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Delante de las narices, George Orwell



Delante de las narices, 22 de marzo de 1946

El reclutamiento obligatorio: Desde años antes de la guerra, prácticamente toda persona ilustrada estaba a favor de plantarle cara a Alemania y, al mismo tiempo, la mayoría estaba en contra de poseer el armamento suficiente para que esa oposición surtiera efecto. Conozco muy bien los argumentos que se presentan en defensa de esta actitud; algunos están justificados, pero en general no son más que excusas retóricas. Aún en 1939, el Partido Laborista votó en contra del reclutamiento obligatorio, una decisión que seguramente contribuyó a la firma del pacto germano-soviético y que sin duda tuvo un efecto desastroso sobre la moral en Francia. Luego llegó 1949, y estuvimos a punto de perecer por no contar con un ejército numeroso y eficiente, que solo podríamos haber tenido si hubiésemos implantado el reclutamiento obligatorio al menos tres años antes. 

La tasa de natalidad: Hace veinte o veinticinco años, a la contracepción y el progresismo se los consideraba casi sinónimos. Aún a día de hoy, la mayoría de la gente sostiene -y este argumento se expresa de diversas maneras, pero siempre se reduce más o menos a lo mismo- que las familias numerosas son inviables por motivos económicos. Al mismo tiempo, es sabido que la tasa de natalidad es más alta en las naciones con un nivel de vida más bajo y, en nuestra propia población, entre los sectores peor remunerados. Se arguye, ademas, que una población más reducida equivaldría a menos desempleo y a un bienestar mayor para todo el mundo, cuando, por otra parte, está probado que una población menguante y envejecida se enfrenta a problemas económicos calamitosos y tal vez irresolubles. Inevitablemente, las cifras son inciertas, pero es bastante probable que en apenas setenta años nuestra población ascienda a unos once millones de personas, de las cuales más de la mitad serán pensionistas de edad avanzada. Dado que, por motivos complejos, la mayoría de la gente no quiere una familia numerosa, estos datos aterradores pueden habitar en un lugar u otro de sus conciencias, conocidos e ignorados simultáneamente. 

La ONU: Con el fin de ser mínimamente eficaz, una organización mundial debe ser capaz de imponerse a los estados grandes igual que a los pequeños. Debe tener poder para inspeccionar y limitar los armamentos, lo que significa que sus funcionarios deben tener acceso al último centímetro cuadrado de cualquier país. También debe tener a su disposición una fuerza armada superior a cualquier otra y que responda solo ante la propia organización. Los dos o tres estados que realmente cuentan no han tenido jamás la intención de acceder a ninguna de estas condiciones, y han dispuesto la constitución de la ONU de tal modo que sus propias acciones ni siquiera puedan ser debatidas. En otras palabras: la utilidad de la ONU como instrumento de la paz mundial es nula. Esto era tan obvio antes de que empezara a funcionar como lo es ahora. Y, sin embargo, hace unos meses millones de personas bien informadas estaban convencidas de que iba a ser un éxito. 

Cuando uno constata la esquizofrenia imperante de las sociedades democráticas, las mentiras que se cuentan con propósitos electoralistas, el silencio sobre cuestiones importantes, las distorsiones de la prensa, se siente tentado a creer que en los países totalitarios hay menos patrañas, que se afrontan más los hechos. Allí, al menos, las élites gobernantes no dependen del favor popular, y pueden decir la verdad brutalmente y sin adornos. Goering podía decir: “Primero los cañones y luego la mantequilla”, mientras que sus homólogos demócratas tenían que envolver el mismo sentimiento en cientos de palabras hipócritas. 

Los alemanes y los japoneses perdieron la guerra en muy buena medida porque sus gobernantes fueron incapaces de ver hechos que resultaban evidentes para un ojo imparcial. 

Ver lo que uno tiene delante de las narices precisa una lucha constante. Algo que sirve de ayuda es llevar un diario o, al menos, algún tipo de registro de nuestras opiniones sobre sucesos importantes. De otro modo, cuando alguna creencia particularmente absurda se vaya al traste por los acontecimientos, puede que olvidemos que la sostuvimos alguna vez. Las predicciones políticas acostumbran a ser erróneas pero incluso cuando hacemos una predicción correcta, puede ser muy instructivo descubrir por qué acertamos. En general, solo lo logramos cuando nuestros deseos o nuestros miedos coinciden con la realidad. Si aceptamos esto, no podemos, claro está, deshacernos de nuestros sentimientos subjetivos, pero sí podemos aislarlos hasta cierto punto de nuestras opiniones y realizar predicciones en frío, por las reglas de la aritmética. En su vida privada, la mayoría de la gente es bastante realista; cuando uno elabora su presupuesto semanal, dos y dos suman invariablemente cuatro. La política, por su parte, es una especie de mundo subatómico o no euclidiano en el que es bastante fácil que la parte sea mayor que el todo, o que dos objetos estén en el mismo punto simultáneamente. De ahí las contradicciones y los absurdos que he recogido más arriba, todos ellos atribuibles en último término a la creencia secreta de que nuestras opiniones políticas, a diferencia del presupuesto semanal, no tendrían que someterse a la prueba de la tozuda realidad. 

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