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El camino de Wigan Pier - George Orwell


Cuando el minero sale a la superficie, lo primero que hace es gargarizar un poco de agua para sacarse el polvo de carbón de la garganta y de la nariz. Después, en su casa, se lava o no, según su costumbre. Por lo que he visto, yo diría que la mayoría de los mineros prefieren comer primero y lavarse después como lo preferiría yo en sus circunstancias. Es habitual ver a un minero sentado a la mesa del té con la cara completamente negra excepto los labios, limpios por el hecho de comer, y que parecen muy rojos. Después de la comida, el minero coge un balde de agua y se lava metódicamente, primero las manos, después el pecho, el cuello y los sobacos y finalmente la cara y el cuero cabelludo, donde el polvillo se acumula en mayor cantidad. Después, su mujer le lava la espalda con la toalla. Con ello, queda limpia la mitad superior de su cuerpo; probablemente tiene aún el ombligo lleno de carbón, pero aún así no es fácil quedar pasablemente limpio con un solo balde de agua. Yo, por mi parte, necesitaba bañarme dos veces cada vez que salía de una mina. Sólo para limpiarse las pestañas se requieren diez minutos.

En otra casa donde me hospedé, un muchacho de quince años trabajaba en el turno de noche. Se marchaba a las nueve y volvía a las ocho de la mañana, desayunaba y se iba en seguida a dormir. Se levantaba a las seis de la tarde. O sea que su tiempo libre era de unas cuatro horas al día, mucho menos en realidad, si se descuenta el tiempo de comer, lavarse y vestirse.

Parece ser que no se ha extinguido aún totalmente la antigua superstición según la cual trae mala suerte el hecho de ver a una mujer antes de entrar a trabajar por la mañana. Cuentan que en los viejos tiempos se daba el caso de que un minero que se encontraba con una mujer volvía a casa y dejaba de trabajar aquel día.

Si yo vivo hasta los sesenta años, habré producido, digamos, unas treinta novelas, con las que se podrán llenar dos estantes de biblioteca. En el mismo espacio de tiempo, un minero produce, como promedio, 8.400 toneladas de carbón, una cantidad suficiente para cubrir Trafalgar Square de un pavimento de cincuenta centímetros de espesor o para aprovisionar de combustible a siete familias numerosas durante más de cien años.

Los obreros han dejado de darse cabezazos contra la pared. Hasta las clases medias -sí, hasta los clubs de bridge de las ciudades de provincias- empiezan a darse cuenta de que el desempleo existe. Aquellos comentarios: "Mira, yo no me creo todo esto que cuentan del desempleo. La semana pasada, sin ir más lejos, buscábamos un hombre para limpiar el jardín y no encontramos a nadie. Lo que pasa es que no quieren trabajar", que se oían hace cinco años en todo té que se respetase, son cada día menos frecuentes.

Cuando la gente se pasa años viviendo del subsidio, acaba por acostumbrarse, y, aunque sigue considerándolo desagradable, deja de considerarlo vergonzoso. La vieja tradición del antiguo temor a las deudas se está extinguiendo, como se extingue el antiguo temor a las deudas debido a las ventas a plazos.

Un obrero no se deja aplastar por la pobreza como lo haría una persona de la clase media. Nótese por ejemplo, el hecho de que los obreros no dudan en casarse estando sin empleo. Es algo que fastidia a las ancianas de Brighton, pero que constituye una prueba de sentido común: se dan cuenta de que el hecho de quedarse sin trabajo no implica que dejen de ser seres humanos... Las familias están empobrecidas, pero el sistema familiar no se ha roto. La gente vive una versión reducida de su vida anterior. En lugar de enfurecerse contra su suerte, han hecho la situación tolerable limitando sus aspiraciones.

