que Franco tuvo a su lado a tantos trabajadores como la República quedó probado, a lo largo de la guerra, con los que huían de un frente al otro: los que escapaban del terror rojo eran católicos y gente corriente que no votaba a los partidos del otro bando. Tan poco feudales como los rojos. ¿O es que para Orwell la libertad de conciencia es un signo de feudalismo?
Pero si Franco “no era comparable a Hitler y Mussolini”, ¿qué hacía Orwell luchando contra ese fascismo que Franco no acaudillaba? Lo cierto es que Orwell vino a España a matar a gente que no conocía atribuyéndole ideas que no tenía, como Dzerhinski en Rusia o el Che en Cuba:
Cuando me alisté en la milicia me prometí matar a un fascista -al fin y al cabo, si cada no de nosotros mataba a uno, no tardaríamos en acabar con ellos-, y no lo había conseguido porque no había tenido ocasión de hacerlo. Y, por supuesto, quería ir a Madrid. Todo el mundo quería ir a Madrid. Eso significaba pasarme a las Brigadas Internacionales, pues el POUM tenía muy pocas tropas allí y los anarquistas, muchas menos que antes.
El turismo revolucionario siempre ha tenido un público entusiasta, pero las tragaderas de los excomunistas con los excamaradas son dignas de Gargantúa. Pío Moa, sabueso implacable en la búsqueda de embustes y contradicciones en los diarios de los protagonistas de la época, que destapó en Los personajes de la República vistos por ellos mismos, dice:
Orwell no alude, seguramente no pudo percibirlo, al terror organizado por las izquierdas contra los vencidos de julio del 36, pero sí vio, ya en diciembre, cómo las tiendas, en su mayoría, estaban vacías (Moa, 2000).
Pero claro que pudo percibirlo. El que no quiere percibirlo es Moa, que, a cambio de esa ceguera momentánea, nos da una cifra interesante: el boicot de la izquierda inglesa a Homenaje a Cataluña fue tan feroz que en diez años vendió 600 ejemplares. Lástima que fueran todos a historiadores, porque nunca tan pocos ejemplares tuvieron tanto y tan desafortunado eco. Todas las bibliografías sobre la guerra de autores no comunistas incluyen a Gerald Brennan y al Orwell de Homenaje a Cataluña como base creíble de datos, porque, a diferencia de Hemingway, estaba allí.
Ya me he referido a la desagradable impresión que tiene el lector español que no se identifique con la Leyenda Negra anglosajona sobre nuestro país al ver las valoraciones que de España y sus costumbres hacen personajes que, como Orwell, han visto tres ciudades, un río, cuatro piedras y varios camareros. Taxistas, limpiabotas y servicio de habitaciones suelen ser las amplias bases antropológicas -sobre ese decorado de tres calles, un castillo y en el caso de Orwell, los barrancos en las cercanías de Huesca- para valorar la forma íntima de ser un pueblo tan sencillo para el turista y tan complejo para nosotros mismos como el español. Pero esta frívola superficialidad, levemente racista, le viene muy bien al marxista clásico, porque le permite aplicar, sobre un telón pintoresco, entre Carmen y Washington Irving la plantilla de la lucha de clases. Así hacen, de creer las solapas de sus libros, “un análisis apasionado pero fidedigno, desde fuera y desde dentro, de la vida española en los días terribles de la Guerra Civil”.
Pero Orwell ve esto:
Los campesinos confiscaron las tierras, muchas fábricas y la mayoría de los medios de transporte acabaron en manos de los sindicatos: se saquearon las iglesias y se expulsó o asesinó a los curas. El Daily Mail, entre los vítores del clero católico, pudo presentar a Franco como un patriota que defendía a su país de las hordas de los “rojos”.
“Confiscar” y “acabar en manos de” son los eufemismos habituales de los comunistas para “robar”, de la finca al huerto y del camión al coche, luego utilizados para presumir y “pasear”, o sea, asesinar a los ya robados. Pero a Orwell, que no es un malvado como Koltsov, le molesta disimular lo políticamente inconveniente:
Algunos de los periódicos antifascistas extranjeros incluso se rebajaron a publicar la mentira piadosa de que las iglesias solo habían sido atacadas cuando se utilizaban como fortalezas fascistas. Lo cierto es que las iglesias se saquearon en todas partes porque todo el mundo daba por sentado que la Iglesia española formaba parte de la engañifa capitalista. En los seis meses que pasé en España solo vi dos iglesias intactas, y excepto un par de iglesias protestantes en Madrid, hasta julio de 1937 no se permitió que ninguna iglesia abriera sus puertas y celebrase misa.
