En cuanto a la inhumación, se practicaba en cualquier parte del monte bajo, cuando el olor a muerto se hacia molesto.
Una mañana, yacían allí dos señoras bien vestidas, las cuales, según me contó un guarda, pertenecían seguramente, por su aspecto, a la aristocracia. Con el fin de que no las pudieran ver desde la carretera, unos hombres tiraron los cadáveres detrás de un murete de piedra, lugar donde, por lo visto, quedaron durante mucho tiempo, hasta que las alimañas se las comieron. Este episodio se lo conté pocos días después al ministro Indalecio Prieto, con el propósito de que diera orden de enviar patrullas de la Guardia Nacional montada para vigilar nuestros alrededores. El ministro pareció haber quedado muy afectado por los datos tan precisos, que le facilité, y me dio la impresión de no haber creído, hasta ese momento, en el volumen que había adquirido semejante criminalidad, pues él, contrariamente a mí, no veía con sus propios ojos lo que ocurría. También le di cuenta varias veces de los lugares donde, en los alrededores de Madrid, se asesinaba habitualmente por las noches y, siempre que se lo comunicaba, me prometía intervenir. Pero lo que yo no podía era comprobar el éxito de mi gestión, y menos aún averiguar si hacía lo que le indicaba para mandar detener a esos individuos y matarlos a tiros en el mismo sitio en el que cometían sus crímenes. Por desgracia, no creo que lo hiciera. El gobierno carecía entonces de fuerza y del valor suficientes para hacer frente a la bestialidad de las masas que su propaganda había desatado.
Incluso entre los habitantes del pueblo, antes pacíficos y correctos, cundía como un contagio dicha bestialidad. Sólo pocas semanas antes, la población de una aldea había cortado la carretera, interponiendo personalmente sus cuerpos, cuando unos anarquistas procedentes de Madrid quisieron sacar de su castillo, sito en lo más alto del pueblo, a un conde que desde hacía años era el benefactor de todos los pobres de la zona. Pero luego, siguiendo la instigación de otra banda anarquista de Madrid que se estableció en el pueblo, se dejaron llevar por sus instintos sanguinarios y terminaron sacándolo de su castillo y matándolo por el camino.
Estos pueblerinos empezaron a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales son los inevitables frutos de la educación bolchevique. El hombre se transforma en hiena. Las casas de un extenso barrio de “villas” u hotelitos sufrieron su saqueo, pero además, si sus habitantes estaban presentes, a unos los trasladaban a Madrid para encarcelarlos y a otros los asesinaban.
Otro ejemplo estremecedor, sacado de mi entorno personal, es el de un chico que, hace doce años, cuando él tenía catorce, entró de aprendiz en el taller y, ya como trabajador adulto, era persona de nuestra confianza, sumamente correcto, aplicado y muy fiel. Dadas las relaciones patriarcales que manteníamos entre nosotros, él se consideraba como un pariente más de la familia. Su padre llevaba veinticinco años de capataz, muy estimado, en otra empresa. Al principio de la Guerra Civil, el chico se fue al frente, de miliciano. Pertenecía al sindicato socialista. De cuando en cuando me veía yo con su padre, y éste me contaba que el muchacho estaba arriba, en la sierra, al frente de su compañía, y que le iba bien. Pero al cabo de tres meses, este hombre de tan buena conducta hasta entonces, me refería, no sin cierta sonrisa de complacencia, que su hijo había ido a visitarles; que había andado buscando por allá arriba al párroco del pueblo, que se había escondido y le había hecho, muy a gusto, un agujero en la tripa a ese “cerdazo”. Antes, ese joven tan apacible y sensato se hubiera horrorizado solo con oír contar semejante barbaridad. Pero en aquel momento ya había caído tan bajo que él mismo lo cometía y hasta presumía de ello.
Por lo que a mi respecta y en relación con mis bienes, no tuve que padecer tales circunstancias, pues desde el principio empleé la energía necesaria para hacerme respetar y para que entendieran bien el concepto y el sentido de la inmunidad diplomática que me asistía. Pero el veneno rojo calaba tan hondo que hasta empezó a deteriorarse la relación con mi fiel jardinero de muchos años, perteneciente al Partido Socialista desde hacía ya mucho tiempo, pero al que yo nunca había contrariado en cuanto a sus ideas. Empecé a notar que la relación con él se hacía menos amable, expresando sentimientos de odio en sus manifestaciones de repulsa hacia “el proceder bestial” de los nacionales, como así se lo hacían creer los cuentos con que los rojos sembraban sistemáticamente el terror en las gentes, animándolas a huir antes de que los nacionales conquistaran el pueblo.