El muchacho que deja la escuela a los catorce años y coge un empleo en el que no aprenderá nada, se encontrará en la calle a los veinte, probablemente para siempre, pero por dos libras y diez chelines puede comprarse a plazos un traje que, durante algún tiempo y a alguna distancia, parece cortado en Savile Row. Por menos dinero aun, una chica puede ir hecha un figurín. Se puede tener dos peniques en el bolsillo y ninguna perspectiva para el futuro, y tener por todo hogar parte de una habitación con goteras, pero, con sus ropas nuevas, un chico o una chica puede ir por la calle imaginándose que es Clark Gable o Greta Garbo, y esto compensa muchas cosas.

Hay veinte millones de personas subalimentadas, pero todos los ingleses, literalmente, tienen acceso a una radio. Lo que hemos perdido en comida lo hemos ganado en electricidad. Sectores enteros de la clase obrera que han sido despojados de todo lo que realmente necesitaban son compensados, en parte, por lujos baratos que alegran superficialmente la vida.

Naturalmente, el desarrollo de la producción de artículos de lujo baratos que ha tenido lugar después de la guerra, ha sido un hecho muy afortunado para nuestros gobernantes. Es probable que el pescado con patatas fritas, las medias de seda artificial, el salmón en lata, el chocolate barato (cinco tabletas de dos onzas por seis peniques), las películas, la radio, el té fuerte y las quinielas hayan evitado, entre todos, una revolución. Por ello se dice de vez en cuando que todas estas cosas constituyen una astuta maniobra del gobierno -una forma del clásico "pan y circo"- para tener a raya a los parados. Pero lo que yo sé de nuestros gobernantes no me induce a creer que tengan este grado de inteligencia. La cosa ha ocurrido por un proceso inconsciente: la interacción natural entre la necesidad de mercado de los fabricantes y la necesidad, por parte de la gente hambrienta, de paliativos baratos.

La Gran Guerra no habría sido posible si no se hubiese inventado la carne en lata.

En todas partes se ven estatuas dedicadas a políticos, poetas y obispos, pero ninguna dedicada a cocineros, curadores de tocino o cultivadores de hortalizas.

Si la constitución física de los ingleses ha empeorado, sin duda se debe en parte al hecho de que la Gran Guerra seleccionó cuidadosamente a un millón de hombres, los mejores de Inglaterra, y los envió a la matanza, mucho antes de que tuvieran tiempo de engendrar hijos. Pero el proceso debió de comenzar ya antes, y debe de ser efecto, en último término, de formas de vida insanas, es decir, del industrialismo. No me refiero al hecho de vivir en ciudades -en muchos aspectos, seguramente, la ciudad es más sana que el campo- sino a las modernas técnicas industriales que producen sustitutivos baratos de todo. Puede que se descubra un día que, a la larga, la carne de lata es un arma más mortífera que la ametralladora.

He descubierto que las cosas que están muy fuera de lo corriente acaban casi siempre por fascinarme aunque al mismo tiempo las odie. Los paisajes de Birmania, que, cuando vivía entre ellos, me abrumaban hasta adquirir caracteres de pesadilla,  se quedaron después tan obsesivamente fijos en mi mente que me vi obligado a escribir una novela acerca de ellos para librarme de su asedio.

Cuando el nacionalismo empezó a convertirse en religión, los ingleses miraron el mapa, y observando que su isla quedaba bastante arriba del hemisferio norte, desarrollaron la cómoda teoría según la cual cuanto más al norte se vivía, más virtudes se poseían. Los libros de historia que estudié en mi infancia solían comenzar con una explicación extremadamente ingenua de cómo el clima frío hace a la gente enérgica, mientras que el cálido les hace perezosos, y de ahí la derrota de la Armada Invencible.

La actitud de los trabajadores hacia la educación es muy diferente de la nuestra, y muchísimo más sensata. Los obreros suelen sentir un vago respeto por el saber en los demás, pero cuando la cuestión "educación" les afecta directamente manifiestan ante ella una total indiferencia y la rechazan por un sano instinto. Hubo un tiempo en que yo me compadecía vivamente de los muchachos de catorce años a quienes, según yo imaginaba, se arrancaba de la escuela contra su voluntad para ponerles a trabajar en tareas miserables. Me parecía horroroso que, a los catorce años, alguien pudiera ser condenado a trabajar. Ahora sé que no hay una chica de clase obrera entre mil que no suspire por el día en que dejará la escuela. Estos muchachos quieren hacer un trabajo de verdad, en lugar de perder el tiempo en bobadas como la historia o la geografía. Para los obreros, el hecho de permanecer en la escuela hasta las proximidades de la edad adulta resulta despreciable e impropio de un hombre. La idea de que un grandullón de dieciocho años, que debería llevar a casa una libra semanal, vaya aún a la escuela con un uniforme ridículo, y reciba incluso bastonazos cuando no hace los deberes, es para ellos el colmo del absurdo.

