Orwell - Ensayos
La libertad de prensa (“Rebelión en la granja”) Londres 17 agosto de 1945; Nueva York, 26 agosto de 1946
Que un organismo gubernamental tenga cualquier tipo de poder censor (aparte de en materia de seguridad, que en tiempos de guerra nadie cuestiona) sobre libros que no cuenten con el apoyo oficial, es evidente que no es deseable.
Si los responsables de las editoriales se afanan porque determinados temas queden inéditos, no es porque tengan miedo de que los persiga la justicia, sino porque temen a la opinión pública.
Cualquier persona imparcial con experiencia en el periodismo admitirá que durante esta guerra la censura oficial no ha sido especialmente molesta. No hemos estado sujetos al tipo de “coordinación” totalitaria que habría sido razonable esperar. La prensa plantea con fundamento algunas quejas, pero, en conjunto, el gobierno ha obrado bien y ha sido sorprendentemente tolerante con las opiniones minoritarias.
Para silenciar ideas impopulares y dejar en la oscuridad hechos incómodos, no es precisa ninguna prohibición oficial.
En este momento, lo que la ortodoxia predominante existe es una admiración acrítica hacia la Rusia soviética. Todo el mundo lo sabe, y casi todo el mundo lo respeta. Cualquier crítica seria del régimen soviético, dar a conocer cualquier hecho que el gobierno soviético preferiría mantener en secreto, raya en lo impublicable. Y esta confabulación a escala nacional para halagar a nuestro aliado se produce, cosa bastante curiosa, en un contexto de auténtica tolerancia intelectual, pues aunque no se permita criticar al gobierno soviético, somos razonablemente libres de criticar al nuestro. Difícilmente va a publicar nadie un ataque contra Stalin, pero hacerlo contra Churchill apenas entraña peligro, al menos en libros y revistas. Y a lo largo de cinco años de guerra, dos o tres de los cuales los pasamos luchando por la supervivencia nacional, han venido publicándose sin trabas incontables libros, panfletos y artículos a favor de una paz negociada; se han publicado, de hecho, sin suscitar mayor reprobación. Mientras el prestigio de la URSS quedara incólume, el principio de libertad de expresión se ha mantenido razonablemente bien. Hay otros temas prohibidos, a algunos de los cuales voy a referirme enseguida, pero la actitud predominante hacia la URSS es de lejos el íntimo más preocupante. Es, por así decir, espontánea; no se debe a las medidas de ningún tipo de presión.
El servilismo con que la mayor parte de la intelligentsia inglesa ha tragado y ha repetido la propaganda rusa de 1941 en adelante sería realmente asombroso si no fuera porque en varias ocasiones anteriores ha obrado de modo parecido. En toda una seria de puntos controvertidos, la visión rusa ha venido aceptándose sin un examen previo, y difundiéndose tras ello con total desprecia por la verdad histórica o la honradez intelectual. Por dar un solo ejemplo, la BBC celebró el vigesimoquinto aniversario de la creación del ejército Rojo sin mencionar a Trotski. El respeto a los hechos era equivalente al de una conmemoración de la batalla de Trafalgar sin mencionar a Nelson, pero ningún miembro de la intelligentsia inglesa protestó. En las luchas internas que han tenido lugar en los diversos países ocupados, la prensa británica se ha alineado en casi todos los casos con la facción que apoyaban los rusos y ha desacreditado a la contraria, ocultando a veces para ello pruebas materiales. Particularmente flagrante fue el caso del coronel Mijailovich, líder de los Chetniks yugoslavos. Los rusos, que tenían a su pupilo yugoslavo en el mariscal Tito, acusaron a Mijailovich de colaborar con los alemanes. La prensa británica no tardó en hacer suya la acusación; se privó a los partidarios de Mijailovich de la ocasión de refutarla, y los hechos que la contradecían sencillamente no fueron publicados. En julio de 1943, los alemanes ofrecieron una recompensa de cien mil coronas de oro por la captura de Tito y otra recompensa equivalente por la captura de Mijailovich. La prensa británica difundió a toda plana la recompensa por Tito, pero solo un periódico se refirió (en letra pequeña) a la recompensa por Mijailovich, y las acusaciones de estar colaborando con los alemanes siguieron. Ocurrieron cosas muy parecidas en la Guerra Civil española. También entonces, la prensa inglesa de izquierdas desacreditaba sin mayor miramiento a las facciones del bando republicano que los rusos estaban decididos a aplastar y rehusaba publicar cualquier palabra en su defensa, aunque fuese en forma de carta. Actualmente, no solo se considera reprobable criticar en serio a la URSS, sino que incluso el hecho de que dicha crítica exista llega en ocasiones a ser ocultado. Por ejemplo, poco antes de su muerte Trotski escribió una biografía de Stalin. Podemos suponer que no sería un libro del todo imparcial, perruno cabe duda de que era vendible. Una editorial estadounidense había asumido su publicación y el libro estaba ya impreso -supongo que los ejemplares para la reseña habían sido enviados- cuando la URSS entró en la guerra. El libro se retiró de inmediato. En la prensa británica no ha aparecido sobre esto una palabra, aunque es evidente que la existencia de tal libro, y su retirada, eran noticias dignas de algún párrafo.