A nuestro pueblo llegaban casi a diario, en agosto y septiembre, multitud de gentes a quienes los rojos obligaban a abandonar sus pueblos de lo alto de la Sierra, en cuanto éstos se veían amenazados por el avance nacional. Se lamentaban por la pérdida de una vaca, por sus gallinas, sus cerdos, que habían tenido que abandonar. Las más de las veces venían a pie, cargados con sus hatillos que contenían lo más necesario de su ajuar -unos pocos cacharros- y dejando atrás muchos kilómetros. Algunos traían un borriquillo. Los alojaban en las muchas casas vacías de nuestra colonia, pero, pronto, a los pocos días, tenían que ceder ante la nueva oleada que venía y seguir hacia abajo, hacia el Mediterráneo. Eran personas cuya vida entera había transcurrido en su terruño, aunque fuera en una pobre aldea de montaña, y que ahora, desarraigadas y desmoralizadas, se veían empujadas de acá para allá a un mundo extraño para ellas.
En columnas interminables cruzaban Madrid a pie, en carros de mulas, en burros… prosiguiendo una transmigración miserable hacia una nueva miseria. Muchos intentaban agarrarse a Madrid, se guarecían hasta en los socavones del suelo, pero el propio Madrid no tenía comida. Así levantaron bandera contra ella -inmigrantes forzosos- y los empujaron más allá todavía, “apartándolos” de los pueblos de las provincias mediterráneas donde los ya residentes los recibían como una invasión inesperada que venía a alterar su vida. Yo mismo hablé con esos refugiados y les pregunté: “¿Por qué no os quedasteis en el pueblo? Para vosotros no había peligro, no intervinisteis en la lucha por el pueblo, y los que lo hicieron ya lo habían abandonado.” Lo primero que decían era: “Nos dijeron que al llegar los ‘moros’ matarían a todos los hombres y abusarían de las mujeres y niños”. “¿Y os lo habéis creído todo? -les preguntaba-. No solo vienen los moros, sino también españoles, y esos son como vosotros, no son bestias…, con ellos podéis hablar”. “Sí, pero no podíamos decir nada -respondían-. Las milicias entraron en el pueblo y nos decían: ‘Dentro de dos horas os tenéis que marchar todos, y al que se quede lo fusilamos´.”
No había nadie a quien esta pobre gente pudiera recurrir para recibir protección o consuelo. El alcalde era, en general, uno de los peores compadres del pueblo, incondicional partidario de los milicianos, entre lo que estaban sus cómplices, y no había vecino ni campesino respetable que confiara en él. No existía más autoridad que esa; todos los párrocos habían desaparecido, huidos o fusilados. No había más solución que abandonar casa y hacienda y, con lo poco que el borrico o cada uno pudiera cargar, ponerse en camino rumbo a lo desconocido, junto a las mujeres y los niños, que iban llorando. No era la guerra, sino la política roja la que lo exigía.
Se temía con más horror una rabiosa revolución bolchevique que la propia guerra civil; y a la revolución mucho más que a la guerra, se dedicaron en aquellas semanas tanto el gobierno como las organizaciones políticas. De momento, sólo había un enemigo en la sierra de Guadarrama, ya que en el mismo Madrid, en Alcalá, en Guadalajara e incluso, según pretendían los rojos, en Toledo, el enemigo había sido totalmente derrotado en el más breve plazo. Solo enturbiaba la seguridad en el triunfo de los rojos la toma de Badajoz y la dura lucha entablada simultáneamente en Guipúzcoa, cerca de la frontera francesa.
Entretanto se iban llenando indiscriminadamente las cárceles con millares de mujeres y hombres de los mejores niveles de la sociedad y, sobre todo, se practicaba con gran celo la “requisa” de casas y bienes. Se produjo al respecto una auténtica -a la vez que ridícula- competición entre el Estado y las organizaciones de trabajadores. Se trataba de una carrera -ganada, por cierto, por las bandas anarquistas- era ver quién le ponía primero su carmelita rojo a las casas o a las puertas de los pisos en donde había un botín que “requisar”.
Se dieron casos de “requisas” en que sobre la misma puerta de la casa intervenida, en un lado pegaban la etiqueta anarquista y en el otro la del gobierno. Quienes, al apropiarse de estos bienes ajenos, dejaban que siguieran ocupados por sus anteriores habitantes, pasaban cada mes a cobrar el correspondiente “alquiler”. El problema… es que, en los casos a los que me refiero, eran dos quienes exigían amenazadoramente el pago a los vecinos. Y cuidado con retrasarse en pagar, pues no dudaban en recurrir al desahucio.
Toda retórica roja de la revolución a favor del pueblo salió bien pronto a la luz: el fin era apropiarse de los bienes ajenos, para mal utilizar la propiedad, que ellos mismos tanto denostaban.
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