Cosa curiosa, no son los triunfos de la ingeniería moderna ni la radio, ni el cine, ni las cinco mil novelas que se publican anualmente, ni las multitudes que asisten a las carreras de Ascot, ni el encuentro entre Eton y Harrow, sino el recuerdo de la vida familiar de los trabajadores -especialmente tal como vi a veces en mi infancia, antes de la guerra, cuando Inglaterra era aún un país rico- lo que me hace pensar que, en conjunto, la época que nos ha tocado vivir no ha sido mala.

En su libro sobre Oscar Wilde, G. J. Renier señala que el extraño y violento estallido de cólera popular que siguió al juicio del escritor fue, básicamente, de carácter social. La plebe londinense había cogido en falta a un  miembro de las clases altas, y no quería dejarlo en paz así como así. Esto era natural, e incluso correcto. Cuando se trata a la gente como ha sido tratada la clase obrera inglesa durante dos siglos, no es de extrañar que estén resentidos.

Nos enseñaron que "la gente de clase baja olía mal". Esto es algo que representa una barrera infranqueable, pues ninguna sensación de agrado o desagrado es tan fundamental como una sensación física. El odio racial, el odio religioso, las diferencias de educación, de temperamento, de inteligencia, incluso las diferencias de código moral pueden ser superadas, pero la repulsión física no. Se puede sentir afecto por un asesino o por un homosexual, pero no se puede sentir afecto por un hombre que tiene mal aliento, habitualmente quiero decir.... En este momento, sólo recuerdo un libro en el que esta cuestión sea tratada sin tapujos: En un biombo chino, de Somerset Maugham. Aparece en la obra un alto funcionario chino que llega a una posada y se pone a dar voces y a insultar a todo el mundo, para dejar bien claro que él es un importante dignatario y que los demás son pobres gusanos. Al cabo de cinco minutos, habiendo afirmado su dignidad de la forma que juzga adecuada, se sienta a cenar con los porteadores y come con ellos en perfecta armonía. Como funcionario, considera que ha de hacer notar su presencia, pero no cree que los culíes estén hechos de un barro diferente al suyo.... La costumbre de lavarse a diario todo el cuerpo es en Europa muy reciente, y las clases trabajadoras son, por lo general, más conservadoras que la burguesía. Pero los ingleses se están volviendo visiblemente más limpios, y se puede esperar que dentro de cien años lo sean casi tanto como los japoneses.