La intelligentsia inglesa, o buena parte de ella, había desarrollado una lealtad nacionalista hacia la URSS, y en su fuero interno sentía que cualquier asomo de duda sobre la sabiduría de Stalin era una especie de blasfemia. Lo que ocurriese en Rusia y lo que ocurriese en otros sitios se juzgaba con raseros distintos. Quienes toda su vida se habían opuesto a la pena de muerte, ahora aplaudían las ejecuciones sin fin en las purgas llevadas a cabo entre 1936 y 1938, y se consideraba correcto por igual sacar a relucir hambrunas cuando sucedían en la India y ocultarlas cuando tenían lugar en Ucrania. Y si esto era sí antes de la guerra, la atmósfera intelectual desde luego no está mejor en la actualidad.
La cuestión que entra aquí en juego es bien simple: ¿tiene derecho a ser oída cualquier opinión, por impopular o incluso estúpida que sea?
Pero la libertad es, como dijo Rosa Luxemburg, “libertad para el otro”. El mismo principio está contenido en las famosas palabras de Voltaire: “Odio lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”.
Ni el rusófilo más fervoroso creería de verdad que todas las víctimas eran culpables de todos los cargos de que se les acusaba; pero, sosteniendo opiniones heréticas, causaban al régimen un perjuicio “objetivo” y, por tanto, era perfectamente justo no solo ejecutarlos sino también desacreditarlos con falsas acusaciones. El mismo argumento se utilizó para justificar los deliberados embustes de la prensa de izquierdas sobre los trotskistas y otras minorías del bando republicano en la Guerra Civil española. Como también se usó como razón para clamar contra el hábeas corpus cuando se liberó a Mosley en 1943.
Esa gente no se da cuenta de que, si uno fomenta métodos totalitarios, puede llegar el día en que sean usados contra él y no en su favor. Convirtamos en hábito el encarcelamiento de fascistas sin juicio, y probablemente la cosa no se quede en los fascistas.
En 1940 tenía todo el sentido arrestar a Mosley independientemente de que, en rigor, hubiese cometido o no algún delito. Luchábamos por nuestras vidas y no podíamos permitir que un posible colaboracionista quedase en libertad. Pero seguir teniéndolo encerrado sin juicio en 1943 era una barbaridad. La incapacidad general para entender esto fue un mal síntoma, aunque es verdad que el alboroto contra la liberación de Mosley en parte era ficticio y, en parte, la proyección de otras desazones distintas.
Cambiar una ortodoxia por otra no necesariamente es un avance. El enemigo es el pensamiento gramófono, esté o no uno de acuerdo con el disco que esté puesto en cada momento.
Vengo pensando hace no menos de un decenio que el actual régimen de Rusia es, básicamente, algo pernicioso, y reivindico el derecho a decirlo a pesar de que estemos aliados con la URSS en una guerra que quiero ver ganada.
Si algo significa la libertad, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír.
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