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Paul Bowles, el recluso de Tánger

PAUL BOWLES, EL RECLUSO DE TÁNGER

Mohamed Chukri, Cabaret Voltaire. 


Lo cierto es que a Paul Bowles le gustaba Marruecos pero no los marroquíes. Bowles intentó defenderlos en La casa de la araña, pero al final acabaron decepcionándole. Él, que pensaba que tras la independencia iban a retomar sus costumbres atávicas, fue sorprendido con una europeización que superaba la de la época colonial. 

Hoy en día aún se habla seriamente de recuperar Al-Andalus, pero es imposible. Si no lo hacen no es por falta de ganas: odian a España y a todos los países extranjeros. Son xenófobos, y a mi opinión es que probablemente intenten invadir de nuevo el sur de España, aunque sin éxito. De hecho, ya lo hicieron en la época de Franco, que atrapó a alrededor de cincuenta y cinco mil marroquíes y los utilizó como punta de lanza de su ejército. Pudieron haber cosechado muchas victorias, pero ¡qué desgracia! Franco les había animado a que llevaran a cabo todo tipo de actos de rapiña. Utilizaron la libertad a su antojo, y mataron a sacerdotes y monjas, quemaron iglesias y pueblos, destruyeron todo lo que se cruzó en su camino, y lo hicieron disfrutando, a placer.

Bowles afirmó en una entrevista: “Me gustaría volver a ser un chiquillo otra vez porque el aire huele mejor a esas edades. Ahora, con ochenta y uno, no tengo demasiadas oportunidades de gozar de la vida. En cambio, un niño puede salir, pasar el día al aire libre, mirar el sol, las flores y respirar a pleno pulmón. A mi edad, tengo pequeños achaques cada vez que salgo. No me puede ocurrir nada interesante, y sin embargo, el niño, sin miedo, inocente, tiene la impresión de que el mundo es maravilloso. Tal vez echo de menos esa inocencia, y eso que no creo que la vida de un niño sea el paraíso. Sufren mucho, bastante más que un adulto, pero también gozan más intensamente”.

A Paul Bowles le gusta sentir de cerca el miedo, pero no sabe bien por qué. Piensa que “el miedo es el que gobierna más fuerte que el amor. ¿Por qué no será el amor el encargado de regirlo todo? gracias al amor se reproduce la especie. Pero ¿y el miedo a la muerte? Todos queremos seguir viviendo y cualquier cosa se convierte en una amenaza para la vida. De hecho, de no ser por el miedo, un día dejaríamos de respirar sin darnos cuenta”. En sus palabras se puede reparar en la influencia de Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente, de quien es ferviente admirador.

Bowles no ha podido mitigar el miedo a la muerte de ninguna manera. Para él, ese sentimiento es más poderoso que ningún otro, incluso que el amor. ¿No será afrontar la vida lo que le atemoriza? Una de las opciones del temeroso siempre será el suicidio. Como afirmó Bowles, ni siquiera el dinero o el lujo son un paliativo, y es que la burguesía también sufre. No hay remedio. Puede que la gente que cree en la inmortalidad parezca no tener miedo, pero ¿qué les hace pensar que ellos no acabarán muertos? Nadie ha comprobado si existe la vida eterna, ni nadie lo hará jamás.” A Bowles se le pasó subrayar que el miedo no tiene límites.

En la película de Sebastian Hirt, Paul habla de nuevo de la muerte: “Yo creo que debemos morir tal como hemos vivido. Si ha sido en el caos, que sea caótico nuestro final. Mejor así. De todas formas todo acabará tarde o temprano, poco importa la manera. Pienso que los que más temen a la muerte son aquellos que creen en la otra vida. Aunque ellos también ignoran lo que les ocurrirá cuando mueran. Si creéis que Dios os juzgará por lo que habéis hecho en esta vida, y no estáis seguros de obtener su bendición, os llevará a preocuparos y a temer a la muerte. Y no es necesario”.

Paul Bowles era el que llevaba su homosexualidad con mayor discreción. Kerouac era también discreto, pero de vez en cuando exhibía su condición, sobre todo al emborracharse… Durante los años cuarenta y cincuenta, la homosexualidad estaba considerada en los ambientes literarios y artísticos americanos como una especie de deporte nacional, y particularmente entre los neoyorkinos.

A pesar de que Bowles lo desmintió en una de sus entrevistas, Burroughs admitió que había viajado desde San Francisco a Tánger en 1952 para visitar al autor de Déjala que caiga. Sin embargo, en otra ocasión, Burroughs declaró que vino por los chicos, sobre todo por los españoles; también por el hachís y el majoun. En El Almuerzo Desnudo escribe: “Mis amigos españoles me han bautizado como “el hombre invisible (en español)”.

Bowles, como la mayoría de los extranjeros que han vivido mucho tiempo en Tánger, prefiere hablar en español.