Una persona de la clase media puede ser socialista o incluso ingresar en el Partido Comunista. ¿Qué diferencia real representan estos dos hechos? Naturalmente, dado que vive en una sociedad capitalista, tiene que continuar ganándose la vida, y no se le puede echar en cara que conserve su posición económica burguesa. Pero ¿se produce algún cambio en sus gustos, en sus costumbres, en sus maneras, en su pensamiento, es decir, en su "ideología" según la jerga comunista? ¿Se produce algún cambio en él, a parte de que ahora vota laborista o, si es posible, comunista, cuando hay elecciones? Es evidente que, por lo general, se siente aún identificado con su clase; se encuentra mucho más a gusto con un miembro de esta clase, que le considera un rojo peligroso, que con un miembro de la clase obrera, quien en principio está de acuerdo con él. Sus gustos en cuanto a comida, vino, vestido, libros, cine, música y ballet son aún típicamente burgueses, y, lo más significativo de todo, se casa invariablemente con una mujer de su clase. Observen a cualquier socialista burgués. Observen al camarada X, miembro del Partido Comunista de Gran Bretaña y autor de El marxismo para niños. El camarada X es antiguo alumno de Eton. Está dispuesto a morir en las barricadas, en teoría por lo menos, pero aún lleva siempre desabrochado el último botón del chaleco. Idealiza al proletariado, pero es notorio lo poco que se parecen sus costumbres a las costumbres proletarias. Quizás alguna vez, por pura bravata, se ha fumado un puro sin quitarle la vitola, pero le sería casi imposible físicamente comer queso llevándose los trozos a la boca con la punta del cuchillo, estar en una habitación con el sombrero puesto, o incluso beber el té en el plato. He conocido a muchos socialistas burgueses y he escuchado durante horas sus diatribas contra su clase de origen, pero nunca, ni una sola vez, he visto a ninguno que coma como lo hacen los obreros. Al fin y al cabo ¿por qué no? ¿Por qué un hombre que cree que el proletariado es el compendio de todas las virtudes ha de tomarse tantas molestias para comer la sopa sin sorber? La única explicación es que, en el fondo, encuentra desagradables los modales proletarios. Con lo cual no hace sino actuar según la educación que recibió de niño, cuando le enseñaron a odiar, temer y despreciar a la clase obrera.

Durante varios años fue la gran moda ser "de izquierdas". Inglaterra se llenó de inmaduras y contradictorias opiniones. Pacifismo, internacionalismo, humanitarismo de todas clases, feminismo, amor libre, divorcismo, ateísmo, control de la natalidad... todo este tipo de cosas consiguieron una audiencia mayor de la que habrían tenido en momentos normales... En aquella época todos nos veíamos a nosotros mismos como las ilustradas criaturas de una nueva edad, que rechazábamos la ortodoxia que nos habían impuesto a la fuerza aquellos odiosos "viejos". Conservamos, en su conjunto, la actitud esnob de nuestra clase, y dábamos por supuesto que podríamos seguir cobrando nuestros dividendos o acomodarnos en tranquilas profesiones, pero al mismo tiempo nos parecía natural estar "contra el gobierno".

Un día, el profesor de inglés nos hizo llenar una especie de cuestionario general, una de cuyas preguntas era: ¿A quiénes considera usted los diez hombres vivos más ilustres? De los dieciséis chicos que éramos en la clase -con una edad media de diecisiete años-, quince incluyeron a Lenin en su lista. Esto ocurría en una cara y elegante public school, en 1920 además, momento en que los horrores de la revolución rusa estaban aún recientes en la mente de todos.

Así que, a los diecisiete o dieciocho años, yo era a la vez un esnob y un revolucionario. Estaba en contra de toda autoridad. Me había leído y releído todas las obras publicadas de Shaw, Wells y Galsworthy ( a los que por entonces consideraba aún autores peligrosamente "avanzados") y me definía alegremente como socialista. Pero no tenía mucha idea de lo que era el socialismo y no tenía convicción real de que los obreros fuesen seres humanos.

Al recordar aquella época, tengo la impresión de haber pasado la mitad del tiempo denunciando el sistema capitalista, y la otra mitad indignándome por la insolencia de los cobradores de autobús.

