Casi unas memorias, Dionisio Ridruejo
Falange y literatura
Nadie puede decir que el fascismo en España fue el resultado de un impetuoso movimiento intelectual, aunque hay que añadir que nació en manos de escritores.
En su inmensa mayoría, los pensadores, profesores y escritores que tenían vigencia en el decenio que va del año 23 al 33 eran liberales o se interesaban por el socialismo y el anarquismo. Alguno, si acaso, volvía al encuentro de un pensamiento político muy anterior al fascismo, como podía ser el de los contrarrevolucionarios franceses.
A mi juicio lleva razón el historiador La Cierva al reducir el alcance de la afirmación de mi muy querido don Salvador de Madariaga cuando éste atribuye a Maeztu la invención del fascismo. Entre las proposiciones tardías de Maeztu y ciertas proposiciones del fascismo hay relación de semejanza, y quizá si el general Primo de Rivera se hubiese dedicado a ser fascista le hubiera secundado el único colaborador intelectualmente distinguido con el que contó. Pero tal cosa nunca tuvo lugar.
Y digo esto porque conviene delimitar las palabras para que no pierdan su significado. Los comunistas suelen llamar fascista a cualquier forma de contracción conservadora, incluso si no es autoritaria. Los conservadores pueden llamar fascista a cualquier forma autoritaria aunque sea socialista. Así no hay modo de entenderse. Aquí llamamos fascistas a los movimientos que se caracterizaban por una serie de notas -incluso de ritualidades- que, por acumulación, definieron una ideología, una estrategia y hasta un estilo políticos: nacionalismo trascendente; concepción autoritaria y totalitaria del Estado; reivindicación del poder para una minoría mesiánica; esquema del pueblo-pueblo-nación para una organización armonista de la sociedad (más o menos corporativa), culto a la violencia y adopción de una fisonomía de movimiento militarizado. Con sólo algunas de esas notas han marchado por el mundo naciones y partidos que no eran ni son fascistas: Inglaterra fue imperialista, el liberalismo doctrinario fue elitista, la URSS es totalitaria, etc. Hace falta que todas las notas se den juntas, en mayor o menor proporción, para que el fenómeno fascista quede identificado.
En España esa identificación puede hacerse -desde 1930 y no antes- en las JONS de Ledesma Ramos, las Juntas de Actuación Hispánica de Onésimo Redondo y la Falange Española de Primo de Rivera, fundidas luego en un solo movimiento. Cosas anteriores como la Unión Patriótica o el albiñanismo y, quizá también, cosas posteriores como el franquismo puro y tecnocratizado, obedece, ya a otros modelos de la familia reaccionaria.
De aquí que no considere escritores fascistas a todos los que incensaron o explicaron la Guerra Civil en el bando nacionalista ni a muchos de los que han arropado al régimen resultante.
Los que aprobaron y formularon el fascismo propiamente dicho fueron pocos y, salvo tres o cuatro casos, su promoción intelectual y su compromiso político fueron simultáneos.
Ledesma Ramos -a quien no llegué a conocer- era, sin duda, hombre de letras y aprendiz de filósofo cuando se dedicó a publicar -con la asistencia de Giménez Caballero- La conquista del Estado, título significativo pues la conquista (violenta) del Estado era ya la estrategia que caracterizaba y emparentaba a los dos movimientos antiliberales del siglo, a derecha e izquierda. Ledesma agrupó junto a sí a algunos intelectuales aún poco presentados, como Juan Aparicio, Emiliano Aguado, Montero Díaz, Guillén Salaya y, si no me equivoco, al ya veterano Tomás Borrás, que había nacido bajo el signo de la devoción a Larra y había sido punto fuerte en la tertulia de Pombo con Ramón Gómez de la Serna. Alguno más joven y de vocación literaria más imprecisa -Javier Martínez de Bedoya- procedía del núcleo vallisoletano, donde predominaban los hombres de acción.
También José Antonio Primo de Rivera era hombre de dedicación intelectual rigurosa y había mostrado una púdica veleidad literaria. A su lado tuvo importancia decisiva el mayor escritor del conjunto: Rafael Sánchez Mazas. A Sánchez Mazas a un lado y a Juan Aparicio en el otro se les atribuyen, creo que con exactitud, las invenciones retóricas más afortunadas del Movimiento. Aparicio acuñó el símbolo del Yugo y las Flechas por sugestión involuntaria de Fernando de los Ríos, y también los slogans de la triple invocación de España, “una, grande y libre”, y el de “Por la patria” y la “Oración por los Caídos”, compuesta, con el acuerdo de José Antonio, para frenar los impulsos de venganza de los escuadristas elementales.
José Antonio atrajo igualmente al poeta José María Alfaro, a Luys Santa Marina, a Ximénez de Sandoval, al conde de Foxá, a Samuel Ros, a Jesús Suevos, a José A. Gimenez Arnau y a algunos otros, entre los que puedo incluirme. Una adhesión algo más incierta le prestaron Mourlane Michelena y Eugenio Montes, aunque al último, para decidirle a la militancia, se le ofreció una comida de homenaje público. En un grado aún más vago de proximidad se situó también Miquelerana, y con mayores vinculaciones algunos periodistas como Víctor de la Serna y Alfredo Marqueríe o el algo pintoresco Federico de Urrutia.
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