Mrabet tenía la costumbre de comentarle a Bowles, con desmedido entusiasmo, todo lo que había escuchado en la radio, en la televisión o en los cafés. Yo me guardaba de analizar en profundidad con él los acontecimientos a los que refería. Bowles, sin embargo, reaccionaba con su habitual neutralidad diplomática, con un ‘¡Ah! ¿De verdad?’, o bien ¡Qué lástima!’, ‘Comprendo’, ‘Es posible, sí’, ‘Tienes razón’, ‘No puede ser’… Se limitaba a soltar cosas como estas, y era más breve cuanto mayor era la excitación de él al contarle. Yo me conformaba con levantar prudentemente la cabeza. Y entonces Mrabet se iba o se quedaba. 

Hacía algunos años que Mrabet había abandonado el alcohol, pero seguía fiel al consumo de kif y del majoun, que preparaba maravillosamente. En cuanto a Bowles, ya no fumaba kif en el sebsi tradicional, sino que prefería enrollarlo en papel de fumar. Cuando salía de casa, sólo fumaba cigarrillos ingleses, y si iba  a la ciudad, masticaba un puñado de clavo para disimular el olor del kif. Bowles era muy respetuoso en su comportamiento en sociedad.

La furia de Bowles no suele durar demasiado ni suele recrearse luego contando este tipo de incidentes. 

“Yo nunca huí de las mujeres. Me bastaba con ignorarlas” dice Bowles hoy día. 

Todas sus relaciones han sido una mera ilusión. Le costaba separar lo real de lo imaginario. Jane era singular en su estado anímico y sus creencias. Para ella, la gente que se cruza en tu vida no siempre permanece. La vida sexual que mantenía con las mujeres, fuesen de su país o extranjeras, era profunda y liberal, mientras que con Paul no quiso mantener relaciones antes del matrimonio. Después las tuvieron durante dos años y medio, para acabar refugiándose cada uno en su propia sexualidad: vivieron juntos y distantes el uno del otro.

Jane se topó por primera vez con Paul una tarde de noviembre de 1937 en Nueva York. Lo primero que la sedujo fue su dulce sonrisa. Paul estaba en Harlem, donde se reunía con unos muchachos para fumar marihuana. Desde aquel instante se convirtió en su enemigo, un enemigo bien amado. No tardaron en casarse, un 21 de febrero de 1938. El matrimonio fue desaprobado por la madre de Jane, que era judía y pretendía para su hija un marido que también lo fuese. Para su desgracia, su hija era antisemita. En cuanto a Paul, se casó con Jane para contrariar a su padre, antisemita él también. Si el escritor Norman Glass denunció, no sabemos si en serio o en broma, a su propia madre por se judía, Jane optó por alejarse de la suya.

¿Qué se puede hacer por quien derrama lágrimas sin cesar? Dejar que llore todo lo que quiera. Cuando se canse, ya parará. No somos guardianes de los sentimientos humanos. ¡Que cada uno se destruya a su manera!

¡Deja que el mundo siga su curso y no te molestes en averiguar cómo perpetuarlo!

Paul trabajaba a destajo en la época en la que aprendía pintura. Después pasó a la música, y de ahí a la escritura; “como un camaleón”, reconoce el propio Bowles en una entrevista concedida a Ghila Sroka. Permaneció fiel al consejo que le dio Aaron Copland: “Si no trabajas a los veinte, nadie te querrá a los treinta”.

En una entrevista hecha aquí, en Tánger, Chaker Nouri le preguntó:

Me he dado cuenta de que tiene cerca de usted algunas de su obras, ¿es porque las aprecia especialmente o es que las está releyendo?

Están aquí porque lo están. Yo estoy aquí porque lo estoy, y no  porque lo haya elegido. Es quizás cuando somos jóvenes que planeamos llevar a cabo muchos proyectos. Yo nunca hice proyectos porque estaba seguro de no poder realizarlos. He decidido dejar que la vida haga sus propios planes. Sin ir más lejos, hoy no tengo ninguno en mente. El próximo año cumpliré ochenta.

¿Le gusta la soledad?

No, me gusta el silencio. Es la razón por la cual rehusé vivir en Nueva York. Además, como bien sabes, para poder trabajar bien hay que estar solo.


Con todo lo que Jane amó, nunca fue correspondida de igual manera.

Sabemos que hasta los diecisiete años de edad, Paul Bowles no diferenciaba un hombre de una mujer.

Todos nacemos para vivir unos con otros, pero estamos siempre solos.

Tanto le gustaba lo que no estaba a su alcance que se obsesionaba con ello. No tenía ninguna piedad sobre sí misma. Rechazaba a todo aquel que le ofrecía su amor, y corría detrás de quien se lo negaba. (Sobre Jane Bowles)

Bowles empezó a sentir aversión por los cuerpos desnudos cuando comenzó a estudiar dibujo, a la edad de dieciséis años. Con diecisiete años, le resultaba extraña la diferencia física entre el cuerpo de un hombre y de una mujer.