Cuando se tienen muchos criados, no se tarda en volverse perezoso, como me ocurrió a mí, por ejemplo, que me acostumbré a vestirme y desvestirme con la ayuda de un criado birmano. Ello era posible porque el muchacho era birmano y no me resultaba repugnante; en cambio, no habría podido soportar que un criado inglés se me aproximase de una forma tan íntima. Pero ante un birmano tenía casi la misma actitud que tengo hacia una mujer. Como la mayoría de las demás razas, los birmanos tienen un olor característico que no acierto a describir: es un olor que produce un hormigueo en los dientes. Pero ese olor nunca me causó repugnancia. (Por cierto, que los asiáticos afirman que nosotros olemos. Creo que son los chinos que dicen que el  hombre blanco huele a muerto. Los birmanos también lo dicen, pero nunca me encontré con ninguno tan mal educado como para decírmelo a la cara.) Y, en cierto aspecto, aquella actitud mía era defendible, pues, mirando las cosas como son, hay que reconocer que la mayoría de las personas de raza amarilla tienen cuerpos mucho más hermosos que la mayoría de los blancos. Compárese la piel sedosa y tersa de los birmanos, que no forma la menor arruga hasta pasados los cuarenta años, y aun entonces no hace sino marchitarse como el cuero reseco, con la basta y fláccida piel del blanco. El hombre blanco tiene un vello feo y lacio pelo en los brazos y piernas y en el pecho, formando un feo parche. El birmano tiene sólo una o dos zonas de recio pelo negro en los lugares adecuados, aparte de lo cual, su piel es completamente lampiña y su cara casi siempre imberbe también. El blanco suele quedarse calvo; al birmano raramente lo ocurre tal cosa. Los dientes del birmano son perfectos, aunque generalmente coloreados por el zumo de betel, mientras que los dientes del hombre blanco se estropean invariablemente. El blanco suele tener mala figura, y cuando engorda, su cuerpo se vuelve aún más desproporcionado; el hombre de raza amarilla tiene un esqueleto armonioso, y en la edad madura su figura es casi tan agradable como en la juventud. Es cosa admitida que la raza blanca produce unos pocos individuos que, durante unos pocos años, son extremadamente bellos, pero, en conjunto, dígase lo que se quiera, es inferior en belleza a las razas orientales.

Estuve cinco años en la Policía de la India, y, al terminar ese periodo, odiaba el imperialismo al que estaba sirviendo con una fuerza que seguramente no conseguiré explicar... Los países suelen gobernar a los extranjeros mejor de lo se gobiernan a sí mismos... En Inglaterra, aceptamos mansamente que nos roben a todos para que medio millón de vagos despreciables sigan viviendo lujosamente, pero lucharíamos hasta el último hombre antes que ser dominados por los chinos.

Según el sistema capitalista, para que Inglaterra pueda vivir de forma relativamente confortable, deben vivir al borde de la indigencia cien millones de indios. Es una situación vergonzosa, pero consentimos en ella cada vez que tomamos un taxi o nos comemos un plato de fresas con nata. La alternativa es tirar el Imperio por la borda y reducir Inglaterra a un país de poca importancia, a una inhóspita isla donde tendríamos que trabajar mucho todos y sustentarnos principalmente de arenques y patatas. Y esto es lo último que desea el hombre de izquierda. Pero, así y todo, sigue creyendo que no tiene responsabilidad moral alguna por el imperialismo. Está perfectamente dispuesto a aceptar los productos del Imperio y a justificarse riéndose de la gente que mantiene el Imperio en nuestro poder.

El socialista típico es, o bien el joven esnob comunista que, seguramente, dentro de cinco años, estará casado con una joven rica y se habrá convertido al catolicismo, o bien, más probablemente, el hombrecito serio de ocupación burocrática, que suele ser secretamente abstemio, a menudo con inclinaciones vegetarianas, con un pasado no conformista y, sobre todo, con una posición social que no tiene intención alguna de abandonar.

A veces tiene uno la impresión de que las solas palabras "socialismo" y "comunismo" atraen con fuerza magnética a todo bebedor de zumos de fruta, nudista, maníaco sexual, cuáquero, curandero naturista, pacifista y feminista de Inglaterra.

Creía, probablemente, que todo socialista tenía algún tipo de excentricidad. Y entre los mismos socialistas parece existir una idea de este tipo. Por ejemplo, en un folleto de una escuela de verano que tengo ante mí, están los precios por semana, y se me pide que especifique "si mi dieta alimenticia es corriente o vegetariana". Dan por supuesto que es necesario preguntar esto. Este tipo de cosas, por sí solas, bastan para alejar a cantidades de gente honrada, y el instinto que las hace alejarse es perfectamente sensato, pues el maniático de la comida es, por definición, una persona dispuesta a alejarse de la sociedad por la esperanza de prolongar en cinco años la vida de su chasis, es decir, una persona desconectada de la gente normal.