Y si habían quemado todas las iglesias y matado a todos los curas, como fielmente consigna Orwell, ¿no pensó que también habrían asesinado a los sacristanes, campaneros, monjas, frailes y cuantos iban a misa? “Todo el mundo daba por sentado que la Iglesia española formaba parte de la engañifa capitalista”, dice Orwell, y se queda tan fresco. ¿Quién es “todo el mundo”? Pues lo que los leninistas llaman “el pueblo”, para declarar a los que no lo son “enemigos del pueblo”, es decir, materia asesinable. Basta rebautizarlo para rematar a cualquiera en nombre de la historia.
¿Y no vio Orwell las celdas de tortura y muerte para los enemigos políticos cuando fue en busca de Bob Smillie, secuestrado por los estalinistas del PSUC-NKVD? Pues claro que las vio. La descripción es implacable:
Aquel que veía las improvisadas cárceles españolas, utilizadas para los presos políticos, comprendía qué pocas probabilidades había de que un hombre enfermo recibiera en ella atención adecuada. Estas cárceles solo podrían describirse como mazmorras; en Inglaterra habría que retroceder al siglo dieciocho para encontrar algo comparable. Los prisioneros estaban amontonados en pequeñas habitaciones donde casi no había espacio para echarse, y a menudo se les tenía en sótanos y otros lugares oscuros. No se trataba de condiciones transitorias, pues algunos detenidos vivieron cuatro o cinco meses casi sin ver la luz del día. Se los alimentaba con una dieta repugnante e insuficiente, que consistía en dos platos de sopa y dos trozos de pan diarios (algunos meses más tarde, la comida parece haber mejorado algo). No hay exageración en esto: cualquier sospechoso político que haya estado encarcelado en España podrá confirmar lo que digo.
¿Y no sabía Orwell quiénes eran los secuestradores y carceleros que metían a los presos políticos en esos agujeros inmundos, cuyas condiciones de hacinamiento tampoco encontrábamos en España desde el siglo XVIII? Pues claro que lo sabía:
Al principio, la Generalidad catalana se vio reemplazada por un comité de defensa antifascista, integrado principalmente por delegados sindicales. Luego el comité de defensa se disolvió y la Generalidad se reconstituyó para representar a los sindicatos y a los diversos partidos de izquierda.
Y a pie de página especifica:
El Comité Central de Milicias Antifascistas, cuyos delegados se elegían en proporción a los miembros de sus organizaciones. Nueve delegados representaban a los sindicatos, tres a partidos liberales y dos a los diversos partidos marxistas (el POUM, los comunistas y otros).
Esta descripción es la confesión involuntaria del régimen de terror rojo, nada incontrolado, sino dirigido con la Generalidad y luego dentro de la propia Generalidad de Companys, perpetrado por los partidos políticos de la “civilización” que venía a defender Orwell. Y que mataron, tras robo, tortura o violación, según criterio del antifascista de turno, a seis mil personas solo en Barcelona, mientras Orwell estaba allí. Andreu Nin era Consejero de Justicia de esa Generalidad cuando tuvieron lugar las mayores masacres, que en realidad no cesaron nunca.
Orwell ha sido el mejor propagandista de la mentira de los incontrolados que convirtieron a Barcelona, lejos siempre del frente , en un matadero. En Lérida, que, como cita Orwell, era donde el POUM tenía más fuerza, los crímenes fueron especialmente feroces, mediante listas confeccionadas antes de la Guerra Civil. Y Nin, luego despellejado vivo por sus antiguos camaradas, dijo acerca de la matanza de católicos en agosto de 1936: “El problema de la Iglesia… (…). Nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto”.
Esa era la civilización de la que, en su libro, presumía Orwell.
Si la guerra de España, como dijo Orwell al volver a Inglaterra, dio origen a la más aplastante colección de mentiras que cabía recordar, sobre nada se han acumulado tantas mentiras como sobre lo que precisamente describe Orwell: Cataluña en el primer año de la Guerra Civil, en especial los “Fets de Maig”, es decir, los sucesos de mayo de 1937 que supusieron una guerra civil dentro de la Guerra Civil, entre anarquistas y comunistas del POUM por un lado y comunistas de Stalin y republicanos por otro, unos días de los que Homenaje a Cataluña ha sido referencia casi única en la historiografía internacional durante décadas. Y fuente de muchas mentiras.
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