Todo le llegó tarde en la vida, incluso la fama como escritor universal no la alcanzó hasta la edad de sesenta años. Se le puede aplicar sin ambages aquel refrán que dice “El día que nacemos, morimos”.

Paul Bowles tuvo, como reconoce en su autobiografía lo que nos atreveríamos a llamar relaciones sexuales en medio de un campo de ortigas. 

En cuanto a sus relaciones con los chicos, no se sabe gran cosa. Para ser justos con Paul, no deberíamos indagar en el tema, ya que él mismo le restó importancia y reconoció no arrepentirse de nada. Una cosa es cierta: el cuerpo femenino nunca fue su bocado preferido.

Nunca se ha fiado de nada ni de nadie, pero su sentido del humos apacigua y suaviza este recelo. Para asegurar aún más su aislamiento, se deshizo del teléfono. También ha encontrado un pretexto para no viajar: “No viajo porque ya no hay barcos”. Podemos darle la razón, si tenemos en cuenta que no se desplazaba sin una treintena de maletas y dos enormes baúles.

No tiene la costumbre de ir llamando a la puerta de nadie. En este sentido se parece al filósofo americano Santayana: si nadie pregunta por él, él tampoco lo hará por nadie.

Desde la independencia del país, Paul ya no va a cafés, bares o restaurantes, porque están, según él, ocupados por la policía secreta.

Paul adora los gatos y odia a los perros. “Los perros deberían estar en el campo”, solía decir, “son animales agresivos. El gato, a pesar de su orgullo, es un animal tranquilo”. 

No se parece a Jack Kerouac, para quien la muerte de un gato era un mal presagio. Un mediodía, me contra con Paul en el mercado de la calle Fez. Estaba acariciando una pequeña gata. Le pregunté lo que pensaba sobre la guerra del golfo, y me contestó con la calma de costumbre: “Creo que es más importante para mí jugar con esta gatita que hablar de esa sucia guerra”.

Paul acabó perdiendo el interés por muchas cosas. Ha visto tanto que parece aburrirse, o quizás ya no pueda ver nada más. Está empachado de experiencias.

Por suerte, aunque Paul teme la muerte como los demás, no hace de ello un drama personal. No se arrepiente de nada, aunque haya hecho sufrir a alguien o lo haya perjudicado a través de su comportamiento o en sus libros, repletos de maldad, atrocidades y muertes violentas. Desde luego, él nunca pretendió ser un santo y arrepentirse de todos sus pecados.

Bowles alertó sobre el islam, convencido de que el próximo siglo estaría marcado por el enfrentamiento entre musulmanes y Occidente.

Esta hostilidad por parte de los marroquíes hacia él es producto de su imaginación. Sabemos que Paul, esté donde esté, vive en un permanente estado de sitio, obsesionado con espías, a los que ve por todas partes, y también con ladrones despiadados que quieren arrebatarle el dinero. Paul adora el dinero hasta casi venerarlo.

Bowles no aspira a que lo santifiquen en un país que, a su juicio, está habitado por bárbaros e imbéciles. Odia la pobreza, y es libre de hacerlo, pero que desprecie a los pobres es inadmisible. 

Va a dejar su fortuna (más de setecientos mil dólares, según me contó Pedro) a un banco, para que la empleen apoyando a fundaciones artísticas.

Paul no rechaza la visita de nadie.

Paul Bowles se cree con el derecho de ser americano en cualquier parte del mundo; en cambio, para él, yo soy marroquí únicamente en Marruecos.

Un día me contó lo siguiente: “Antes, cuando tenía teléfono, la gente me molestaba llamando para preguntarme si podía recibirla. Hoy, la situación es más molesta y embarazosa, y es que cuando llaman a la puerta y voy a abrir, no me queda más remedio que hacer pasar al visitante. ¿Acaso me creerían si les dijese que estoy ocupado o cansado?”

Paul Bowles me hizo un día partícipe del sentimiento doloroso que siente cuando piensa que los marroquíes no le consideran residente, sino un turista que alargó su estancia en Tánger.

Paul Bowles cree que la vida sólo debería pertenecer a gente que piense como él; la considera un regalo que hay que ganarse a pulso.

Mi pasado no significa nada para mí. Estuvo cargado de significado mientras lo vivía, pero no tiene ningún interés en estos momentos, ni siquiera para mí.

Paul tuvo oportunidad de librarse de su frustración sexual, en muchas capitales del mundo, pero no pudo extirpar algo que tenía profundamente arraigado. A Bowles le seduce el mundo del sexo, pero su lado más perverso, y sin ser partícipe de él. Se conforma con observar de lejos, ser un voyeur. Con eso era suficiente para estimular su apetito sexual, sin el miedo de siempre a ser violado. Ese placer sexual era comparable con el intento de atrapar con la mano un pez en el agua, y se transformó en esa especie de sadismo que Bowles proyectó en los personajes de sus libros, como hizo Gustave Flaubert en Salambó.