El hecho es que el socialismo, en la forma en que se ha presentado hoy en día, atrae principalmente a personas de poca calidad e incluso inhumanas.

Cuando una persona no esta comiendo, bebiendo, durmiendo, haciendo el amor, hablando, jugando o simplemente matando el rato -y estas cosas no llenan todos los años de una vida- necesita del trabajo y suele buscarlo, aunque no le de el nombre de trabajo. Aparte de los retrasados mentales, el esfuerzo es parte fundamental de la vida humana. El hombre no es, como parecen creer los hedonistas vulgares, una especie de estómago andante; ademas del estómago tiene manos, ojos y cerebro. Dejar de usar las manos representa amputar un buen pedazo de la mente.

Si se mecaniza el mundo tan a fondo como es posible, habrá, en todos los campos, alguna máquina quitándonos la posibilidad de trabajar, es decir, de vivir.

En los países altamente industrializados, gracias a las latas de conserva, el paladar se ha convertido casi en un órgano muerto. Como se puede comprobar mediante la observación en cualquier tienda de verduras, lo que la mayoría de los ingleses entienden por una manzana es una bola de serrín de vivos colores importada de América o de Australia;  devoran esas cosas, con placer según parece,  y dejan que las manzanas inglesas se pudran bajo los árboles. Lo que les gusta es la apariencia brillante, estereotipada y artificial de las manzanas americanas; el mejor sabor de las manzanas inglesas  es algo de lo que simplemente no se dan cuenta.

Los socialistas tienen razón cuando afirman que la rapidez del progreso mecánico será mucho mayor una vez instaurado el socialismo.

El fascismo es una especie de reacción, no ante el socialismo, sino ante una plausible deformación del socialismo. Puede describirse de manera resumida como la decisión de hacer lo contrario de lo que haga el socialista mítico.

Para combatir el fascismo es necesario entenderlo, lo cual implica reconocer que contiene alguna cosa buena, además de las muchas malas... Hemos de admitir que si el fascismo está ganando adeptos en todas partes, se debe en gran medida a los errores cometidos por los socialistas. Se debe en parte a la equivocada táctica de los comunistas de sabotear la democracia, es decir, de tirar piedras contra el propio tejado pero aún más al hecho de que los socialistas, por así decirlo, han presentado mal su causa desde el principio.Nunca han dejado suficientemente claro que los fines esenciales del socialismo son la justicia y la libertad. Con la atención centrada en los hechos económicos, han partido de la base de que el hombre no tiene alma, y, explícita o implícitamente, han propuesto como meta una Utopía materialista. Como consecuencia de esto, el fascismo ha podido utilizar en su provecho todo movimiento de rebeldía contra el hedonismo y contra una concepción burda del "progreso". Ha podido presentarse como el defensor de la tradición europea y apelar a la fe cristiana, al patriotismo y a las virtudes militares. Es Peor que inútil quitar importancia al fascismo tachándolo de "sadismo masivo" o cualquier frase fácil de este tipo. Pretender que el fascismo no es más que una aberración que pronto desaparecerá por sí sola equivale a soñar un agradable sueño del que se despertará bajo los golpes de una gorra de goma. La única actuación válida es analizar fríamente el fascismo, entender que en él hay algo de positivo y después explicar claramente a todo el mundo que lo que pueda haber de bueno en el fascismo está también implícito en el socialismo.

Hemos llegado a un punto en que la misma palabra "socialismo" evoca, por una parte, una imagen de aviones, tractores y grandes y brillantes fábricas construidas de vidrio y cemento, y, por otra parte, una imagen de vegetarianos de lacias barbas, de comisarios bolcheviques mitad gángsters y mitad gramófonos, de señoras muy serias con sandalias, de marxistas de cabello revuelto masticando polisílabos, cuáqueros despistados, fanáticos del control de los nacimientos y de escaladores del Partido Laborista. El socialismo, por lo menos en esta isla nuestra, no huele ya a revolución y a derrocamiento de la tiranía; huele a extravagancia, a veneración de la máquina y a estúpido culto a Rusia. Si no se elimina este olor, y deprisa, el fascismo puede vencer.