Apuntes sobre la marcha, 30 de marzo y 6 de abril de 1940
El otro día, al leer la afirmación del doctor Ley de que "razas inferiores como, por ejemplo, polacos y judíos" no necesitan comer tanto como los alemanes, súbitamente me vino a la memoria la primera imagen que vi al pisar suelo asiático (o, mejor dicho, justo antes).
El trasatlántico en el que viajaba había atracado en Colombo, y la habitual multitud de culíes subió abordo para ocuparse del equipaje. Los supervisaban algunos policías, entre ellos un sargento blanco. Uno de los culíes se hizo cargo de un portauniforme metálico alargado, e iba llevándolo con tal torpeza que por poco no dio a alguien en la cabeza. Le soltaron un improperio por su negligencia. El sargento de policía se volvió, vio lo que el hombre hacía y le pegó una terrible patada en el trasero que lo mandó trastabillando al otro extremo de la cubierta. Entre los pasajeros, mujeres incluidas, hubo murmullos de aprobación.
Transfiramos ahora esta escena a la estación de Paddington o al puerto de Liverpool. Sencillamente, no podría ocurrir. Un mozo de equipajes inglés a quien pateasen devolvería el golpe o, al menos, no cabría descartar que lo hiciera. El policía, por su parte, no le patearía por tan poca cosa, y desde luego no ante testigos. Pero, sobre todo, quienes lo presenciasen se indignarían. El millonario más egoísta de Inglaterra, si viera tratar a un compatriota suyo así, a patadas, se sentiría ofendido siquiera un momento. Y, sin embargo, aquellas personas -gente corriente, honrada, de clase media, con rentas de unas quinientas libras anuales- contemplaban la escena sin emoción alguna salvo una leve aprobación. Ellos eran blancos; el culí, negro. Dicho de otra forma: el culí era infrahumano, una clase distinta de animal.
Si creyera que una victoria en esta guerra fuese a suponer, sencillamente, la inyección de savia nueva para el imperialismo británico, supongo que me alinearía con Rusia y Alemania.
En la medida en que el socialismo no significa más que propiedad centralizada y planificación de la producción, todos los países industrializados serán "socialistas" dentro de poco.
Parece evidente que Alemania avanza rápido hacia el socialismo; y, sin embargo, este proceso lleva aparejada una determinación clarísima, diáfana, de hacer de los pueblos sometidos una reserva de mano de obra esclava; algo bastante factible en la medida en que se dé crédito al mito de las "razas inferiores". Si judíos y polacos no son seres humanos, ¿por qué no expoliarlos? Hitler es, simplemente, el espectro de nuestro propio pasado irguiéndose contra nosotros. Es partidario de extender y perpetuar nuestros propios métodos precisamente cuando empiezan a avergonzarnos.
Los hombres que conquistaron la India para nosotros -aventureros, puritanos de Biblia y espada, hombres capaces de liquidar a tiros a cientos de "nativos" y descubrir la escena en sus memorias con todo realismo y sin mayor escrúpulo que el que uno sentiría al matar un pollo- constituyen simplemente una raza extinguida. Las opiniones de la izquierda en la metrópoli han calado incluso en la percepción del anglo-indio medio. Son ya historia los días -que eran solo anteayer- en que uno enviaba a la cárcel al sirviente díscolo con una nota que rezaba: "Por favor, denle al portador quince latigazos". Hemos perdido, por la razón que sea, la antigua fe en nuestra misión sagrada. Cuando nos llegue la hora de saldar deudas, qué duda cabe que nos resistiremos; pero, a mi juicio, la posibilidad de que al final tengamos que pagar está ahí.
Una vez empezada la guerra, eso que llaman "neutralidad" es imposible. Toda acción constituye un acto de guerra. Uno se ve forzado, quiera o no, a ayudar, bien a su bando, bien al enemigo. Pacifistas, comunistas, fascistas, etcétera, en este momento están ayudando a Hitler. Y están en todo su derecho, siempre que crean que la causa de Hitler es mejor y estén dispuestos a asumir las consecuencias. Yo, si me alineo con Gran Bretaña y Francia, es porque antes lo haría con los viejos imperialismos -decadentes, como con toda la razón Hitler los llama- que con esos otros recientes, completamente seguros de sí mismos y, por ello, completamente despiadados. No pretendamos, eso sí, -por el amor de Dios-, que vamos a esta guerra con las manos limpias. Si algo nos legitima para defendernos, es precisamente, haber cobrado conciencia de que no tenemos las manos limpias.
Vivimos una pesadilla precisamente por haber querido establecer un paraíso terrenal. Hemos creído en el "progreso", hemos fiado en el liderazgo humano, hemos dado al César lo que es de Dios. Tal es, a grandes rasgos, la línea argumental.
El ser humano no es un individuo, es un mera célula en un cuerpo perecedero, y de alguna forma lo sabe. Otra explicación no cabe para el hecho de que alguien acepte morir en combate. Decir que lo hace solo porque lo llevan allí es absurdo.
En Un mundo feliz, Aldous Huxley caricaturizaba bien la utopía hedonística, prototipo de lo que parecía posible e incluso inminente hasta que entró en escena Hitler, pero eso no tenía que ver con lo que sería el futuro.